La chica1
Una vez conocí a un hombre que fue un asesino en otra vida. Conservo
su recuerdo en mi mente, en mi espíritu y en mi piel como si el
tiempo, ya casi una vida, nunca hubiera pasado. No sé cómo ni por
qué, pero lo supe en ese mismo instante en que lo conocí: estaba en
sus ojos. Esos ojos tiernos y condenados. Todas las vidas que había
despedazado, el sufrimiento, el horror, el asco, el desprecio por la
vida humana, la tristeza que engendra esa oscura sensación de sentir
el alma corrompida, todo estaba ahí, en su mirada. Y yo pude verlo,
lo sentí, y no pude evitar enamorarme de él. Era un hombre
agradable, carismático, encantador. Me resultaba ridícula toda esa
idea y, a la vez, fascinante. Nunca me puse a pensar desde hacía
cuánto tiempo cargaba con todas esas desgracias. Sentía escalofríos
nada más que con pensarlo, y creo que sentía también algo de
lástima por él, en cierto grado. Un pobre hombre que arrastraba un
sino que era como una gangrena en su corazón, y él apenas si podía
intuirlo. Sin embargo, me sentía cautivada profundamente por todo
ese extraño ensueño.
Lo conocí mientras trabajaba de recepcionista en una agencia de
seguros. Yo tenía veintidós años en ese momento y él, casi
cuarenta. Se paró frente a mí ese día y yo ya no pude alejar mi
mirada de su rostro, con algo de miedo y ternura al mismo tiempo. No
escuché una sola palabra de lo que había dicho. Al darse cuenta de
esto, simplemente se sonrió. Todo empezó como un juego. Unas
semanas después, comenzamos a vernos con frecuencia durante un
tiempo que duró entre tres y cuatro meses. Era un buen hombre,
siempre caballero y generoso. No es que tuviera grandes gestos, sino
que resultaba agradable estar cerca de él. Generalmente, nos veíamos
en mi departamento, después de mi trabajo. Siempre me traía flores,
me llevaba a cenar o a tomar algo y me obsequiaba todo tipo de
estupideces nada más que para sacarme una sonrisa. Antagónicamente,
él era un hombre muy serio; y yo estaba enamorada de este hombre, si
tengo que ser horriblemente honesta. Él sabía bien cómo tratar a
una mujer y también se daba cuenta de esto, aunque no se comportaba
con soberbia. Raras veces se quedaba a dormir. Mientras más tiempo
pasábamos juntos, menos sentía yo que sabía sobre él. Era
obsesivamente organizado y meticuloso tanto en su aspecto como en sus
formas de actuar y de pensar. Todo debía tener un orden, un
procedimiento, y una anomalía también. Pero lo que había entre
nosotros lo descolocaba (creía yo), aunque quisiera disimularlo. Una
fuerza que estaba más allá de nuestros impulsos más primarios nos
dominaba. Ya no sé. Y, aunque a veces sentía que podía
desmenuzarlo como si estuviera hecho de arcilla y polvo, con una
mirada que parecía no tener rastros de humanidad alguna, me disuadía
de cualquier certeza que yo creyera tener; era él, siempre (aunque
yo quisiera engañarme), quien marcaba el ritmo, la intensidad, la
pausa y la vibración de cada uno de nuestros momentos. Todo era un
cálculo o una variable para él. Y yo estaba rendida a sus pies.
Me contó un día que, unas semanas antes de haberme conocido, había
iniciado una especie de terapia con una psicóloga y tarotista. Me
dijo además que esta mujer le había hecho una carta astral antes de
establecer y acordar un tratamiento. Frente a sus ojos y su
conciencia, comenzó a desenmarañarse entonces una cadena de
horribles pasados que cargaba sobre su espalda: guerras, asesinatos,
perversiones, ferocidad, engaños. Todo eso que yo ya sabía, que
había intuido nada más que con mirarlo a los ojos. Cada vez que me
hablaba de todo esto se sentía realmente confundido, aunque no
molesto; no perdía la serenidad cuando me contaba estas cosas y, en
ocasiones, hasta le resultaba divertido. Parecía haber hecho todo
tipo de atrocidades, y nadie lo había obligado. Yo, por otro lado,
me sentía inmensamente privilegiada de ser su confidente. Él nunca
antes había creído en nada de lo que esta mujer le explicaba, pero
ahora quería respuestas, alguna respuesta, sobre alguna cuestión
que todavía no sabía cuál era tampoco. Fue un momento extraño de
su vida aquel que le tocó en suerte compartir conmigo, todas esas
experiencias. Algún impulso desesperado de su ser por creer en algo
lo llevaba a sentirse movilizado por las cosas que esta mujer le
decía sobre él. En algún lugar profundo de su existencia, debía
hallarse todo eso. Y era en esta vida en que le tocaría pagar, y tal
vez así haya sido. Y para eso, tal vez también haya sido necesario
que se cruzara conmigo. ¿Quién sabría?
