lunes, 1 de septiembre de 2014

Diego Furbatto









l sur del río Kapenke comenzaban las tierras de Koon Epolenk, donde habitaban los Primeros Pobladores, que desde hacía dos mil años las habían ido perdiendo frente a los invasores. Con el correr de los siglos, el reino de Eumeria se irguió entre el resto como uno de los más prósperos. En la cima del cerro Lelucat se asentaba el palacio de cinco pisos; desde cualquiera de sus siete torres se dominaban los terrenos circundantes, la ciudad, los valles, las planicies y los fértiles campos linderos al río Cristalino. Estaba rodeado por una ancha muralla de casi cinco kilómetros de perímetro, que formaba un círculo irregular protegiendo al palacio y a sus construcciones anexas: la casa de huéspedes, casas de funcionarios y las dependencias donde éstos administraban el reino, la justicia y los designios del rey; las caballerizas reales, la Gran Biblioteca rodeada de jardines y el patio de armas. Todo este área era denominado Castillo y las grandes puertas del sur se cerraban por las noches, portillas menores al este y al oeste servían para el ingreso diario de trabajadores, comida, funcionarios menores y también para algunas escapadas secretas.
      Letgrín, un muchachito esbelto, de cabello lacio, castaño claro, siempre desordenado aunque intentaba peinarlo hacia la derecha,  era muy joven aún, pero apenas aprendió a caminar y hablar, comenzó a trabajar. Había que tener mucha suerte para poder hacer algo mejor que el oficio del propio padre.  En la cocina del castillo había jerarquías, como en todos lados del palacio; de hecho era el peor lugar excepto, tal vez, los establos. Primero estaba el Chef, amo y señor de la cocina y sus alrededores. Luego venían los cocineros y después los ayudantes de cocina, todos ellos trabajadores limpios, que no tocaban la mugre y apenas limpiaban alguna gota derramada. Los lavaplatos se encargaban de dejar reluciente toda la vajilla, desde los platos y cubiertos en los cuales se servía la comida, hasta las ollas y cacerolas en las cuales se cocinaba. Por último, venían los fregoneros, los que vaciaban los platos de sus contenidos, los que les quitaban los restos de comida, los que fregaban previamente los platos con cosas muy pegadas o muy engrasados, los que sacaban la basura, los que barrían los pisos y pasaban el lampazo. Eran los últimos en abandonar la cocina, incluso cuando hacía tiempo ya que “los de arriba” estaban durmiendo. Pero incluso para fregar había jerarquías, y Letgrín no ostentaba ni de lejos el mejor puesto. Sin embargo, tenía sus ventajas: era rápido para finalizar, hábil para esquivar los objetos que le arrojaban cuando estaban demasiado lejos para indicarle errores y era muy trabajador, así que no solían meterse demasiado con él. Su padre había logrado llegar a ayudante de cocina en el turno del desayuno y almuerzo, desde poco antes del amanecer hasta pasado el cenit del sol. Cuando él se iba, comenzaba el turno de su hijo, que finalizaba cuando a la noche todo quedaba reluciente. No había día de descanso, las enfermedades se ignoraban y se asistía a trabajar normalmente, si uno no quería encontrarse con nuevos moretones, producto de algún puño que buscaba mejorarlo de su enfermedad, real o supuesta.

      No obstante la vida que le tocaba vivir, Letgrín se consideraba afortunado y era feliz. Había comenzado desde muy chico como mandadero y se conocía el castillo como la palma de su mano. Cada pasillo, cada puerta, era una aventura. Veía a los hijos de los nobles en su entrenamiento de esgrima y en sus clases de historia, etiqueta y baile; él corría por ahí sin que nadie le pusiera barreras. Cuando ellos tomaban lecciones de historia y de política, de cortesía y geografía, él exploraba los alrededores y se enteraba de secretos, allí donde un noble susurraba sin percatarse de su presencia.
