El
viejo
por Paulo Manterola
Estaba
sentado en su escritorio de trabajo, al fondo del local, ocupado
–como de costumbre– en algún pedazo de chatarra al que tal vez
pudiera encontrarle algún uso o fin que solamente él sabría
valorar. El lugar era grande, amplio; no tenía muchas divisiones.
Frente a la puerta que daba a la calle, a unos metros, estaba el
mostrador donde se atendía a la clientela. Detrás de este, había
un cuarto pequeño que funcionaba como cocina y, al lado, el baño. A
un costado, se extendía un largo y ancho pasillo que llevaba al
escritorio, su mesa de trabajo, donde pasaba la mayor parte del
tiempo. Ya era pasada la medianoche. Una pequeña, débil luz
parpadeaba sobre sus manos; todo el resto del local estaba a oscuras.
Sería
una noche inusual, de todas formas.
Al
oír a alguien tocando la puerta del frente, el viejo levantó la
vista sobresaltado; aunque no podía distinguirse una figura precisa
entre tanta oscuridad, la silueta esfumada tras la puerta le era
familiar. ¿Quién podría querer arreglar un reloj o una cocina
eléctrica o una radio a estas horas de la noche?, pensó. Un
despertador quizás, si acaso se tratara de una verdadera emergencia,
algo impostergable. Pero él no creía ya en ese tipo de
supersticiones. Tomó el bastón que tenía a un costado de su silla
y, cojeando un poco, se acercó a la puerta con un júbilo algo
bastante mesurado para recibir a aquella visita inesperada.
—
¡Buenas,
mi amigo! ¿Cómo anda usted?
Al
viejo se le encendieron los ojos y estrechó al hombre entre sus
brazos. Aunque le sentaba bien pasar horas y horas en soledad, a
media luz, trabajando en cosas inútiles, la visita de su amigo era
más que bienvenida y oportuna:
El
otro se sonrió mientras le sostenía la mirada.
— No
podía dormir, como de costumbre. Todavía no me enteré que estoy
grande para trasnochar de esta forma. Pero vos no cambiás más,
Diego, querido. Pasé por tu casa y me dijo Clara que todavía
estabas acá en el taller.
— Sí,
pobre Clara. Es una mujer tan buena y yo, cada vez que puedo, la dejo
sola.
— Sí.
Pobre Clara —replicó Ariadno.
El
viejo no quería reflexionar más de lo necesario en eso, ya no. Y
menos con él. De modo que le hizo a su amigo un ademán para que
pase y cerró la puerta tras de sí.
— Tengo
algo que contarte, ¿sabés? Es una de esas curiosidades de las que a
vos te encanta hablar y debatir —dijo Diego con excitación,
rompiendo con la melancolía que brotaba en el aire— ¿Querés algo
para tomar mientras?
— Lo
mismo de siempre, mi estimado.
— Muy
bien. Sentate nomás. En un rato, estoy.
El
viejo se alejó, aquejado un poco por el cojeo, encaminado hacia el
pequeño cuarto del taller, que estaba detrás del mostrador. El
cuarto constaba de una pileta, una pequeña cocina, una heladera
portátil y una mesada improvisada. Ariadno se dirigió hacia el
fondo del local, el único rincón donde había algo de luz, tomó
asiento y se puso a examinar las cosas que había sobre el
escritorio. Además del artefacto en el que minutos atrás había
estado trabajando su amigo, había unos manuscritos que llamaron su
atención. Los tomó y comenzó a hojearlos con detenimiento y
curiosidad. Mientras tanto, Diego seguía en aquel cuartito destinado
a los quehaceres cotidianos del taller, preparando las bebidas. Como
todo lo que hacía, esto era algo científico, metódico para él.
Las medidas precisas de cada elemento, en el orden en que debían ir,
según sus parámetros. Lo disfrutaba mucho.
Luego
de unos minutos, se reunió con su amigo en el escritorio.
— Listo.
Acá lo tenés —dijo Diego presentándose con ambos vasos en una
mano, ya que con la otra se apoyaba en su bastón. Ariadno tomó el
suyo rápidamente, dándose cuenta de la dificultad de este. Luego le
dijo:
— Esto
es más que interesante, ¿sabés?
Diego
vio los manuscritos en su mano y se rió entre dientes.
— No,
no. No era esto de lo que quería hablarte.
— ¿Y
de qué se trata esto? —replicó Ariadno, divertido, agitando los
papeles.
— Esos
escritos no me pertenecen.
— ¿A
quién entonces? —preguntó.
— A
una chica que conocí hace mucho tiempo. Los dejó en mi casa el
último día que la vi, hace mucho mucho tiempo. Estaba pensando en
reenviárselos, corregidos. La verdad es que ni siquiera sé si
todavía vive: imaginate el tiempo que pasó. Pero, bueno, me dedico
a eso, ¿no? Tal vez, después de tanto tiempo, sepa apreciar el
detalle —dijo el viejo, sonriéndose, mientras se acomodaba en la
silla con esfuerzo y un leve lamento.
— ¿Hace
cuánto tiempo fue esto?
— Cuando
éramos jóvenes —se rió—. Más jóvenes que ahora, sin dudas.
— ¿Te
acordás su nombre?
— Si
mal no recuerdo, era Victoria.
— Sí.
Victoria. —Ariadno se llevó una mano a la cabeza y comenzó a
rascarla, jugando. Se quedó en silencio por unos instantes. Diego lo
miraba expectante— ¿Sabés? Yo recuerdo estos escritos. De hecho,
también estoy comenzando a recordarla a ella también.
— ¿La
conociste? —preguntó el viejo, sorprendido.
— Sí,
sí. Antes que vos tengo que suponer.
— ¿Por
qué? —inquirió este, algo molesto e incómodo con el giro que
había tomado la conversación, aunque incapaz de disimular la
curiosidad, los celos— De todas formas, no era de esto de lo que te
quería hablar, sinceramente. Pero, decime: ¿cómo la conociste
entonces?
— Fue
hace mucho tiempo, la verdad. Vos sabés…
— Sí,
sí, lo sé. Quizás tampoco quieras hablar de esto: era una chica
complicada. —Ambos se sonrieron. ¿Y quién no lo es?, pensaron—
Pero ahora que veo esto, creo que la protagonista de uno de los
escritos se parece mucho a cómo era ella: el de los sueños
progresivos. La chiquita con el cuaderno de notas. ¿No te parece? Es
decir, llegué a la conclusión de que, en ese cuaderno, la chiquita
iba anotando los momentos en que los grandes sucesos de su vida
deberían ir aconteciendo, como una agenda. El problema es que la
vida es algo impredecible y las cosas que nos pasan no dependen
solamente de nosotros. Digo, en gran parte sí lo hacen, pero hay una
gran cantidad de otros factores que apenas si podemos contemplar. Por
eso la chiquita lo miraba tan desconcertada, aquel cuaderno: porque
se borraba y se escribía solo a cada momento. Ella siempre estaba
tratando de esquematizar todo, su vida, sus proyectos, poniendo
plazos y fechas. Y ahora me pregunto cuándo fue que se le habrá
hecho pedazos ese cuaderno, a Victoria me refiero, claro. Habrá sido
un momento horrible y glorioso al mismo tiempo para ella.
Ariadno
sonreía mientras recordaba. Diego no decía nada. Algunas emociones
y viejos recuerdos se revolvieron en su pecho y lo acongojaron, pero
logró controlarlas.
— Tal
vez la conociste mejor que yo —dijo este, dándole el primer sorbo
a su bebida— No entiendo cómo pudiste sacar esa conclusión en tan
poco tiempo.
Ariadno
lo imitó, dando un trago largo.
Entre
la oscuridad que llenaba los espacios, el aire se había
entrecortado. Al viejo le costaba disimular su desconcierto y su
amigo se daba cuenta de todo esto:
— Esta
pieza en la que estás trabajando parece el corazón de un autómata.
— No
lo es, ciertamente —dijo el viejo, esbozando una sonrisa fingida,
tímida, tratando de salir de la melancolía una vez más.
— Hace
poco escuché una historia de lo más curiosa relacionada a esto que
te menciono.
— Ah,
¿sí? —comentó Diego con poco interés. Pero antes de que tuviera
posibilidad de cambiar de tema, el otro ya había comenzado su
relato:
— En
el siglo XVIII, un ingeniero, un genio científico, fanático de la
electricidad –un artista en realidad, para hacerle justicia–,
cuyo nombre no viene a colación, algo loco, oscuro, construyó un
autómata. Esta máquina, que no era más que pedazos de metal
soldados y cables, imitaba a la perfección la figura, los
movimientos y los gestos de un ser humano. Por supuesto que no tenía
voluntad, alma si querés. Seguía siendo un pedazo de metal,
técnicamente. Carecía de la facultad de sentir, emocionarse, aun
contando con un corazón fuerte y saludable, como es esta pieza que
está entre nosotros.
— Un
corazón en sentido figurado, claro —agregó Diego, un poco más
relajado, dejándose llevar por el efecto de su bebida y por la
historia que su amigo estaba desarrollando de a poco, con un talento
que siempre envidió.
— Seguro,
no hace falta aclarar —contestó Ariadno, con una sonrisa entre los
labios, y prosiguió—. Las emociones, los sentimientos, no tienen
nada que ver con el corazón, el músculo en sí mismo: están
relacionados a la psiquis. Por más inteligente que sea un mecanismo
artificial, no podría acercarse siquiera a la complejidad que
representa nuestro cerebro. De todas formas, no se trata simplemente
de eso. Este autómata tenía una facultad extraordinaria que nadie
nunca quiso o pudo explicarse: hablaba. Y no solamente eso: sus
palabras eran sabias, acertadas. La gente que sabía de su
existencia, pagaba a su dueño para ir y hablar con nuestro amigo de
lata, le pedía consejos, le hacía preguntas sobre lo que le
deparaba la vida, el destino, como quieras llamarle. Y ¿sabés qué
es lo realmente curioso de todo esto?
— ¿Qué
es? —preguntó Diego divertido, algo intrigado.
— Siempre
daba la respuesta correcta. No se equivocaba. Nunca.
Ariadno
hizo una pausa antes de volver a hablar. Diego aguardó sin decir
nada, expectante. Sabía cómo era su amigo: todavía faltaba más.
— ¡Daba
consejos! Sabios, buenos consejos. ¡Imaginate! ¡Una máquina, unos
pedazos de metal unidos por cables, un ser sin alma ni capacidad
emocional, intelectual o intuitiva, aconsejando a unos pobres seres
humanos desesperados!
— Me
cuesta un poco creer todo eso. ¿De qué libro lo sacaste? —dijo el
viejo, dándole un trago largo a su bebida e inclinándose hacia
adelante sobre el escritorio.
— Sí,
es extraño. Pero es verdad. Sin embargo —retomó Ariadno, haciendo
otra pausa—, supongamos que hubiera algún truco.
— Eso
sería un poco más lógico quizás.
— Pero
no lo es —replicó Ariadno sonriente—. De todas formas,
supongámoslo. Quisiera saber qué dice tu razonamiento lógico a
todo esto, ¿te parece?
Diego
asintió y se reclinó sobre su asiento nuevamente:
— Probame.
Ariadno
se rió y le dijo:
— ¿Tenés
idea de por qué las personas iban a verlo y a hablar con este
autómata?
— ¿Por
qué? —increpó el viejo, sin intención de hacerle notar que ya lo
había mencionado hacía unos minutos, dándole el gusto a su amigo
para que se explayara sobre este tipo de curiosidades asombrosas e
inevitables de la vida que a él le fascinaban.
— ¡Porque
siempre daba la respuesta correcta! —gritó Ariadno con un suspiro
triunfal mientras se echaba hacia atrás en su asiento con las manos
en alto, como si estuviera sosteniendo a una criatura, con una enorme
sonrisa en la cara.
Diego
se quedó mirándolo, esperando. Luego, Ariadno retomó:
— Suponiendo
que hubiera algún truco, ¿cierto? ¿Cómo es posible que siempre
tuviera la respuesta correcta? Siempre. Para cada persona. ¿Cómo
puede predecirse eso? ¿Cómo puede ser que no haya fallado aunque
sea una sola vez?
— Realmente
no sabría decirte —dijo el viejo con menos interés en descubrir
la respuesta que en escuchar de la boca de su amigo algún discurso
encantador, mágico.
