Lecciones de urbanismo XIV
Todos pensamos un crimen perfecto, decisivo,
como se piensa un poema o una sinfonía. Se trata de un crimen capaz de
completarnos, de liberarnos, de hacernos más nosotros. Todos soñamos siempre un
crimen, lo soñamos despiertos, lo perfeccionamos día a día, durante años,
siglos, cerca o lejos de la víctima.
Y afilamos cuchillos, sacamos navajas o
tijeras a la luz de la luna, imaginamos armas muy lustrosas que hermosean la
muerte, un estampido de silencio o un lento filo de oro que navega las aguas de
un cuerpo, hasta dar con su proa en el corazón del mártir elegido.
Todos tenemos un crimen escondido, nuestro
viejo proyecto, un último gesto de odio acuñado con ternura, una suave decisión
violenta, ese cuerpo que ya flota, como enorme magnolia, en el agua agazapada
del estanque, y que teñirá todo de rojo, como lo hace el crepúsculo que hay en
cada sacrificio.
Vivimos nuestro crimen, lo pensamos
despacio, vamos cambiando de proyecto, o insistiendo en el mismo, ultimando
detalles como un buen novelista. Crimen cuyo motivo, en puridad, ya hemos
olvidado, porque el asunto es matar a alguien muy concreto, aunque no sepamos
por qué. Y así, obsesiva y sagradamente, vamos depurando un cadáver viviente
gracias a una serie de ultrajes inventados. No hay nada que vengar, el tiempo
se encarga de hacer justicia a su manera, pero el muerto (nuestro muerto) tiene
ya cara de víctima. Su existencia, su trato con nosotros, el espacio que ocupa
en la noche o en el día, es una provocación, un signo, una tácita invitación al
homicidio.
Todos tenemos una víctima. No sabríamos
vivir sin ella. Y urdir ese crimen, pasar noches enteras blanqueando metales,
aquellas dagas imposibles de la bellísima falta, todo eso es lo que nos va
matando, eso es de lo que vamos muriendo. Moriremos finalmente de nuestro
propio crimen, de aquel que jamás cometeremos.
De Elucubraciones
de un
flâneur
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