l sur
del río Kapenke comenzaban las tierras de Koon Epolenk,
donde habitaban los Primeros Pobladores, que desde hacía dos mil
años las habían ido perdiendo frente a los invasores. Con el correr
de los siglos, el reino de Eumeria se irguió entre el
resto como uno de los más prósperos. En la cima del
cerro Lelucat se asentaba el palacio de cinco pisos; desde
cualquiera de sus siete torres se dominaban los terrenos
circundantes, la ciudad, los valles, las planicies y los fértiles
campos linderos al río Cristalino. Estaba rodeado por una ancha
muralla de casi cinco kilómetros de perímetro, que formaba un
círculo irregular protegiendo al palacio y a sus construcciones
anexas: la casa de huéspedes, casas de funcionarios y las
dependencias donde éstos administraban el reino, la justicia y los
designios del rey; las caballerizas reales, la Gran Biblioteca
rodeada de jardines y el patio de armas. Todo este área
era denominado Castillo y las grandes puertas del sur se cerraban por
las noches, portillas menores al este y al oeste servían para el
ingreso diario de trabajadores, comida, funcionarios menores y
también para algunas escapadas secretas.
Letgrín,
un muchachito esbelto, de cabello lacio, castaño claro, siempre
desordenado aunque intentaba peinarlo hacia la derecha, era muy
joven aún, pero apenas aprendió a caminar y hablar, comenzó a
trabajar. Había que tener mucha suerte para poder hacer algo mejor
que el oficio del propio padre. En la cocina del castillo había
jerarquías, como en todos lados del palacio; de hecho era el peor
lugar excepto, tal vez, los establos. Primero estaba el Chef, amo y
señor de la cocina y sus alrededores. Luego venían los cocineros y
después los ayudantes de cocina, todos ellos trabajadores limpios,
que no tocaban la mugre y apenas limpiaban alguna gota derramada. Los
lavaplatos se encargaban de dejar reluciente toda la vajilla,
desde los platos y cubiertos en los cuales se servía la
comida, hasta las ollas y cacerolas en las cuales se cocinaba. Por
último, venían los fregoneros, los que vaciaban los platos de
sus contenidos, los que les quitaban los restos de comida, los que
fregaban previamente los platos con cosas muy pegadas o muy
engrasados, los que sacaban la basura, los que barrían los pisos y
pasaban el lampazo. Eran los últimos en abandonar la cocina, incluso
cuando hacía tiempo ya que “los de arriba” estaban durmiendo.
Pero incluso para fregar había jerarquías, y Letgrín no
ostentaba ni de lejos el mejor puesto. Sin embargo, tenía sus
ventajas: era rápido para finalizar, hábil para esquivar los
objetos que le arrojaban cuando estaban demasiado lejos para
indicarle errores y era muy trabajador, así que no solían meterse
demasiado con él. Su padre había logrado llegar a ayudante de
cocina en el turno del desayuno y almuerzo, desde poco antes del
amanecer hasta pasado el cenit del sol. Cuando él se iba, comenzaba
el turno de su hijo, que finalizaba cuando a la noche todo quedaba
reluciente. No había día de descanso, las enfermedades se ignoraban
y se asistía a trabajar normalmente, si uno no quería encontrarse
con nuevos moretones, producto de algún puño que buscaba mejorarlo
de su enfermedad, real o supuesta.
No obstante la vida que le tocaba vivir, Letgrín se consideraba afortunado y era feliz. Había comenzado desde muy chico como mandadero y se conocía el castillo como la palma de su mano. Cada pasillo, cada puerta, era una aventura. Veía a los hijos de los nobles en su entrenamiento de esgrima y en sus clases de historia, etiqueta y baile; él corría por ahí sin que nadie le pusiera barreras. Cuando ellos tomaban lecciones de historia y de política, de cortesía y geografía, él exploraba los alrededores y se enteraba de secretos, allí donde un noble susurraba sin percatarse de su presencia.