Yo necesitaba conocer todo sobre aquello, y él se sentía cada vez
más perdido entre todo ese caos de visiones, imágenes y
simbolismos. En este nuevo escenario al que había sido arrojado, no
era deseado siquiera por él mismo, y eso le resultaba
desconcertante, extraño y perturbador. El verme a mí le daba cierta
sensación de seguridad, creía yo. Sus sesiones eran poco ortodoxas.
Siempre, todo lo que sucedía allí, lo era. Aquella mujer le pedía
que hiciera dibujos y que inventara historias a partir de estos, que
las escribiera, haciendo asociación libre, sin pensar en las
palabras y su significado. Después, sobre esas historias, ella
profundizaba en el análisis y mantenía con él conversaciones que
funcionaban como disparadores de muchas otras cuestiones. En algunas
sesiones, era sometido a una suerte de hipnosis o regresión a vidas
pasadas. Y todo eso él lo compartía conmigo, entusiasmado,
excitado, como un chico que le muestra el cuaderno de clase a su
madre, orgulloso: los escritos, los dibujos, todo. Me había
entregado también las grabaciones y hecho prometer que no se las
mostraría a nadie. Confiaba demasiado en mí, más que en cualquier
otra persona. Y parece una locura admitirlo, pero yo quería,
deseaba, por momentos, que esa alma putrefacta, esa sombra de lo que
fue, que estaba escondida en su ser, se hiciera carne en él y se
mostrara ante mí, me tomara con toda su fuerza y su brutalidad, y me
hiciera suya. Siempre tuve esa fantasía latente en todo mi cuerpo.
Había una sesión entre todas, una de las primeras, particularmente
perturbadora, en la que él contaba una sucesión de sueños que
había tenido y que lo perseguían todavía. Después de escucharlo
una y otra vez, las imágenes de ese mismo sueño vinieron a mí una
noche mientras dormía. Me desperté muy alterada, desconcertada;
necesitaba trascribirlo todo. Me sentía verdaderamente aturdida.
Incluso temía que, mientras escribía, sentada en la cama, en medio
de la oscuridad, aquellas imágenes tomaran vida de pronto entre las
sombras de mi habitación, en el aire que respiraba o, lo que hubiera
sido peor, dentro de mí. Pero terminé por desechar todo lo que
había escrito. Decidí que lo mejor sería escribir la historia como
me fue contada a mí, a través de él, y esa misma noche comencé a
desgrabar las sesiones en las que hablaba de aquel suceso en su
inconsciente. La forma en la que él contaba esos episodios me
resultaba estremecedora, las palabras que utilizaba. En un principio,
describía un campo en las afueras de Inglaterra que, un tiempo
después, me enteré que existía físicamente y pude comprobar que
era idéntico a como él lo describía, hasta en el más mínimo
detalle, pese a que nunca había estado allí. Una vez que terminé,
volví a la primera página y escribí en el margen superior de la
hoja la palabra interrupción. No podría recordar por qué lo
hice realmente o si me sentía yo misma en ese momento. Paul Valéry,
sin embargo, una vez dijo que “todo comienza por una interrupción”.
Durante ese tiempo nos veíamos seguido, dos o tres veces por semana.
Un día, decidí mostrarle el texto. Era un relato singular,
inspirado. Yo quería que él supiera de las cosas que era capaz de
lograr, que de todo ese horror podían salir a la luz cosas hermosas.
Él había logrado transformar una pesadilla en una preciosa fábula.
