miércoles, 4 de abril de 2018

Nieves Guijarro Briones

Deuteronomio 28


     La densidad brumosa de la intempestiva noche azotaba el ánimo de aquel hombre de fe entregado a la resignación, pues no había nada peor que un temporal de semejantes características para crispar, aún más si cabe, un espíritu fuertemente dañado. Hacía ya dos años que el precario estado de salud del padre Javier había empeorado notablemente; cansado de luchar contra el cáncer que deshacía sus pulmones, aguardaba la inexorabilidad de la muerte aferrado a la placidez de su amado refugio, la parroquia de Santa Ana, una humilde y sencilla construcción rural donde había encontrado la fe por primera vez, hacía ya veinte años. Sus plegarias, estranguladas en un mar de sangrientas expectoraciones, se sumaban al fragor de la borrasca. Sumido en aquel maremágnum, el sacerdote tardó en reaccionar ante la sigilosa irrupción que vulneró su soledad en el sacro recinto:  
     —Disculpe, caballero, lo siento, olvidé cerrar. Como comprenderá no son éstas horas pertinentes para invadir la casa del Señor...
     El anciano escrutó la faz de aquel inesperado muchacho. No aparentaba más de treinta años; una melena cobriza y desmarañada y unos ojos claros le ofrecían un aspecto encantadoramente rebelde. Una cálida sonrisa se perfiló en su tímido semblante, de natural hermoso, aunque surcado por las cicatrices de un acné inmisericorde. 
     —Padre, ¿acaso no me recuerda ya? —Un destello de emoción asomó a su piadosa mirada—. Padre, soy yo, el pequeño Juan, el benjamín…
 El rostro del sacerdote mudó de color al escuchar la voz trémula del joven que, presa del nerviosismo, continuó recurriendo a la memoria del padre Javier:
     —No sabe usted hasta qué punto han causado mella en mí sus enseñanzas, padre. Todavía las recuerdo como si las hubiese aprendido ayer mismo. El modo en que nos inculcó ciertas virtudes humanas. ¿Lo recuerda?: «La obediencia es un deber supremo,     una muestra de nuestra fe, de nuestra lealtad a Cristo. Hemos de ser obedientes hasta la muerte. Recordad las sabias palabras del apóstol Juan: “¿O acaso no teméis al fuego del infierno, almas descarriadas?”», y ninguno teníamos valor para responder a su terrible pregunta, porque sentíamos tal respeto y temor por sus palabras que sólo pensábamos en evitar la ira de Dios a toda costa. Usted era nuestra salvación, sus dictados eran la gloria que nos acercaba a los brazos del altísimo. Por eso acudíamos puntuales y temerosos a las reuniones. Nunca olvidaré aquellas reuniones, ni al padre Jacinto, ni al padre Damián… —El muchacho realizó una pausa forzosa. Un auténtico afluente de dolor se desparramó a través de sus trémulas mejillas—. Y dígame si no éramos acaso obedientes, ¡dígamelo! ¿No cumplíamos siempre su voluntad a pesar de lo sucios que nos sentíamos?
     La voz del párroco reflejó el sobrecogimiento que le provocó la lectura del tono amenazador del muchacho:
     —No en la casa del Señor, ¡no frente a los ojos de Dios!
     Una sucesión de fuertes golpes recayó sobre la faz del veterano sacerdote que, embebido por el dolor, musitaba un plañidero réquiem. Su cuerpo reptaba en un intento desesperado por escapar de las garras del cruel destino que le acechaba. Rogó en vano porque aquella rabia creciente no se derramase sobre su aliento debilitado.
     —«Si obedeces al Señor tu Dios en todo y cumples cuidadosamente sus mandatos, el Señor te pondrá por encima de todas las demás naciones del mundo…», Deuteronomio 28. ¿Ha visto qué avezado alumno fui, Padre?
     El religioso acertó a atisbar el brillo del punzante objeto que, con aire parsimonioso, el joven extrajo del bolsillo de su gabán. La hoja titilaba en sus manos con una insidia arrolladora.
     —«Pero si te niegas a escuchar al Señor tu Dios y no obedeces los mandatos y decretos que te entrego hoy, caerán sobre ti maldiciones y te abrumarán», continuó.
     El arma abrasaba las manos del muchacho, quien, presa del delirio, comenzó a trazar surcos amenazadores sobre ropajes de la magullada víctima, rondando cada vez más cerca la resguardada y flácida virilidad de ésta. La histeria tomó forma en su garganta cuando el acero se hundió en la parte baja de la bolsa escrotal, húmeda a esas alturas por la orina, y desparramó a su paso una latente malgama de seminales y fluidos carmesíes. Los desgarros gelatinosos de la carne acompasaban la hirviente letanía del espasmódico mártir. Un velo transparente y licuoso empañaba la mirada del muchacho, horrorizado por la turbia visión de su macabra y terrible obra. Inmerso en las sacudidas del aborbotonado llanto, realizaba un terrible esfuerzo en pos de derrotar el agotamiento que tanto le embargaba. Logró erguirse, incluso a pesar de la manifiesta debilidad que se apoderaba de su lívida esencia. El olor a humedad e incienso le provocaba arcadas. Sus piernas cruzaron con dificultad el suelo de la nave central.  A cada paso,  su peso se desplomaba inevitablemente sobre las exiguas filas de bancos. Alcanzar los reducidos peldaños que elevaban el altar sobre el resto de la sagrada edificación se le antojó un suplicio interminable. El lastre de su humillación se deshizo entre plegarias a la efigie divina que descansaba a los pies del retablo:
     —Ten piedad de mí, oh Dios. Por tu inmensa ternura, lava a fondo mi culpa por muy atroz que haya sido mi acto…
 Sus dedos arañaban la culata del pequeño revolver que escondía en la zona genital de los pantalones. Extrajo el arma de su íntima guarida, sintió una nerviosa vibración y enclavó el cañón en su sien enfebrecida. El escozor de los párpados sudorosos y apretados favorecía la jadeante letanía que escapaba a su garganta, resuellos cesados por el eco del ensordecedor estallido. La onda expansiva regó el sagrario con un purpúreo conglomerado de restos encefálicos y diminutas esquirlas craneales; la oscuridad del mundo palpitaba en su mirada vacua, enturbiando la digna quietud de aquel suelo sagrado.



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