jueves, 17 de agosto de 2017

Carlos Enrique Saldivar

EN LA PALMA DE UNA MANO ABIERTA

No dispongo de mucho tiempo, así que contaré esta historia de una manera brusca, como decían siempre mis hermanas al referirse a sus alicaídas citas en las que siempre las choteaban por intolerables. Yo, siendo hombre, soy más amable que ellas, de modo que no entiendo por qué debo desaparecer de la faz de la Tierra. ¿Por qué a mis veintiún años tengo que alejarme de mi amado lugar de origen a esta velocidad vertiginosa que poco a poco desgarra mi cuerpo y desintegra mi conciencia? Ya pronto no quedará nada de mí, por lo que expulsaré estas palabras en tanto mi mente lo resista, y si alguien logra captar mi mensaje espero que pueda creerlo y advierta al mundo de este indecible horror, retratado mediante el alucinante y macabro hecho al que voy a referirme.

Yo fui el primero en observar el fenómeno, estoy convencido, pues nunca nadie habló de ello, ni mis amigos, vecinos, ni mi familia. No lo mencionaron en los noticieros, ni fue escuchado por la radio, pero sucedió, sé que sucedió, de eso no cabe duda, porque yo no sería el único que contemplaría aquello. Cuando lo miré por primera vez, yo estaba en mi casa. Mi residencia es grande, tiene tres plantas. La última es una gran azotea donde a veces hacía travesuras con mi linda enamorada Bianca. Fue en una de esas noches de orgasmo frenético a la luz de la luna, cuando reposaba satisfecho sobre mi manta celeste y el aire rozaba con suavidad mis mejillas. Bianca ya se había ido después de hacerme dichoso. Me daba flojera vestirme y bajar a mi cuarto. Aún estaba decidiendo qué hacer, cuando eso pasó a gran velocidad por el cielo. Pensé al principio que se trataba de un cometa, pues poseía cabeza y cola, además dejaba tras de sí una gran línea de fuego amarillo fosforescente. De pie, en mi azotea, lo contemplé largo rato hasta que desapareció tras los cerros. Su tránsito duró aproximadamente dos minutos, eso demoró lo que vi. Me entraron deseos de coger un taxi y llegar hasta el lugar donde el cometita descendió, pero no había pruebas de que lo hiciera. Cuando lo observé, avanzaba en línea recta y tal parece que siguió de largo a través del planeta, como si estuviera de paseo por el mismo. Eso, en definitiva, no había bajado. Me vinieron a la mente las locas historias que había oído acerca de ovnis que se estrellan contra la Tierra, o sobre meteoros que traen consigo extraños seres de otros mundos, como abominables bacterias o virus indestructibles. Incluso recordé una oscura historia sobre ángeles caídos que encallaban en nuestro planeta, provenientes de otros planos de existencia y que sobrevivían para luego tomar forma humana, aniquilar gente y cometer estragos por donde pasaran. Esas historias eran solo ficción, así que no me preocupé mucho por lo que fuera aquella cosa. Pero eso sí, en la noche tuve un sueño muy pesado, en mi inconsciente se retrataba la figura de un gran puño cerrado que me golpeaba con saña el rostro, luego se abría dejando ver sus horribles dedos puntiagudos que atravesaban mi cuerpo y me arrancaban las entrañas.
No conté a nadie lo ocurrido atribuyéndolo a una fantasía de mi noche de desnudez total en la azotea, donde la pasión atrevida de Bianca me hizo ver estrellas desmoronándose en el cielo, en puntos donde seguro no había nada. Me sentí muy triste en los siguientes seis días porque a mi linda y pegajosa novia se la había tragado la tierra, eso pensé en el momento (ironías de la vida, ella no entró a tierra, fue al revés, ya hablaré de ello). No tuve noticias suyas y eso me preocupó. No pude ubicarla en su casa. Sus padres me dijeron que la última noche que la habían visto salió furibunda a la calle diciendo que ya no quería saber nada de ellos. Pensaban que se había fugado con alguien (con cualquiera que no fuese yo), ella tenía esa personalidad: impredecible. En fin, se especuló un sinnúmero de cosas. Bianca estudió conmigo en el mismo colegio, sus papás no querían que tuviera enamorado, de modo que no me atreví a decirles que esa noche la pasó a mi lado hasta muy tarde y que de un momento a otro se había ¿evaporado? Callé, pues además creí la historia de que ella me había abandonado yéndose a vivir lejos con otro tipo, ya que esa vida de libertad que tanto anhelaba nunca se la hubiera podido ofrecer yo que, a pesar de mi gallarda imagen, no era solvente en lo económico. Me lo creí. Pobre de mí. Aunque recordé el incidente del cometa y me dije que a lo mejor quedaba otra posibilidad: que algo malo le hubiera pasado.
A los siete días aquello reapareció. Sobrevoló el cielo frente a mi casa y lo vi por la ventana. Avisé a mis dos hermanas menores y ellas también lo vieron. Mi madre se acercó tímidamente a la ventana y afirmó con la cabeza sonriendo, «un avión», dijo. Mis hermanas intentaban describir aquello, pero no podían; en definitiva no era un avión, parecía más bien una estrella fugaz, un meteorito, un cometa. ¡Sí! Podía serlo, tenía cola y cabeza, aunque de estas parecían brotar puntas de fuego. El fenómeno siguió casi cuarenta segundos, después a gran velocidad el bólido desapareció tras un enorme cerro. El distrito donde yo vivía estaba rodeado por cerros que limitaban con la provincia. Mi madre y mis hermanas no hicieron comentarios sobre eso. ¿Acaso el único con sentido común era yo? ¿Qué diablos era aquella cosa? Si a nadie le importaba, yo intentaría discernir y develar el misterio.