Al verlo y leer algunos pasajes, se sonrió: estaba nervioso en
realidad. No era feliz con todas aquellas visiones que habitaban
dentro de su ser, y ahora se le presentaban ante sus ojos. Me dijo
que era mejor que lo guardara yo, que todo aquello ya lo hostigaba lo
suficiente dentro de su cabeza. Y esa noche, me hizo el amor de una
manera inusual. No de la manera en que yo fantaseaba, pero no podría
haber sido mejor sin dudas. Tenía una forma de tocarme que todavía
hoy recuerdo. Era gentil, cariñoso y al mismo tiempo algo violento,
con una energía desenfrenada y vehemente. Somos esclavos de nuestra
propia piel, dicen. Y después de esa madrugada, nunca más lo volví
a ver.
Las personas nunca fueron difíciles de interpretar para mí;
incluso, suelo tener la inteligencia para adelantarme a sus acciones
y reacciones. No digo esto con orgullo o soberbia ya que considero
que ha afectado negativamente mis relaciones a lo largo de toda mi
vida. Pero con él todo quedó sin resolver, para siempre. Y esa fue
la peor parte. No poder comprenderlo. La verdad es que nunca me contó
demasiado sobre sí mismo, no. Y yo tampoco nunca hice demasiadas
preguntas, nunca tuve demasiada curiosidad por saber tanto sobre él;
o tal vez sí, pero tenía miedo de las respuestas. Durante el tiempo
que pasamos juntos, nada importaba más que ese momento.
La desolación me habitaba. Me había obsesionado la idea de volver a
verlo, de entrar en su vida nuevamente. Y hoy, que puedo mirar todo
esto desde otra perspectiva, puedo entender por qué. Antes de que
desapareciera, yo todavía pensaba seguir viéndome con él algunos
meses más probablemente. De hecho, siempre creí que sería yo quien
lo dejaría a él. Siempre tuve en mi imaginario un camino
visiblemente marcado. Y él rompió con todos mis esquemas. Darme
cuenta de que había perdido el control sobre esa relación, sobre mí
misma, no poder encontrarle una explicación a su forma de actuar
conmigo, me resultó insoportablemente cruel y angustiante. Y es
lamentable, desesperante, cuando no se puede o no se quiere entender
las razones por las que una se enamora de alguien o por las que lo
extraña. Y me aferré entonces con todo mi desconsuelo a sus
palabras y trazos.
Las sesiones de regresión a sus vidas pasadas eran historias
fascinantes, inquietantes. (Estas grabaciones no contenían las
posteriores conclusiones, sino simplemente el relato de los hechos
que él iba sintiendo que se desarrollaban). Había hecho cosas
increíblemente terribles y había sufrido mucho también. Había
sido un mercenario y servido a grandes déspotas; tal vez había sido
el asesino del padre de la sinfonía, algo cercano a un inmortal, rey
y más aún. Los dibujos que había improvisado me resultaban
irresistibles. Uno, entre todos los demás, era tan hipnotizante como
incomprensible. Era simplemente una pared desnuda que, en un
determinado punto, tenía una mancha espantosa, como si el material
del que estaba hecha se hubiera estado pudriendo desde hacía ya
mucho, demasiado tiempo. Daba nauseas. Y, aunque pensar que ese
hombre había estado dentro de mí por momentos me daba tanto asco y
terror, otras veces me hacía sentir magnánima, sublime,
trascendente.
Casi la mitad de una vida después, hace unas semanas, me enteré de
que había muerto. La noticia de su muerte fue publicada en algunos
diarios, hace no más de un mes; se desató un pequeño gran infierno
alrededor de todo esto, y toda una gran estrategia de publicidad: no
porque él o su asesino o víctima (la forma en que se fueron
desencadenaron los hechos de esa noche aún no son claras) fueran
personas de gran interés público, sino por todas las circunstancias
que enmarcaron aquel suceso y porque a las personas, en general, les
encanta especular cualquier tipo de habladurías sobre las vidas
ajenas, como si hubiera allí una especie de fantasía o deseo
proyectado sobre ellas mismas. De hecho, el otro sí era
relativamente conocido; era un escritor menor, pobre y más destacado
en el ambiente literario por sus traducciones y correcciones que por
su propio trabajo. Debo confesar que todo esto me resulta
extremadamente curioso, sobrecogedor y hasta gracioso, de un modo
terrible supongo: también lo conocí a ese hombre, al pequeño
escritor. Su nombre era Diego. La persona más buena que haya
conocido. Me adoraba de una forma intolerablemente tierna. Un hombre
terriblemente inteligente, curioso, inquieto y, sin embargo, alegre y
optimista. El mundo era un jardín de juegos, y su único deseo era
que yo saliera a jugar con él.
