CALIXTO
Se
sentía poderoso. Algo en su interior lo llevaba a intuir que era el elegido, el ejemplo a seguir
por todos los hombres del mundo.
Había tomado los
hábitos hacia más de 25 años y estaba seguro de haberlos honrado por completo.
Su misión estaba a
punto de concluir; podía decirse ya, que su destino en la Tierra estaba por
realizarse. Los paganos que no habían podido aceptar la fe de Cristo iban a ser
ejecutados por mandato divino mediante la mano del mortal elegido por Dios: él.
De nada habían
servido las súplicas de otros sacerdotes: jesuitas, franciscanos, de todas
formas la autoridad máxima en esas tierras abandonadas por la civilización era
él. Dios así lo había dispuesto, cuando realizó el "pacto sagrado"
hacia 20 años.
En su memoria se
mantenía fresca aún esa escena: él rezando, pidiendo ser el instrumento del
Señor para erradicar el paganismo y la herejía, y aquel ángel celestial que
Dios había enviado para nombrarlo su "extensión divina en la Tierra" a cambio de su
alma inmortal. Las palabras de aquel ángel aún resonaban:"Dios necesita tu
temple, tu fuerza, tu odio canalizado en energía para destruir toda blasfemia
contra el Señor y sus huestes divinas; No serás comprendido, serás odiado por
los tuyos que te señalaran con el dedo acusador, pero tendrás poder, nadie
podrá tocarte jamás ,serás temido y llegarás a cumplir tu misión: erradicarás
las creencias que atenten contra la fe católica...no sentirás piedad, así como
tampoco la sintió Dios cuando destruyó Sodoma y Gomorra."
De nada habían
valido los consejos de sus hermanos tratando de convencerlo que el diablo había
tomado la forma del señor para confundirlo, para llevarlo al mal...eran puras
mentiras, calumnias para alejarlo de su verdadera misión.
La realidad fue que
el Hermano Calixto comenzó a ascender en la orden episcopal; contra toda
corriente fue bien visto por la
Iglesia, ganando la confianza de altos obispos y cardenales.
Cuando
en 1569 fue nombrado por el Cardenal Espinosa – autoridad principal del
Tribunal del Santo Oficio de España— Inquisidor principal del Santo Oficio en
las Indias, sintió que Dios le daba la máxima oportunidad para probar su
accionar en defensa del Catolicismo.
En sólo tres años
había sometido a juicio a más de dos mil personas: judíos, protestantes,
mestizos, e incluso indios—a los que consideraba totalmente paganos--.
En todos los casos
aplicaba severos castigos; no sólo buscaba que el reo se arrepintiese de sus
pecados e implorase la piedad del Señor, buscaba además ejemplificar su
accionar mostrando el sufrimiento que padecería quien desafiase a Dios y
al poder conferido por éste a su persona.
A pesar de ser tres
los inquisidores que integraban el tribunal, Calixto inexplicablemente tomó el
control y el poder; todos le temían y respetaban, su palabra era la palabra del
Creador.
Las torturas
empleadas desafiaban toda lógica; por otra parte España parecía no enterarse
del accionar religioso en las Indias, o bien si lo sabia, se deducía claramente
que no existía oposición a ese actuar; es más, llegaban cédulas reales
que elogiaban la labor evangelizadora del tribunal, lo cual confería a Calixto
más poder aún.
Muchos judíos fueron
crucificados, desnudados en público y flagelados, pero la herejía fue menos
castigada que la apostasía cuya pena consistía en el tormento del potro y la
decapitación pública.
Los textos herejes,
blasfemos y paganos fueron destruidos, al igual que los templos e iconos que
según el padre Calixto adoraban a Satanás.
Pero
hoy su misión casi culminaba: quedaba una sola ejecución en masa, luego iría a
Roma y sería nombrado Obispo. Así Dios le señalaba el camino correcto.
Ochenta personas
incluyendo judíos, mestizos y la gran mayoría indios, serian incinerados en
público. Entre ellos había al menos veinte o más niños y mujeres embarazadas.
La edad y sexo según el hermano Calixto no tenia importancia, ya que Lucifer
buscaba habitar en cualquier ser sin distinción de edad, raza o sexo.
Salió de su
habitación vistiendo su hábito de ejecución preferido: la negra y larga sotana,
la Biblia
y las gruesas cadenas de oro que sostenían un crucifijo del tamaño de un puño
hecho de oro puro con incrustación de rubíes.
La plaza estaba
adornada como un circo romano: en el centro de la misma había una gran pira en
forma de anillo cuya cavidad dejaba lugar para la gran cantidad de estacas
preparadas para atar a los condenados.