      Mientras era pequeño, sus correrías se limitaban al castillo y sus alrededores, pero al crecer, un nuevo mundo se abrió a sus pies. La muralla exterior tenía más de veinte metros de alto y cinco de ancho, y él corría por ella de torre en torre, colándose entre los pies de los soldados que vigilaban y de aquellos que reposaban en el interior de cada una. Bajo la protección de las torres descansaba lo que fue la primera ciudad, hoy demolida y reemplazada por fastuosas propiedades insertas en la ladera, pertenecientes a la nobleza y a ricos e influyentes comerciantes, rodeadas de bellos vergeles con exóticas flores, todas con excelente gusto pero sin respetar orden ni urbanización. En el sector oeste, separado por enormes plazas, jardines y un bosquecito de arrayanes, se encontraban el mercado y los talleres de los artesanos que proveían artículos exclusivos y suntuosos a la corte y la nobleza. La Puerta Este, que estaba ubicada al sudeste de la edificación,  era la más importante y normalmente se encontraba cerrada, se la utilizaba para eventos que requerían que se cumpliera el protocolo rigurosamente. A la vera del camino que unía ésta con la puerta del castillo, grandes parques y floridos jardines distendían la vista del viajero. En las caras oeste y sur había varias portezuelas menores que, en tiempos de paz, permanecían abiertas (aunque vigiladas). Al sur se asentaban las barracas de soldados, sus caballerizas, patio de entrenamiento, algunas tabernas, las casas de los soldados de mayor rango y de algunos funcionarios menores. Fuera de la protección de piedra, se extendía la ciudad mayor, con su edificación planificada siguiendo el ejemplo de Choique. El caserío se extendía hacia el sur hasta el río Cristalino, donde se asentaba el puerto. Por decreto del Rey las tierras del Este se mantenían vírgenes, con sus laderas, planicies y bosques. Al oeste estaban los campos cultivados y enormes zonas de pastoreo, donde los animales engordaban protegidos por corrales de madera.
      Letgrín solía inventarse tiempo libre para explorar con la excusa de “encargos” del Chef que nadie se molestaba en verificar. Le fascinaba la doble muralla del norte, donde era común encontrarlo sumido en sus sueños mientras sus ojos miraban sin parpadear la maravillosa obra arquitectónica. Los muros de roca corrían paralelos, a lo largo del kilómetro que medía la falla que los separaba. La tierra se abría como si hubiera recibido un hachazo de los dioses, creando un profundo abismo donde descargaba un río subterráneo. Las paredes de la angostura caían verticalmente hasta donde alcanzaba la vista, y el sol del mediodía apenas iluminaba el agua, que se perdía en la montaña nuevamente, para surgir en distintos puntos que eran aprovechados para llevar agua al castillo y la ciudad. Ambas murallas se unían en los extremos con sendos puentes de piedra, que atravesaban los cincuenta metros que separaban una de otra. El paso entre ambas estaba protegido por una torre en la cabecera de cada puente donde, según rezaba el saber popular, se escondía un mecanismo que permitía derrumbarlos en caso de peligro, aislando un ejército invasor que pudiera dominar la primera muralla. A lo largo de todo el kilómetro había seis puentes de madera que comunicaban las dos tapias, y eran de fácil remoción en caso de emergencia.
      En uno de sus tantos paseos por la ciudad interior, como le decían al barrio de los ricos e influyentes,Letgrín conoció al hijo de un noble, apenas cuatro años mayor que él, más robusto, de cabellos oscuros y ensortijados, que se había quedado sin comer producto de un castigo impuesto por su tutor. Letgríntenía un pedazo de queso, pan y una manzana, productos de una incursión previa por la cocina. Le dio pena el muchacho, se acercó cabizbajo y le ofreció la comida, fuera de la vista del tutor y de sus compañeros de estudio. El joven noble lo aceptó y comió con avidez; ese fue el comienzo de una alianza fructífera.
