DEl
espejo roto
Carlos
Enrique Saldivar
Dieguito siempre fue problemático. Incluso desde que nació. Le
provocó a su madre una severa hemorragia que derivó en un coma
terminal. La mujer murió al cabo de un mes y el niño quedó al
cuidado exclusivo de su padre. El hombre era dueño de una enorme
compañía que fabricaba espejos y adornos de sala, pasaba sus días
sumido en infinidad de negociaciones, las cuales absorbían casi todo
su tiempo. Por ende, no podía criar al infante.
Dieguito se tornó demasiado travieso, muchas nanas renunciaron a su
cuidado. Cuando el chiquillo cumplió tres años, le mordió la oreja
a una de ellas. A los cinco, le clavó un lapicero en el pie a otra.
A los siete, quemó varias habitaciones de su casa. Su padre decidió
entonces llevarlo a un psicólogo. El profesional le dijo al adulto
que el culpable de todo era él, por no prestarle al chico la
atención necesaria y que este corría el riesgo de convertirse en un
sociópata, o tal vez en algo peor.
—No puede ser —dijo el padre—. Necesito alguien que se haga
cargo de la empresa cuando yo me jubile.
Dieguito le brindaba una mirada de adoración;
siempre se portaba bien en frente de su progenitor. El psicólogo se
preocupó aún más, dijo:
—Usted tiene que estar a su lado el mayor tiempo posible. Intente
llevarlo a su empresa, hágase un espacio y juegue con él, ya verá
que Diego cambia.
—Ni hablar —dijo el padre—. A Diego tiene que criarlo una
mujer, a mí me cuidó mi nana, las cosas en la compañía no van tan
bien como yo quisiera, si me descuido ahora perdería gran parte de
lo que he conseguido. Cumpla con su deber, ocúpese de mi muchacho,
derívelo a un médico, quizá algún tratamiento, ¡algo!
El psicólogo bajó la cabeza y dio el caso por perdido.
Antes de salir, el niño le dejó un obsequio al
doctor. Luego de que padre e hijo se fuesen, el profesional abrió la
caja que contenía el presente. Había un pajarito muerto, con varios
alfileres clavados en su cuerpecillo. El hombre vomitó.
Una vez cierta niñera le contó a Dieguito que si
una persona rompía un espejo dentro de una casa, al propietario le
aguardaban cinco años de mala suerte. El niño conservó esas frases
en su memoria.
Cuando el niño cumplió ocho años, su padre lo llevó a la
residencia de su nueva pareja.
«Ella es una
excelente persona, no sabes cómo he esperado este momento, te
agradará conocerla, por favor, Diego, compórtate»,
había dicho el adulto.
El pequeño intuía de qué se trataba.
«Una arribista
intenta conquistar a mi papá. No sabes lo que te espera, zorra».
Su progenitor le presentó a su novia, al igual que él, una
empresaria del mundo de los espejos, y de los muebles. Su casa estaba
llena de ambos objetos, de toda clase y textura.
—Ven, Juan, te mostraré la terraza —dijo la mujer.
—Vamos, Diego —dijo el hombre.
—No quiero.
—No importa, que se quede un rato en la sala
—dijo la dama con serenidad.
—Pórtate bien, hijo, ya vuelvo.
El niño se quedó solo; con una cuchilla de
afeitar comenzó a rayar los muebles de madera y tela. En ese momento
contempló un inmenso espejo en el centro de la sala.
«Cinco años de mala
suerte para ti, prostituta»
Con poco esfuerzo logró derribar el espejo de su base, quebrándolo
en infinidad de pedazos.
Se rió.
De los trozos de vidrio emergió una siniestra figura.
¿Qué?
Era él mismo, naciendo del espejo roto.
¡NO!
Su gemelo lo cogió de la camisa y lo jaló con él dentro de un
remolino que se había formado en el suelo. Lo regresó al mundo
demoniaco del cual Diego nunca debió salir.
Lima, octubre de 2011
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