Yo ya tenía veinticinco años y Diego era diez años mayor que yo,
cuando nos conocimos. Su presencia, para mí, era completamente
enternecedora, invaluable. Pero yo no podía, de todas formas. Mi
percepción de todo lo que me rodeaba había sido distorsionada, o
desvelada quizás. ¿Quién podría saberlo o juzgarlo? Pero ya no me
sentía capaz de entregarme a nada ni a nadie. Me sentía
discapacitada emocionalmente, pese a que el amor y el cariño que él
me brindaba comenzaban a hacerme sentir entera una vez más. Y no me
pedía mucho, Diego; inconscientemente, yo le reclamaba mucho más,
supongo, por todo lo que me había sucedido.
En ese momento de mi vida, estaba convencida de que las buenas
acciones nunca son recompensadas o reconocidas realmente como tales.
Las personas son desconfiadas, mezquinas; se manipulan y se
maltratan, se lastiman las unas a las otras, incluso sin entender
realmente por qué lo hacen. Ninguna persona podría llegar a valorar
todas las virtudes que él poseía. Y por eso mismo, estaba destinado
a fracasar una y otra vez. Yo lo sabía. Solamente querrían
lastimarlo, humillarlo, para que terminara siendo como ellos. En
cierto modo, él también lo intuía. En uno de sus cuentos (el mejor
de todos los que yo había leído), reproducía una metáfora de lo
que él observaba de la naturaleza humana y de cómo se definía
esta, comparándola con unos peculiares árboles que había en un
bosque de Polonia. Era algo precioso. No podría haber dejado que
nadie le hiciera ese daño: preferí hacerlo yo, consciente de todo
esto. Para protegerlo, para que aprendiera a protegerse de las
personas. Y tal vez yo no lo merecía, o tal vez no me merecía él a
mí. Pero definitivamente, no creo que haya sido ese el mejor momento
en nuestras vidas para que nos encontremos.
Hacía ya unos cuantos meses que estábamos saliendo. Yo pasaba casi
todos los días de la semana en su casa. Era por demás atento
conmigo, me desbordaba en halagos, mimos y caricias. Era realmente la
persona más transparente que conocí en mi vida, aunque por momentos
esto lo hiciera parecer ingenuo. Su complejidad como ser humano
estaba a simple vista, y era tan explícito a veces que resultaba
desesperante y agotador. Así como en algunas ocasiones solía
angustiarse casi por nada, siempre tenía una sonrisa para mí o una
palabra sabia. Nos habíamos encariñado bastante el uno con el otro
y disfrutábamos mucho pasar el tiempo juntos. Un día, como
cualquier otro, mientras él seguía durmiendo y yo me bañaba, me
decidí a hacerlo.
Salí de la ducha y sequé mi cuerpo con una calma que hoy me parece
aterradora, por las imágenes que estaban acechando mis pensamientos
en ese mismo instante. Cuando entré en la habitación, Diego seguía
durmiendo. Me senté en el otro extremo de la cama unos momentos y
lloré. Después, abrí un cajón de su ropero, tomé algunos
cinturones, lo até con delicadeza, entrega y ternura de pies y manos
a las maderas de la cama, y me retiré lentamente. Me sentía ida,
borrosa. Yo no quería que despertara todavía. De haberlo hecho, me
hubiera arrepentido probablemente.
Al volver había despertado, pero ya no me importaba. Mi decisión no
tenía vuelta atrás: estaba determinada. Él se mostró algo
nervioso y no entendía bien lo que pasaba. Quería decir algo, pero
yo le había amordazado la boca con mi pañuelo. Qué me habría
querido decir, nunca voy a averiguarlo. Hoy me lamento, me lo
pregunto y me arden las ganas de saber: serían tal vez algunas
palabras tiernas para disuadirme, o por primera vez podría haberlo
visto quebrarse violentamente, rabioso.