Esa noche acudí a la casa de mi amigo «Boca de fierro», así le decía porque usaba brackets que le quedaban chistosos en su cara de ratón campestre. Me dijeron que desde la mañana no había noticias de él, cuando en cierto momento empezó a gritar como loco por toda su casa que había visto algo en el cielo. Salió de prisa a la calle para poder mirarlo mejor. Dijo que regresaría pronto. Desde ahí no se le ha vuelto a ver. Al parecer tomó un taxi y se fue quién sabe adónde. ¿A perseguir aquello? El caso es que no supe de él más.
A las dos semanas volví a contemplar a ese espectro surcando los aires, dejando tras de sí aquella tenebrosa estela de fuego amarilla como un láser disparado desde algún cañón escondido en algún cerro cercano a la región. Yo salía de un restaurante, tras cenar comida china con mi padre y mi tío. Ellos proyectaban ir a tomar algo más cerca de ahí. Mi padre al final decidió que volviéramos a casa pues mi madre renegaría si nos tardábamos, además él tenía que laborar temprano. Papá trabajaba revisando estructuras de casas deshabitadas. Aquello pasó ante nuestros ojos a dos cuadras de mi casa, estaba al otro extremo de nosotros, en el cielo. Nos dejó atónitos. Mi tío Josemiki dijo que sus compañeros de chamba se quedarían estupefactos cuando les contara la experiencia y qué pena que no tuviera una cámara de video a la mano. Mi papá, en cambio, no parecía entender la naturaleza del fenómeno. No era persona muy brillante y pensó que era un simple avión. Mi tío Josemiki se quedó a dormir aquella noche en mi casa y me contó un escalofriante relato acerca de una detestable criatura con la que mi familia estaba relacionada: un demonio de gigantescas proporciones que vivía muy arriba, a miles de kilómetros, en algún lugar del firmamento. Yo siempre creí que la bóveda del cielo sólo guardaba en su seno cosas bellas, pero lo cierto es que también era la cuna de grandes abominaciones. Mi tío me dijo que un ancestro nuestro en la época preincaica, la de los grandes guerreros, peleó contra el monstruo y le rebanó una mano a la altura de la muñeca. Luego, con sus poderes de semidiós, lo envió a una cárcel en el espacio. La mano, cuyo color era una curiosa mezcla de un extraño fondo rojo con líneas amarillas, desapareció inexplicablemente de la sala de trofeos de combate en un palacio sagrado y se decía que de cuando en cuando descendía a la tierra para capturar a los familiares y seres queridos de nuestro antepasado. El fenómeno sucedía de forma muy esporádica, por decir: ocho o nueves veces seguidas cada cien años. Ocurriría hasta que no quedaran ya descendientes de aquel guerrero. La mano en forma de meteoro aparecía como por un acto de magia diabólico, tomaba a la persona a gran velocidad y, aunque esta se hallara dentro de una casa, se la llevaba con todo y vivienda, la atrapaba entre sus dientes, que tenían figura de dedos, conduciéndola hasta el lugar donde descansaba el horrendo leviatán, el cual se mantenía vivo devorando con lentitud a las infortunadas víctimas que felizmente no sufrían el martirio, pues al llegar a aquel sitio perdido en el cielo ya estaban muertas.
«Nadie puede soportar la catastrófica presión del espacio exterior. Nadie soporta la caída de mundos inconcebibles sobre su cabeza», decía mi tío.
Esa noche el tío Josemiki durmió en el sofá. Me sentía impactado al dirigirme a mi habitación. Soñé que aquello regresaba y que cuando mi tío lo veía pasar por la ventana, era atrapado y sus huesos triturados para ser llevado como alimento a una horrenda cueva en el espacio. Al amanecer, cuando desperté, en mi casa todos comentaban la desaparición del tío. Al parecer había ido a comprar cigarros de madrugada a una tienda que siempre estaba abierta. Eso dijo mi padre, aunque mi madre, al intentar corroborarlo, se dio con la sorpresa de que el dueño del lugar no había visto para nada al extraviado. Un hecho inexplicable: la ventana del primer piso estaba destruida hasta su base de cemento, como si una dinamita hubiera estallado, sin embargo nadie vio ni oyó nada. En la calle ni siquiera el guardián de la cuadra se había percatado del espeluznante fenómeno. Había estado atento toda la noche; empero, lo que hubiera sido eso, si hizo ruido, procuró hacer el menor posible, a fin de lograr su cruel propósito. Muy abatido en mi interior, mientras mis nervios se dilataban, pensé: «el tío también».
A las tres semanas volví a verlo; era la cuarta vez. Yo retornaba de comprar libros en una tienda cercana, y lo avisté volando en dirección al sur. Dejé caer los textos al suelo, me dirigí al primer peatón que hallé y le dije como un bobo: «oiga, ¿ve eso?», pero el sujeto me miró como si yo fuera un retrasado. Corrí hasta mi hogar sin detenerme y me di con la sorpresa de que no había nadie. Examiné todo el lugar palmo a palmo, encontré el gancho de mi madre encima de la baranda de cemento de la azotea. Tenía una pequeña mancha de sangre. Ella lo vio y creyó en ello. ¡No! A esa hora debería estar ahí, con mis hermanas. ¡Se las había llevado a todas! