domingo, 21 de abril de 2013

Carlos Alejandro Nahas



La encrucijada de Raúl





 Raúl se fue como todas las mañanas a su trabajo. Como desde hacía ya casi 20 años. Era abogado laboralista y entre el trajín de los Tribunales y la jornada de doce horas atendiendo clientes despedidos y despechados, prácticamente ni le quedaba tiempo para su hermosa familia. Se había casado joven y tenía cuatro hijos. Un pasar decente, algo más de la media del resto de los argentinos. El siempre pensaba a la mañana, mientras se tomaba su café, que el hecho de no haber privado jamás de vacaciones a su familia en más de 20 años era la medida de su prosperidad. No nadaba en la abundancia, pero estaban bien, se decía a sí mismo siempre.


             Aquél día lo descubrió con el paro de Tribunales. “Una mañana para mí” pensó, y mientras se hacía el nudo de la corbata habló con su secretaria y le dijo que pasara todos sus compromisos de hoy para las jornadas siguientes, o los fuera metiendo en la agenda de la otra semana. Cortó y se relamió “todo un día para mí, es mejor que tan sólo una mañana”. Un beso en la boca a su esposa y salió a la calle dispuesto a disfrutar de su merecido y corto “autoferiado”. Compró el diario enfrente de su casa y se pasó un largo rato charlando con Mario, su quiosquero desde hacía casi 10 años. En un momento de la conversación Mario le contó de un despedido de la Ford, allá por Pacheco donde él vivía. Raúl sacó la billetera y le fue a dar un par de tarjetas, cuando vio dentro que sus “cartulinas de la suerte” – como las solía llamar él - brillaban por su ausencia. Se había quedado sin tarjetas. Le dio un rato más de charla a Mario y se acercó a su imprenta de toda la vida, justo frente a su hogar.

            El primer contratiempo sobrevino cuando se dio cuenta que el negocio había cerrado, sin dejar nueva dirección. Volvió y le preguntó a Mario dónde se habían mudado a lo que el amigo le contestó “aquí a la vuelta, a una cuadra y media, sobre Alsina”. Y hacia allí se dirigió.

            Comenzó a caminar, pero en la esquina de Alsina y Misiones vio la vieja panadería del barrio. “Le voy a dar una sorpresa a Mabel”, pensó, y compró una docena de medialunas de grasa, como le gustaban a ella. Luego de la imprenta volvería a su casa y le diría a su mujer que hoy no iba a trabajar. Y retozarían un buen rato, como en los viejos tiempos, solos, con los chicos en el colegio. Y después sí, se tomaría el día para caminar Buenos Aires, leer el diario en un café y tal vez simplemente mirar por la ventana de un bar como pasaba el día.

De la panadería se dirigió luego a la imprenta. Entró y les dijo lo que necesitaba. Mil tarjetas simples, blancas. Miró por la pantalla de la computadora el diseño y quedaron en que salían ciento veinte pesos y, que estarían en quince días. Se despidió y se fue de vuelta a su casa. Pero noto algo muy extraño al llegar a la esquina: En el lugar de la panadería en la que había estado hacía tan sólo cinco minutos había ahora una ferretería. Pensó que estaba delirando ¿cómo puede ser, se dijo, si hace menos de un minuto estuve aquí y esto era una panadería? La cabeza comenzó a darle vueltas, se mareó. A duras penas se apoyó sobre la pared y meditó quedamente. “¿Voy a entrar y les voy a preguntar de la panadería? Van a pensar que estoy loco”. Su mente lógica y cerebral de abogado descartó esa idea y la reemplazó por volver a su casa con premura, como buscando desesperado el hogar. Y hacia allá se encaminó.

Abrió la puerta y Mabel se sorprendió gratamente al verlo entrar. Le dio un beso y sin decir nada, dando todo como sobreentendido, se fueron a la cama sin prisa pero sin pausa. Al comenzar a sacarse la corbata sucedió lo inesperado. Se abrió la puerta y por la misma entró un hombre sospechosamente parecido a él, casi idéntico. Y al llegar al dormitorio prorrumpió en gritos, viendo que Mabel estaba con un extraño. Sonoros alaridos, acusaciones, llantos desesperados. Al principio Raúl que se quiso defender, pero a cada explicación el hombre vestido igual que él le decía exasperantemente ¡Yo soy Raúl Echamendi! ¡Yo, entendés! Y sacaba el DNI, el carnet de conductor, la credencial de abogado, y hasta las tarjetas, que justo él, no tenía encima y que había encargado hacía minutos.

A la hora estaba la policía en su casa, preguntando y preguntando. Y a Raúl la cabeza le estallaba. No había forma de convencer a esa gente que él era Raúl y no el otro. De hecho, cuando terminó la indagatoria policial era claro que ya todos habían tomado partido. Lo invitaron a retirarse de esa, su casa. De esa, su mujer. Y de esos, sus hijos. No le levantaban cargos, no. No había delito alguno. Descartaron la “usurpación de identidad” por ser una figura demasiado desconocida para la ley, a cambio de que se fuera. Sin hacer ruido, sin problemas, sin escándalos. Mabel se tapaba la boca con la mano y el otro Raúl con los brazos en jarras le pedía sus llaves.

Han pasado ya quince años de este suceso que narré. Los vecinos de Once cuentan que el hombre estuvo como cuatro años pasando y pasando por Alsina, ida y vuelta. Algunas veces a paso acelerado, otras corriendo, otras de puntillas. Cada vez era igual. Llegaba a la esquina de Saavedra y se quedaba quieto. Esperando que pasara algo. Luego volvía sobre sus pasos e iba a la ferretería, para acto seguido mirar al cielo con consternación. Luis, el quiosquero lo había echado al menos una docena de veces y la última vez a los gritos, diciéndole que allí no había ningún Mario. En la imprenta se cansaron de decirle que sólo hacían facturas y formularios continuos, que jamás habían hecho tarjetas personales. Sus hijos lo veían cientos de veces parado en la vereda de enfrente, con los ojos llenos de lágrimas y mirando a las ventanas. Hasta que un día “el otro” Raúl se cansó y llamó a la policía. Cuando los vio llegar, se dio cuenta que ese no era su lugar y escapó raudamente para nunca más volver.

Yo lo conocí a Raúl en un bar de mala muerte de Avellaneda. Era un pordiosero más de entre los cientos que habitaban la zona. Y entre caña y caña un día me contó esto y la remató diciendo que era víctima de un agujero negro o de gusano, no me acuerdo bien. Que había universos paralelos, que él estaba en el universo equivocado, que su mujer estaría desesperada esperándolo en su casa, y algunas necedades más. Hace un par de semanas que no lo vemos por el barrio. Los muchachos piensan que se murió o que se mudó.

A mí me resulta más grato pensar que finalmente, encontró la manera de volver a su casa.



NOTA DEL AUTOR:

Teoría de los universos múltiples de Everett. El físico norteamericano Hugh Everett fue quien propuso la teoría de los “universos paralelos” al sostener que cada medida "desdobla" nuestro universo en una serie de posibilidades, o tal vez existían ya los universos paralelos mutuamente inobservables y en cada uno de ellos se da una realización diferente de los posibles resultados de la medida. El Principio de simultaneidad dimensional, establece que dos o más objetos físicos, realidades, percepciones y objetos no-físicos, pueden coexistir en el mismo espacio-tiempo. Este principio se llama teoría de Multiverso”. (Fuente: Hawking, S. W. & Ellis, G. F. R. (1973): “The Large Scale Structure of Space-time”, Cambridge, Cambridge University Press).




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