Al ver el cuchillo en mi mano derecha, mientras me iba acercando a
él, se puso histérico. El terror que había en sus ojos me
angustiaba. Por unos instantes, casi torció mi voluntad. Una vez a
su lado, comencé a besarlo en la cara, sus mejillas, sus ojos, la
frente, en su cuello y en su pecho. Quería que se tranquilizara un
poco (tranquilizarme yo también), que no tuviera miedo, que creyera
que nada malo iba a pasarle. Aunque fuera una mentira, algún día
entendería que lo había hecho por su bien. Le suspiré al oído que
me perdonara. Ya respiraba con más calma y había dejado de emitir
esos sonidos ahogados que me daban ganas de llorar. No podía
soportarlo más. Me aferré con fiereza al cuchillo y lo dejé caer
sobre su pierna izquierda, la parte superior; el filo del metal se
abrió paso entre su blanda carne, hasta el hueso, una y otra vez,
con enajenación y ensañamiento, hasta lo trágicamente
irremediable. Había sangre por todo alrededor, toda esparcida por la
cama, en mis manos, en mi pecho, y algunas gotas habían salpicado mi
cara también. Siquiera lo escuché gritar. Se había desmayado y yo,
presa de la euforia, no me había dado cuenta.
Me fui a lavar al baño, con calma y cierto alivio. Me vestí y me
senté en el piso, frente a la cama, por un rato largo, mirándolo
descansar apaciblemente. Lloré por él, por mí, por este mundo que
nos obliga a corrompernos y pervertirnos, corromper a otros, nada más
que para seguir adelante. Lo desaté y me fui de ahí lo más rápido
que pude, mientras todavía dormía. Después de ese episodio, no
volví a verlo. Nunca dijo nada a nadie sobre esto. Nunca nadie vino
a buscarme. Y no me arrepiento, sinceramente. Nunca lo hice, ni un
solo día. Volvería a hacerlo, una y mil veces. Tomé esa decisión
por una buena razón, para su bien, para proteger esa alma tierna, y
él lo entendería eventualmente; le llevaría tiempo (sería
sensato, no lo dudo), pero lo comprendería. Ya nunca más volvería
a confiar en toda su vida.
Creo yo que, a todas las personas a las que llegamos a querer y a
darles importancia en nuestra vida y nos influyen (así como nosotros
influimos sobre ellas), a todas les entregamos una parte de nosotros
mismos, ya sea esta importante, superflua o urgente. A veces lo
hacemos por nada, a veces recibimos mucho más de lo que damos:
nuestro tiempo, nuestras emociones, nuestras historias, nuestras
fantasías. Cada vez que hay un quiebre en esas líneas que cruzan
los caminos de unos y otros, que son nuestras vidas, eso significa
una pequeña muerte para nosotros. Una parte de todo aquello, de
nuestra alma, de nuestro corazón, de nuestras voluntades, todo queda
en esa persona y ya no volverá nunca más a nosotros. Habrá nuevas
personas quizás, o tal vez no. Lo que sentimos, la forma en que
damos lo que consideramos preciado para el otro y todo lo que decimos
ya no será lo mismo, no sonará igual, no lo podremos volver a hacer
o decir de la misma exacta manera con otra persona. Cada vez que nos
vamos de la vida de alguien o ese alguien nos deja, hay una parte de
nosotros que debemos dejar morir. Resulta imposible seguir de otro
modo. Y para algunas personas este sea quizás un proceso fácil;
para otras, no. Pero es necesario e indistinto a todos. Lo que
dejamos en todos ellos muere dentro de nosotros, para darle lugar a
otra cosa, mejor o peor, ¿quién puede saberlo? No. Una nunca sabe.
Y detrás de todas estas muertes, la cadena de sucesos que comenzó
el día en que conocí en la recepción de mi primer trabajo a un
hombre con la mirada más inquietante y encantadora que alguna vez se
posó sobre mí, ha sido cerrada. Me ayuda a vivir creerlo así. Las
leyes de causa y efecto que tanto lo atormentaban cuando nos
frecuentábamos parecen ya haber caído sobre él, sin dudas. Lo que
hace que me pregunte, inevitablemente, cuándo caerán sobre mí. Si
será en esta vida; si todo lo que me ha pasado fue mi castigo, o
será algo por lo que en otra vida deberé ser castigada; si todo ya
se ha equilibrado para mí, si tengo algo que aprender de todo esto,
y si será algo bueno, algo malo. Me persiguen todos estos infinitos
condicionales, día a día, noche tras noche, todas las horas y
minutos…
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