CORAZA
Por Diego
Arandojo
La fiebre lo mataba.
Año 1899.
Buenos Aires era un pecado
que masticaban los europeos llegados a tierras plateadas.
El simio del zoológico y el
gobernante de turno hacían las mismas muecas, pero en distintos ámbitos.
En el llamado “interior”
del país, caudillos rezagados y gauchos esclavos lustraban espejos. Espejos que
serían vendidos al mejor postor.
La fiebre lo retorcía en un
catre, el verano relucía su espectáculo de muerte en cada gota de sudor.
“Alfredo vendrá” se repetía
el moribundo.
“Alfredo es un gran amigo”
balbuceaba. Como si fuera una oración. Una plegaria.
En el otro extremo de la
habitación estaba su esposa, Margarita Ruiz de la Puerta. Española.
Gorda. Excesivamente repugnante.
“Olvídate. Alfredo no
regresará” apuntaba la mujer.
Se odiaban.
Llovía de pronto. Pero
había sol. Fuerte luminancia, que aumentaba la fiebre.
“Alfredo… ¿Cuánto falta?” inquiría el hombre a punto de ahogarse en sus
líquidos sudorosos.
Preguntas infames. O en su justo lugar.
La puerta se abrió. Las
últimas miradas del hombre (y de su rolliza esposa) se dirigieron hacia el
umbral. Una sombra ingresó en el rancho.
Se quitó el sombrero. Se
inclinó; era de buenos modales, ataviado como “gringo”.
“Alfredo para servirle”
dijo el recién llegado, en un tono de inglés semicastellanizado.
La gorda gritó. No podía
creerlo. Allí estaba. Alfred Ross. Antropólogo llegado desde tierras norteñas.
La fiebre no cedió ante
semejante presencia.
“Gracias, esto es para ti”
dijo el hombre y le entregó una alforja.
La muerte finalmente
aplastó su Espíritu. Alfred Ross se lamentó. Incluso en sus ojos había
lágrimas. La gorda gritaba sin parar. ¿Estaba lamentando la pérdida de su
marido, o la pérdida de la apuesta?
Ross encontró dentro de la
alforja un crucifijo invertido. Había una cifra escrita: “21 de diciembre del
año de Nuestro Señor 2012”.
Ante este dato, el rostro
del antropólogo se ensombreció. Guardó el crucifijo dentro de su poncho sucio,
se calzó el sombrero y se retiró silenciosamente.
A medida que se alejaba a
caballo de aquel rancho macilento, los gritos de la viuda se mezclaron con los
graznidos de aves oscuras.
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