Mientras
era pequeño, sus correrías se limitaban al castillo y sus
alrededores, pero al crecer, un nuevo mundo se abrió a sus pies. La
muralla exterior tenía más de veinte metros de alto y cinco de
ancho, y él corría por ella de torre en torre, colándose entre los
pies de los soldados que vigilaban y de aquellos que reposaban en el
interior de cada una. Bajo la protección de las torres descansaba lo
que fue la primera ciudad, hoy demolida y reemplazada por fastuosas
propiedades insertas en la ladera, pertenecientes a la nobleza y a
ricos e influyentes comerciantes, rodeadas de bellos vergeles con
exóticas flores, todas con excelente gusto pero sin respetar orden
ni urbanización. En el sector oeste, separado por enormes plazas,
jardines y un bosquecito de arrayanes, se encontraban el mercado y
los talleres de los artesanos que proveían artículos exclusivos y
suntuosos a la corte y la nobleza. La Puerta Este, que estaba ubicada
al sudeste de la edificación, era la más importante y
normalmente se encontraba cerrada, se la utilizaba para eventos que
requerían que se cumpliera el protocolo rigurosamente. A la vera del
camino que unía ésta con la puerta del castillo, grandes parques y
floridos jardines distendían la vista del viajero. En las caras
oeste y sur había varias portezuelas menores que, en tiempos de paz,
permanecían abiertas (aunque vigiladas). Al sur se asentaban las
barracas de soldados, sus caballerizas, patio de entrenamiento,
algunas tabernas, las casas de los soldados de mayor rango y de
algunos funcionarios menores. Fuera de la protección de piedra, se
extendía la ciudad mayor, con su edificación planificada siguiendo
el ejemplo de Choique. El caserío se extendía hacia el sur
hasta el río Cristalino, donde se asentaba el puerto. Por decreto
del Rey las tierras del Este se mantenían vírgenes, con sus
laderas, planicies y bosques. Al oeste estaban los campos cultivados
y enormes zonas de pastoreo, donde los animales engordaban protegidos
por corrales de madera.
Letgrín solía
inventarse tiempo libre para explorar con la excusa de “encargos”
del Chef que nadie se molestaba en verificar. Le fascinaba la doble
muralla del norte, donde era común encontrarlo sumido en sus sueños
mientras sus ojos miraban sin parpadear la maravillosa obra
arquitectónica. Los muros de roca corrían paralelos, a lo largo del
kilómetro que medía la falla que los separaba. La tierra se abría
como si hubiera recibido un hachazo de los dioses, creando un
profundo abismo donde descargaba un río subterráneo. Las paredes de
la angostura caían verticalmente hasta donde alcanzaba la vista, y
el sol del mediodía apenas iluminaba el agua, que se perdía en la
montaña nuevamente, para surgir en distintos puntos que eran
aprovechados para llevar agua al castillo y la ciudad. Ambas murallas
se unían en los extremos con sendos puentes de piedra, que
atravesaban los cincuenta metros que separaban una de otra. El paso
entre ambas estaba protegido por una torre en la cabecera de cada
puente donde, según rezaba el saber popular, se escondía un
mecanismo que permitía derrumbarlos en caso de peligro, aislando un
ejército invasor que pudiera dominar la primera muralla. A lo largo
de todo el kilómetro había seis puentes de madera que comunicaban
las dos tapias, y eran de fácil remoción en caso de emergencia.
En
uno de sus tantos paseos por la ciudad interior, como le decían al
barrio de los ricos e influyentes,Letgrín conoció al hijo de
un noble, apenas cuatro años mayor que él, más robusto, de
cabellos oscuros y ensortijados, que se había quedado sin comer
producto de un castigo impuesto por su tutor. Letgríntenía un
pedazo de queso, pan y una manzana, productos de una incursión
previa por la cocina. Le dio pena el muchacho, se acercó cabizbajo y
le ofreció la comida, fuera de la vista del tutor y de sus
compañeros de estudio. El joven noble lo aceptó y comió con
avidez; ese fue el comienzo de una alianza fructífera.
