La encrucijada de Raúl
Raúl se fue como todas las mañanas a su trabajo. Como desde
hacía ya casi 20 años. Era abogado laboralista y entre el trajín de los
Tribunales y la jornada de doce horas atendiendo clientes despedidos y
despechados, prácticamente ni le quedaba tiempo para su hermosa familia. Se
había casado joven y tenía cuatro hijos. Un pasar decente, algo más de la media
del resto de los argentinos. El siempre pensaba a la mañana, mientras se tomaba
su café, que el hecho de no haber privado jamás de vacaciones a su familia en
más de 20 años era la medida de su prosperidad. No nadaba en la abundancia,
pero estaban bien, se decía a sí mismo siempre.
Aquél día lo descubrió con el
paro de Tribunales. “Una mañana para mí” pensó, y mientras se hacía el nudo de
la corbata habló con su secretaria y le dijo que pasara todos sus compromisos
de hoy para las jornadas siguientes, o los fuera metiendo en la agenda de la
otra semana. Cortó y se relamió “todo un día para mí, es mejor que tan sólo una
mañana”. Un beso en la boca a su esposa y salió a la calle dispuesto a
disfrutar de su merecido y corto “autoferiado”. Compró el diario enfrente de su
casa y se pasó un largo rato charlando con Mario, su quiosquero desde hacía
casi 10 años. En un momento de la conversación Mario le contó de un despedido
de la Ford, allá
por Pacheco donde él vivía. Raúl sacó la billetera y le fue a dar un par de
tarjetas, cuando vio dentro que sus “cartulinas de la suerte” – como las solía
llamar él - brillaban por su ausencia. Se había quedado sin tarjetas. Le dio un
rato más de charla a Mario y se acercó a su imprenta de toda la vida, justo
frente a su hogar.
El primer contratiempo
sobrevino cuando se dio cuenta que el negocio había cerrado, sin dejar nueva
dirección. Volvió y le preguntó a Mario dónde se habían mudado a lo que el
amigo le contestó “aquí a la vuelta, a una cuadra y media, sobre Alsina”. Y
hacia allí se dirigió.
Comenzó a caminar, pero en la
esquina de Alsina y Misiones vio la vieja panadería del barrio. “Le voy a dar
una sorpresa a Mabel”, pensó, y compró una docena de medialunas de grasa, como
le gustaban a ella. Luego de la imprenta volvería a su casa y le diría a su
mujer que hoy no iba a trabajar. Y retozarían un buen rato, como en los viejos
tiempos, solos, con los chicos en el colegio. Y después sí, se tomaría el día
para caminar Buenos Aires, leer el diario en un café y tal vez simplemente
mirar por la ventana de un bar como pasaba el día.
De la panadería se dirigió luego a
la imprenta. Entró y les dijo lo que necesitaba. Mil tarjetas simples, blancas.
Miró por la pantalla de la computadora el diseño y quedaron en que salían
ciento veinte pesos y, que estarían en quince días. Se despidió y se fue de
vuelta a su casa. Pero noto algo muy extraño al llegar a la esquina: En el
lugar de la panadería en la que había estado hacía tan sólo cinco minutos había
ahora una ferretería. Pensó que estaba delirando ¿cómo puede ser, se dijo, si
hace menos de un minuto estuve aquí y esto era una panadería? La cabeza comenzó
a darle vueltas, se mareó. A duras penas se apoyó sobre la pared y meditó
quedamente. “¿Voy a entrar y les voy a preguntar de la panadería? Van a pensar
que estoy loco”. Su mente lógica y cerebral de abogado descartó esa idea y la
reemplazó por volver a su casa con premura, como buscando desesperado el hogar.
Y hacia allá se encaminó.