— Sin
embargo, hay una respuesta lógica atrás de todo esto. Después de
mucho tiempo, llegué a verla. Es tan simple, Diego, tan hermoso todo
esto.
— Decime
entonces.
El
viejo tomó otro trago largo, tratando de seguir fingiendo que lo
divertía.
— En
cada pregunta que hacemos, todos, cualquiera de nosotros, ya tenemos
el noventa por ciento de la respuesta ahí mismo, en la misma
pregunta. Fijate en esto. No es lo mismo preguntar: ¿Dios existe?,
que preguntar: ¿Dios no existe? No es lo mismo preguntarnos: ¿Será
verdad tal cosa?, que preguntarnos: ¿Será mentira tal cosa? ¿Te
das cuenta? Uno no busca la verdad en las preguntas que se hace, sino
que busca un convencimiento, una confirmación de algo que ya intuye
o ya da por verdadero, pero no tiene el valor de aceptarlo. Uno
siempre va a creer lo que esté preparado a aceptar en el momento en
el que deba hacerlo, no más. Todas las cosas que sabemos, ya sean
muchas, ya sean pocas, sobre el mundo, sobre nosotros mismos, sobre
los demás, a lo largo de nuestras vidas, a todas podemos intuirlas,
nuestro conocimiento de estas es anterior a nuestra percepción, a
nuestra propia aceptación de las mismas; solamente en el momento en
que estamos preparados para aceptar esas verdades –entre comillas–,
podemos decir que las sabemos, en ese momento en el que podemos
aceptarlas como tales y nunca en otro, jamás.
Diego
se rascó la cabeza. Ya no lo miraba a Ariadno. Tenía la mirada fija
en el escritorio, en los papeles. Pensaba, meditaba, buscaba
recuerdos, trataba de iluminarlos con estas palabras reveladoras.
Todas las preguntas que quedaron sin responder sobre Victoria. Todas
las preguntas que nunca se animaría a hacerle a su esposa. Todas las
noches en que la dejaba sola. Las mujeres nunca están solas, alguna
vez se dijo. La soledad de Ariadno. Una soledad serena, plácida. La
soledad de quien sabe que ya nada hay que otro tenga para ofrecerle.
Bah, mentiras. Un sociópata, eso es lo que era tal vez. Se sentía
desolado ahora:
— De
todas formas, sería lindo creer que hay algo de magia en todo eso,
en algún lugar de este mundo, en algún momento de nuestra vida
—dijo Diego, de repente, para tratar de salir de esa introspección
en la que se había hundido.
— ¡Y
así es, Diego! —gritó entusiasmado Ariadno— La magia está en
el propio engaño al que nos sometemos y no otra cosa. Fuera la
respuesta que fuese, la respuesta siempre sería la correcta, porque
las personas escuchan lo que quieren que les digan, solamente eso, y
lo interpretan como quieren. La respuesta no importa en realidad.
Ariadno
hizo una pausa. El viejo no dijo nada, estaba aplastado en su silla,
reflexionando.
— ¿Querés
saber cómo lo hacía? —preguntó Ariadno divertido.
— ¿Qué
cosa? —repuso el viejo, distraído.
— ¿Cómo
logró este ingeniero llegar a esto que te digo?
— ¿Cómo
fue? Decime.
— Basándose
en el lenguaje, en la combinación de las palabras, como sistema de
símbolos, asociándolos en contenidos sensoriales. El lenguaje no es
más que un fenómeno de encadenamiento de símbolos, que depende de
los propios símbolos y de la actividad humana simbólica. Este
ingeniero (ahora ves por qué digo que era un artista) elaboró un
mecanismo que pudiera identificar y diferenciar ciertos símbolos de
otros, una descomunal cantidad de símbolos, imitando la capacidad
humana para utilizarlos, generando diferentes cadenas isotópicas,
desde miles de grupos hasta llegar a un mínimo de dos: un grupo
positivo y otro negativo. Sobre la base de esto, el autómata
elaboraba la respuesta que le resultara satisfactoria a quien fuera
que le hablara.
Ariadno
estaba a punto de explotar de la excitación que le generaba
simplemente explicar todo aquello. Lo maravillaba realmente.
Diego
no sabía bien qué decir. No tenía muchas ganas de decir nada.