Por
sus diferentes situaciones sociales, difícilmente podrían ser
amigos, pero sí compinches. Letgríncompartía alguna comida
extra, LeFleur lo adiestraba en el uso de la espada. Por
cierto, LeFleur era un pésimo espadachín, de ahí sus
constantes castigos y su enemistad con el Maestro de Armas, pero en
cambio, era un excelente instructor. Aquellos lances y defensas que
le resultaban imposibles de practicar, los transmitía con una
asombrosa facilidad. El jovenfregonero tenía la habilidad
propia de la necesidad y se perfeccionaba día a día.
Letgrín jamás
hubiera consentido que lo obligaran a tomar clases de política o
historia, hubiera huido a cualquier lugar; sin embargo, tal como le
contaba las cosas LeFleur, no se perdía nada. El joven noble,
todo lo transformaba en un relato atrapante, con secretos de
alcoba, engaños, mentiras y traiciones. Y así, sin saberlo,
aleccionaba al joven mozo de cocina.
Letgrín contribuía
al excesivo deseo de LeFleur por las golosinas, razón por
la cual nadie podía comprender cómo, a pesar de la dieta y los
ejercicios, aumentaba de peso.
Alicio era
un insoportable aspirante a caballero, eximio en el uso de todas las
armas, alto, de pecho ancho y brazos fuertes, cuidados cabellos
claros que caían por sus hombros o retenía en una coleta, vestía
con la elegancia que proporciona la riqueza. Era algo mayor
que LeFleur y definitivamente lo había tomado como blanco
de todas sus bromas. Como todos los aspirantes de familia
acomodada, Alicio se alojaba en las barracas de los nobles
en el propio palacio, aunque la propiedad de su familia estuviera muy
cerca. Era un privilegio que no se cansaba de disfrutar, ufanándose
de sus riquezas, su habilidad y su promisorio futuro. No perdía
ocasión de humillar aLeFleur, a solas o delante de sus compañeros,
pero con especial saña cuando había exhibiciones ante cortesanos,
aunque fueran los de menor ralea.
Había
pasado un año de compañerismo entreLetgrín y LeFleur, en
el que establecieron cómodas rutinas que satisfacían a ambos,
cuando se presentó la oportunidad de sellar la alianza con algo más
que charlas, promesas, entrenamientos y sueños. Combinando sus
conocimientos y sus aptitudes planearon una venganza.
En
la fiesta de la primavera, los cadetes hacían su Primera Justa, una
suerte de examen donde se medían sus habilidades ecuestres, de
esgrima, y sus conocimientos de política e historia. La ausencia no
era aceptable, ni siquiera por enfermedad grave. Se consideraba una
muestra de cobardía no presentarse.
Letgrín sabía
que Alicio era alérgico a la miel, ya que en la cocina se
tenía especial cuidado al servir su comida. LeFleur redactó
una carta melosa, la perfumó y la firmó como la Princesa Kaith.
Juntó también un ramo de hermosas flores, que Letgrín untó
en miel. Luego preparó dos bombones de miel, exquisitos bocados de
fácil preparación y dio un goloso mordiscón a uno; también
dispuso un plato de inocentes galletas dulces en base a melaza.
Abandonó la cocina con su botín culinario escondido, caminando con
total naturalidad. Valiéndose del anonimato de su puesto y su
conocimiento de los pasillos, pudo llegar a la habitación
de Alicio sin que nadie lo notase. En cuanto dobló el
primer pasillo ingresó a un salón que se encontraba vacío, era de
vastas dimensiones y se utilizaba para tratar temas relacionados al
reino; era donde el Edecán recibía las quejas y reclamos antes de
trasladarlos al Rey. El muchacho salió por una portezuela oculta
tras grandes cortinados y el nuevo pasillo lo llevó directamente al
patio de las lavanderas. Echó un vistazo hacia arriba y
verificó que nadie estuviera mirando. En esa ala del palacio sólo
había tres pisos, en los que se alojaba la servidumbre, estaban los
salones de costura y talleres de mantenimiento. Un error en la
construcción original nunca pudo corregirse y las estancias de ese
sector siempre eran húmedas y frías, incluso en verano. Antes que
demolerlas, se optó por dárselas a aquellos de menor
jerarquía. Letgrín abandonó el patio por el otro
extremo, ingresando a un corredor por el cual corrió lo más rápido
que pudo, ya que daba a las criptas y el frío del lugar alimentaba
historias de fantasmas, espectros y otros seres terroríficos; nadie
en su sano juicio transitaba el lugar por propia decisión y los
guardias se jugaban sus turnos a los dados, con la esperanza de
evitar pasar la noche allí. Llegó al Salón de Recepción,
esquivando dependencias de funcionarios; a este recinto ingresaba el
visitante luego de subir veinticinco escalones de piedra que
requerían tres pasos de adulto para recorrer el ancho de cada uno.