Alrededor de la pira
y en primer plano estaban los asientos principales destinados al Tribunal, sus
asesores y miembros de la alta sociedad hispánica. Detrás y a los costados se
ubicaba la plebe.
Sólo faltaba que
tomaran asiento los inquisidores; cuando Calixto apareció en escena los otros
dos miembros del tribunal se acercaron a él, dirigiéndose el trío hacia sus
asientos. Se notaba ampliamente la diferencia jerárquica entre los miembros del
tribunal a simple vista.
De pie, Calixto hizo
la señal a los soldados para que trajesen a los reos. Ante él –aún de
pie—desfilaron ochenta personas encadenadas, lastimadas y ultrajadas.
En la mirada de las
víctimas se notaba la fiereza con la cual habían sido tratados, el hambre de
los niños y por sobre todo el pánico...el tremendo pánico a morir.
Algo llamó la
atención del inquisidor: una india –a pesar de sus pesadas cadenas—llevaba algo
que apretaba con fuerza contra su pecho, además su semblante no denotaba tanto
pánico ni desazón como el de los demás.
--Alto! – sentenció
hacia los soldados—decidme que lleva en sus manos esa india.
Los soldados se
abalanzaron sobre la indígena quien al darse cuenta de lo que querían de ella,
se aferró con más fuerzas aún al objeto.
--Señor, no lo
suelta, pero parece ser una especie de amuleto—exclamó uno de los soldados
dirigiéndose a Calixto.
El semblante del
cura se transformó:
--Debe ser obra de
Satán—vociferó—Sacadle lo que lleva aunque debáis matarla.
Los gritos y
aullidos de la india desgarraban el escenario; en medio de retorcijones y
latigazos la indígena parecía articular sonidos en su propio idioma.
Uno de los
inquisidores se acercó a Calixto exclamando por lo bajo.
--Hermano, recuerda
la exclusión del fuero inquisitorial en materia de indígenas del Santo Oficio,
estos nativos no pueden entender claramente aún nuestros dogmas ni mucho menos
distinguir lo que constituye una herejía.
Calixto lanzó una
gélida mirada a su colaborador:
--¿Eres tú ó es el
diablo a través de ti el que habla hermano Tomás?
Eso bastó para
callar al inquisidor. Si Calixto llegara a pensar que el diablo lo influenciaba
podría llegar él también a correr la suerte de los demás condenados.
--Perdona
Hermano—reaccionó tomando asiento.
Ordenó en forma más
severa:--¡He dicho que me traigan lo que tiene, ya!
A la mujer le fue
arrancado de las manos una especie de argolla plateada, cubierta por lo que
parecía ser una amalgama de cabellos y plumas. Se le entregó el objeto a
Calixto mientras de fondo se oían palabras inentendibles emitidas entre
desgarradores sollozos que provenían de la ensangrentada india que yacía en el
suelo.
--¿Qué objeto
demoníaco es este ?—interrogó Calixto curiosamente--¿qué es lo qué dice este
ser? –preguntó al traductor que se hallaba cerca suyo.
--La mujer dice,
señor que es un recuerdo de su difunto esposo, que contiene cabellos de él y
plumas de un ave virgen que la protegerán de la maldad; dice además—siguió
temblorosamente—que sin él no podrá ser guiada al bosque donde habitan las
almas de los dioses, ya que se perderá en la oscuridad de una especie de
caverna—concluyó-
Una carcajada
tétrica quebró el tenso clima en el que estaba inmersa la gran muchedumbre allí
apostada.
--Esas son
necedades—rió Calixto—son sólo mentiras para ocultar la acción del demonio
sobre ella—sentenció--.
Alzó el objeto y lo
mostró a la plebe:
--Si creéis que esto
tiene poder satánico como para vencer al Dios que todo lo puede, entonces
debería yo ser castigado por hacer esto...
E inmediatamente
ante el estupor de todos fue rompiendo los cabellos y plumas que cubrían la
argolla. La india gritó aún con más desesperación.
--Ves, criatura del
demonio que nada ha pasado—increpó duramente a la india—Aún tengo más—diciendo
esto llamó a un sirviente—Toma—le ordenó dándole la argolla—cuélgala de mi
santa sandalia para así arrastrarlo bajo el poder del señor.
Todos quedaron
estupefactos observando la escena; la india se desmayó.
--Que comience la
ejecución—ordenó Calixto.