Abrió la puerta y Mabel se
sorprendió gratamente al verlo entrar. Le dio un beso y sin decir nada, dando
todo como sobreentendido, se fueron a la cama sin prisa pero sin pausa. Al
comenzar a sacarse la corbata sucedió lo inesperado. Se abrió la puerta y por
la misma entró un hombre sospechosamente parecido a él, casi idéntico. Y al
llegar al dormitorio prorrumpió en gritos, viendo que Mabel estaba con un
extraño. Sonoros alaridos, acusaciones, llantos desesperados. Al principio Raúl
que se quiso defender, pero a cada explicación el hombre vestido igual que él
le decía exasperantemente ¡Yo soy Raúl Echamendi! ¡Yo, entendés! Y sacaba el
DNI, el carnet de conductor, la credencial de abogado, y hasta las tarjetas,
que justo él, no tenía encima y que había encargado hacía minutos.
A la hora estaba la policía en su
casa, preguntando y preguntando. Y a Raúl la cabeza le estallaba. No había
forma de convencer a esa gente que él era Raúl y no el otro. De hecho, cuando
terminó la indagatoria policial era claro que ya todos habían tomado partido.
Lo invitaron a retirarse de esa, su casa. De esa, su mujer. Y de esos, sus
hijos. No le levantaban cargos, no. No había delito alguno. Descartaron la
“usurpación de identidad” por ser una figura demasiado desconocida para la ley,
a cambio de que se fuera. Sin hacer ruido, sin problemas, sin escándalos. Mabel
se tapaba la boca con la mano y el otro Raúl con los brazos en jarras le pedía
sus llaves.
Han pasado ya quince años de este
suceso que narré. Los vecinos de Once cuentan que el hombre estuvo como cuatro
años pasando y pasando por Alsina, ida y vuelta. Algunas veces a paso
acelerado, otras corriendo, otras de puntillas. Cada vez era igual. Llegaba a
la esquina de Saavedra y se quedaba quieto. Esperando que pasara algo. Luego
volvía sobre sus pasos e iba a la ferretería, para acto seguido mirar al cielo
con consternación. Luis, el quiosquero lo había echado al menos una docena de
veces y la última vez a los gritos, diciéndole que allí no había ningún Mario. En
la imprenta se cansaron de decirle que sólo hacían facturas y formularios
continuos, que jamás habían hecho tarjetas personales. Sus hijos lo veían
cientos de veces parado en la vereda de enfrente, con los ojos llenos de
lágrimas y mirando a las ventanas. Hasta que un día “el otro” Raúl se cansó y
llamó a la policía. Cuando los vio llegar, se dio cuenta que ese no era su
lugar y escapó raudamente para nunca más volver.
Yo lo conocí a Raúl en un bar de
mala muerte de Avellaneda. Era un pordiosero más de entre los cientos que
habitaban la zona. Y entre caña y caña un día me contó esto y la remató
diciendo que era víctima de un agujero negro o de gusano, no me acuerdo bien.
Que había universos paralelos, que él estaba en el universo equivocado, que su
mujer estaría desesperada esperándolo en su casa, y algunas necedades más. Hace
un par de semanas que no lo vemos por el barrio. Los muchachos piensan que se
murió o que se mudó.
A mí me resulta más grato pensar que
finalmente, encontró la manera de volver a su casa.
NOTA DEL AUTOR:
“Teoría de los universos múltiples de
Everett. El
físico norteamericano Hugh Everett fue quien propuso la teoría de los
“universos paralelos” al sostener que cada medida "desdobla" nuestro
universo en una serie de posibilidades, o tal vez existían ya los universos
paralelos mutuamente inobservables y en cada uno de ellos se da una realización
diferente de los posibles resultados de la medida. El Principio de
simultaneidad dimensional, establece que dos o más objetos físicos, realidades,
percepciones y objetos no-físicos, pueden coexistir en el mismo espacio-tiempo.
Este principio se llama teoría de Multiverso”. (Fuente: Hawking, S. W. &
Ellis, G. F. R. (1973): “The Large Scale Structure of Space-time”, Cambridge,
Cambridge University Press).
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