      Por sus diferentes situaciones sociales, difícilmente podrían ser amigos, pero sí compinches. Letgríncompartía alguna comida extra, LeFleur lo adiestraba en el uso de la espada. Por cierto, LeFleur era un pésimo espadachín, de ahí sus constantes castigos y su enemistad con el Maestro de Armas, pero en cambio, era un excelente instructor. Aquellos lances y defensas que le resultaban imposibles de practicar, los transmitía con una asombrosa facilidad. El jovenfregonero tenía la habilidad propia de la necesidad y se perfeccionaba día a día.
      Letgrín jamás hubiera consentido que lo obligaran a tomar clases de política o historia, hubiera huido a cualquier lugar; sin embargo, tal como le contaba las cosas LeFleur, no se perdía nada. El joven noble, todo lo transformaba en un relato atrapante, con secretos de alcoba, engaños, mentiras y traiciones. Y así, sin saberlo, aleccionaba al joven mozo de cocina.
      Letgrín contribuía al excesivo deseo de LeFleur por las golosinas, razón por la cual nadie podía comprender cómo, a pesar de la dieta y los ejercicios, aumentaba de peso.
      Alicio era un insoportable aspirante a caballero, eximio en el uso de todas las armas, alto, de pecho ancho y brazos fuertes, cuidados cabellos claros que caían por sus hombros o retenía en una coleta, vestía con la elegancia que proporciona la riqueza. Era algo mayor que LeFleur y definitivamente lo había tomado como blanco de todas sus bromas. Como todos los aspirantes de familia acomodada, Alicio se alojaba en las barracas de los nobles en el propio palacio, aunque la propiedad de su familia estuviera muy cerca. Era un privilegio que no se cansaba de disfrutar, ufanándose de sus riquezas, su habilidad y su promisorio futuro. No perdía ocasión de humillar aLeFleur, a solas o delante de sus compañeros, pero con especial saña cuando había exhibiciones ante cortesanos, aunque fueran los de menor ralea.
      Había pasado un año de compañerismo entreLetgrín y LeFleur, en el que establecieron cómodas rutinas que satisfacían a ambos, cuando se presentó la oportunidad de sellar la alianza con algo más que charlas, promesas, entrenamientos y sueños. Combinando sus conocimientos y sus aptitudes planearon una venganza.
      En la fiesta de la primavera, los cadetes hacían su Primera Justa, una suerte de examen donde se medían sus habilidades ecuestres, de esgrima, y sus conocimientos de política e historia. La ausencia no era aceptable, ni siquiera por enfermedad grave. Se consideraba una muestra de cobardía no presentarse.
      Letgrín sabía que Alicio era alérgico a la miel, ya que en la cocina se tenía especial cuidado al servir su comida. LeFleur redactó una carta melosa, la perfumó y la firmó como la Princesa Kaith. Juntó también un ramo de hermosas flores, que Letgrín untó en miel. Luego preparó dos bombones de miel, exquisitos bocados de fácil preparación y dio un goloso mordiscón a uno; también dispuso un plato de inocentes galletas dulces en base a melaza. Abandonó la cocina con su botín culinario escondido, caminando con total naturalidad. Valiéndose del anonimato de su puesto y su conocimiento de los pasillos, pudo llegar a la habitación de Alicio sin que nadie lo notase. En cuanto dobló el primer pasillo ingresó a un salón que se encontraba vacío, era de vastas dimensiones y se utilizaba para tratar temas relacionados al reino; era donde el Edecán recibía las quejas y reclamos antes de trasladarlos al Rey. El muchacho salió por una portezuela oculta tras grandes cortinados y el nuevo pasillo lo llevó directamente al patio de las lavanderas.  