— La
verdad, es asombroso —dijo, de todas formas, mientras jugaba con
unas hojas.
— Ciertamente
lo es —dijo Ariadno, notando la falta de interés del viejo.
A
Diego se le encendió la mirada. Se le ocurrió algo que le daría un
giro a esta conversación que ya no le resultaba seductora ni
graciosa:
— ¿Y
vos tenés alguna pregunta? ¿Alguna pregunta a la que no puedas
encontrarle la respuesta, que no puedas ni siquiera intuirla?
— Sé
que hay una respuesta —dijo Ariadno, ingenioso, con calma y levedad
—, pero todavía no sé cuál es la pregunta.
— Ah,
una buena declaración, debería escribirla, ¿no? —replicó Diego,
sonriendo.
Ambos
se quedaron unos minutos en silencio, vaciando los vasos.
Cada
uno estaba reflexionando, meditando algo que el otro tal vez no
podría ni siquiera imaginarse. Sin embargo, los dos estaban pensando
en Victoria.
Diego
se levantó, saliendo de aquel letargo, y apretó con fuerza su vaso,
como cerrando el puño, al sentir el dolor que le subía por la
pierna hasta su cerebro; tomó el vaso de la mano de Ariadno con algo
de brusquedad, le hizo un ademán en señal de que iba a recargar las
bebidas y se fue cojeando, olvidándose el bastón.
Un
nuevo trago, un poco más cargado, le ayudaría a olvidar el dolor
que sentía en la pierna cada vez que apoyaba su pie izquierdo en el
piso. Pero, a su vez, otra tristeza que ya no podía ocultar,
comenzaba a erizarle la piel. Un dolor mucho más hondo, irreparable.
Mientras
tanto, Ariadno se inclinó sobre el escritorio y comenzó a revolver
los papeles:
— ¿Te
molesta si le pego una hojeada a esto? —le gritó a Diego.
— No,
no, para nada —respondió este con amargura.
Luego
de un rato, Diego volvió con los vasos cargados y se arrojó sobre
su silla, no sin antes exhalar un leve lamento. Una vez sentado,
Ariadno le entregó unos papeles:
— Creo
que este debería ser el orden de los capítulos.
El
viejo lo miró, extrañado, sin comprender en un primer momento, miró
los papeles. Luego los tomó y comenzó a pasar las hojas. Era
perfecto. Casi como si no hubiera habido nunca otro orden posible,
como si él lo supiera.
Simplemente
perfecto.
— ¿Te
parece? —preguntó Diego, falaz.
— Creo
que le da más sentido al relato. Ese orden. Pero es una opinión
nomás. El escritor sos vos. Vos deberías saberlo.
— No
lo escribí yo esto. Ya te lo había dicho.
— Ah,
sí. Victoria.
— Está
muy bien, sin embargo. La verdad es que nunca se me hubiera ocurrido
ponerlos de este modo —dijo Diego, ya perplejo, rendido ante el
genio de su amigo.
Tiró
los papeles sobre el escritorio, algo molesto, en un gesto de
desprecio y desinterés, y estiró la mano hacia su vaso. Lo vació
de un sorbo.
Ariadno
lo miraba, divertido, contento. No advertía lo que le sucedía a su
viejo amigo.
Después
de un largo silencio, el viejo finalmente escupió las palabras:
— Ahora,
sabiendo esto que me contaste, tengo una pregunta para hacerte. ¿Me
podrás dar vos la respuesta correcta? —dijo, no sin angustia y
aturdimiento.
— Sí,
seguro. Puedo intentarlo. Nos conocemos hace mucho, Diego. Decime.
— Está
bien.
El
viejo abrió uno de los cajones y sacó un arma, un arma corta. La
dejó sobre el escritorio, algo nervioso, aunque con calma,
lentamente, sin apartar demasiado la mano de esta:
Ariadno
se asustó, lo miraba confundido, sin retirar los ojos de los suyos,
interrogándolo con la mirada. No sabía bien a qué venía todo eso.
— ¿Y
eso? ¿Qué es? —preguntó.
— Nos
conocemos hace mucho, sí —hizo una pausa—. Te pregunto,
entonces: ¿Desde hace cuánto que te estás acostando con Clara?
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