Enormes columnas sostenían el centro mismo de la fortaleza, coronado
por la torre más alta, por encima del quinto y último piso. El
suelo estaba embaldosado en cuadrados blancos y negros, dando una
sensación de inmensidad interminable; los ventanales que daban a la
parte trasera permitían el ingreso del sol vespertino, que se
reflejaba en los grandes espejos de bronce bruñido de los laterales,
dando la sensación de que todo estaba bañado en oro. Ante la mirada
reprobatoria de los guardias y del personal que estaba limpiando, se
escabulló a través de una puerta lateral que daba a otro pasillo,
que llevaba a más oficinas llenas de escritorios, sillas y sillones,
papeles, plumas, velas y, de vez en cuando, estanterías llenas de
reportes de cosechas y tributos prolijamente encuadernadas. Al fin
salió a los jardines y volvió a ingresar al castillo por la puerta
que utilizaban las sirvientas para limpiar las habitaciones de los
aspirantes. Allí lo esperaban las flores, ocultas donde le había
dicho LeFleur. Escondiendo su nerviosismo tras una máscara de
fingida inocencia, subió las escaleras con paso tranquilo y sereno.
Habiéndose asegurado de que nadie lo veía, salió al alfeizar de la
ventana y por la ancha cornisa avanzó, oculto por las sombras de la
torre vecina. Tres aberturas después ingresó al
dormitorio de Alicio, dejó las galletitas y las flores con la
nota sobre la cama y salió nuevamente, cuidando que los bombones no
cayesen de sus bolsillos. Se sentó a esperar en el tejado, protegido
de la vista de cualquier curioso. Necesitaba que todo funcionara a la
perfección, el castigo sería demasiado cruel si su ausencia de la
cocina se notaba; sólo por faltar a su puesto lo esperaría un
escarmiento, pero sobre todo, no podía arriesgarse a que lo
asociaran con lo que estaba por suceder.
No
tuvo que esperar demasiado ya que todos se acostaban temprano esa
noche de víspera de la Primera Justa; alertado por la vela que
iluminó la estancia, se acomodó para espiar. Alicio entró,
vio las flores, las olió y estornudó. Leyó la carta y las volvió
a oler, luego comió vorazmente las galletas, con su mente vagando en
danzas y besos con la princesa. La alergia se manifestó de
inmediato, comenzó con estornudos más y más frecuentes, luego
empezó a faltarle el aire y al final, no podía respirar. Cuando
salió a los tropezones de la habitación en busca de
ayuda, Letgrín ingresó por la ventana nuevamente,
escondió los bocados de miel como si se pretendiese que no se
encontraran. Recogió el plato, los restos de las galletas y hasta
sus migas, las flores y la carta, y huyó con urgente sigilo.
Alicio perdió
su prueba y, junto con ella, su honor y credibilidad. La princesa se
encontraba fuera del reino y, evidentemente, no le había escrito
ninguna carta, los bocados de miel habían aparecido y uno de ellos
estaba mordido. Era más que evidente para todos que, por alguna
razón, su temor le impedía pasar la prueba y pretendió fingir la
enfermedad y escudarse en una mentira para ser eximido, suponiendo
que la nobleza de su Casa lo protegería. LeFleur asistió
y reprobó la prueba, lo cual no fue ninguna sorpresa para nadie. Sin
embargo, su satisfacción duró años. Pocos meses
después, Alicio abandonó el reino para unirse a los
Guardias de Frontera, jurando por todos los dioses que su versión
era cierta y prometiendo volver para lavar su honor.
Letgrín sintió
la avasalladora energía del triunfo y el deber cumplido, ese
sentimiento lo alentaría, en el futuro, a ir por más.
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