Echó un vistazo hacia arriba y verificó que nadie estuviera mirando. En esa ala del palacio sólo había tres pisos, en los que se alojaba la servidumbre, estaban los salones de costura y talleres de mantenimiento. Un error en la construcción original nunca pudo corregirse y las estancias de ese sector siempre eran húmedas y frías, incluso en verano. Antes que demolerlas, se optó por dárselas a aquellos de menor jerarquía. Letgrín abandonó el patio por el otro extremo, ingresando a un corredor por el cual corrió lo más rápido que pudo, ya que daba a las criptas y el frío del lugar alimentaba historias de fantasmas, espectros y otros seres terroríficos; nadie en su sano juicio transitaba el lugar por propia decisión y los guardias se jugaban sus turnos a los dados, con la esperanza de evitar pasar la noche allí. Llegó al Salón de Recepción, esquivando dependencias de funcionarios; a este recinto ingresaba el visitante luego de subir veinticinco escalones de piedra que requerían tres pasos de adulto para recorrer el ancho de cada uno. Enormes columnas sostenían el centro mismo de la fortaleza, coronado por la torre más alta, por encima del quinto y último piso. El suelo estaba embaldosado en cuadrados blancos y negros, dando una sensación de inmensidad interminable; los ventanales que daban a la parte trasera permitían el ingreso del sol vespertino, que se reflejaba en los grandes espejos de bronce bruñido de los laterales, dando la sensación de que todo estaba bañado en oro. Ante la mirada reprobatoria de los guardias y del personal que estaba limpiando, se escabulló a través de una puerta lateral que daba a otro pasillo, que llevaba a más oficinas llenas de escritorios, sillas y sillones, papeles, plumas, velas y, de vez en cuando, estanterías llenas de reportes de cosechas y tributos prolijamente encuadernadas. Al fin salió a los jardines y volvió a ingresar al castillo por la puerta que utilizaban las sirvientas para limpiar las habitaciones de los aspirantes. Allí lo esperaban las flores, ocultas donde le había dicho LeFleur. Escondiendo su nerviosismo tras una máscara de fingida inocencia, subió las escaleras con paso tranquilo y sereno. Habiéndose asegurado de que nadie lo veía, salió al alfeizar de la ventana y por la ancha cornisa avanzó, oculto por las sombras de la torre vecina. Tres aberturas después ingresó al dormitorio de Alicio, dejó las galletitas y las flores con la nota sobre la cama y salió nuevamente, cuidando que los bombones no cayesen de sus bolsillos. Se sentó a esperar en el tejado, protegido de la vista de cualquier curioso. Necesitaba que todo funcionara a la perfección, el castigo sería demasiado cruel si su ausencia de la cocina se notaba; sólo por faltar a su puesto lo esperaría un escarmiento, pero sobre todo, no podía arriesgarse a que lo asociaran con lo que estaba por suceder.
      No tuvo que esperar demasiado ya que todos se acostaban temprano esa noche de víspera de la Primera Justa; alertado por la vela que iluminó la estancia, se acomodó para espiar. Alicio entró, vio las flores, las olió y estornudó. Leyó la carta y las volvió a oler, luego comió vorazmente las galletas, con su mente vagando en danzas y besos con la princesa. La alergia se manifestó de inmediato, comenzó con estornudos más y más frecuentes, luego empezó a faltarle el aire y al final, no podía respirar. Cuando salió a los tropezones de la habitación en busca de ayuda, Letgrín ingresó por la ventana nuevamente, escondió los bocados de miel como si se pretendiese que no se encontraran. Recogió el plato, los restos de las galletas y hasta sus migas, las flores y la carta, y huyó con urgente sigilo.
      Alicio perdió su prueba y, junto con ella, su honor y credibilidad. La princesa se encontraba fuera del reino y, evidentemente, no le había escrito ninguna carta, los bocados de miel habían aparecido y uno de ellos estaba mordido. Era más que evidente para todos que, por alguna razón, su temor le impedía pasar la prueba y pretendió fingir la enfermedad y escudarse en una mentira para ser eximido, suponiendo que la nobleza de su Casa lo protegería. LeFleur asistió y reprobó la prueba, lo cual no fue ninguna sorpresa para nadie. Sin embargo, su satisfacción duró años. Pocos meses después, Alicio abandonó el reino para unirse a los Guardias de Frontera, jurando por todos los dioses que su versión era cierta y prometiendo volver para lavar su honor.
      Letgrín sintió la avasalladora energía del triunfo y el deber cumplido, ese sentimiento lo alentaría, en el futuro, a ir por más.

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