Las víctimas fueron
arrastradas con violencia hacia el centro de la pira; los gritos, gemidos
y clamores de piedad, ensordecían el aire; todos parecían verse afectados
excepto Calixto quien observaba impasible –y diríase hasta complaciente—el
proceso.
Antes de tomar
asiento, el inquisidor habló en voz alta para todos:
--Nadie debe sentir
piedad por estos seres diabólicos que con su sola existencia ofenden al Señor
Dios, no merecen perdón, ni entierro santo, sus almas volverán a través de la
purificación del fuego, al infierno que es el lugar de donde han venido para
que el diablo sepa que el poder de Dios es superior. Encended la pira...
Se sentó y los
soldados prendieron fuego a la hoguera. El espectáculo era dantesco, las
personas se retorcían presa del calor y la asfixia; los niños lloraban y
gritaban al mismo tiempo. Todos evitaban mirar la escena...menos Calixto.
Al cabo de unos cuarenta minutos todo había acabado, el aire estaba
infectado del aroma de la carne humana quemada mezclada con sangre. Todos se
fueron retirando y Calixto ordenó a los soldados que limpiasen todo y tirasen
los restos al río. Luego se retiró a descansar: había realizado su última
misión.
Al entrar a su
habitación sintió que algo molestaba su pie: era el amuleto de la india, sonrió
para sus adentros pensando en la superchería de esa tonta indígena.
Cuando se aprestaba
a recostarse una luz intensa lo deslumbró; Calixto se sobresaltó pero
inmediatamente distinguió la aparición: era el ángel enviado por el Señor,
aquel que se le había presentado en sus comienzos.
Se arrodilló ante la
visión inclinando su cabeza:
--OH! Señor que
feliz me hace vuestra aparición. Tu siervo soy, decidme que queréis.
--Te quiero a ti
Calixto—exclamó el ángel
--Señor, ya soy
vuestro siervo desde siempre.
--No entiendes
Calixto, quiero que cumplas tu pacto...quiero tu alma ya.
Calixto levantó su
mirada intrigado y su semblante denotó un abismal terror. Ante él, aquel bello
ángel se había transformado en una especie de figura demoníaca, que
sonreía complacida.
Calixto no podía
articular palabra.
--Así es Calixto—soy
un enviado del "Señor" pero no del "Señor" que tu creías,
soy un ángel desterrado por Dios, uno de los siervos de Belcebú.
--No puede ser...no
puede ser...—aterrorizado susurró Calixto—He servido al Señor mi Dios con
lealtad y...
--así es—lo
interrumpió el ángel—tu Dios te puso a prueba, tenias que defender tu religión
pero con lo que vosotros llamáis ¿amor fraternal? –ironizó—pero lo único que
supiste hacer fue matar y matar por tu propia ambición.
--Tú me engañaste,
tomaste la forma de mi Dios—se quejó--.
--Exacto, pero aún
así el trato no hubiese valido si tu hubieses cumplido según los dogmas
de tu iglesia; pero como evidentemente, te has dejado llevar por tus negativos
sentimientos, aquel que llamas tu Dios se apartó y nos fuiste regalado, o mejor
dicho "auto regalado" por tu libre albedrío. Así que—lo miró
fijo--¿nos vamos?
Calixto cayó de
bruces, clamando piedad...
--- ¿ Tú pides
piedad Calixto? Justamente Tú...Vamos.
Con espanto Calixto
observó como el suelo se abría a sus pies, debajo cientos de caras lo llamaban,
aquellas mismas caras que él había hecho matar. Se sintió caer en un oscuro
abismo, su grito se fue ahogando en la profundidad.
Despertó y se incorporó totalmente aterrado y sudoroso. Se miró las manos y el
cuerpo y exhaló el suspiro de alivio más grande de toda su vida: estaba en su
cama, en la celda de su abadía, había sido un sueño, una pesadilla obviamente
de influencia diabólica; era un simple Dominicano que había tenido un mal
sueño.
--Gracias
Señor—exclamó—Todo ha sido una pesadilla.
Sintió dos golpes en
la puerta que inmediatamente fue abierta por el hermano Angellicus.
--Hermano Calixto,
ven pronto que han llegado los representantes del Santo Oficio para elegir
candidatos a las Indias.
Calixto se apresuró:
ese era su mejor sueño; poder evangelizar en nombre del señor en las tierras
paganas y convertir a todos a la fe católica.
Se calzó rápidamente
y salió presuroso cerrando la puerta tras sí. Se oyó el eco de un tintineo de
algo que había caído de las sandalias: era el sonido de una simple argolla
metálica que resonaba contra el suelo.
De
"cuentos varios" 2006
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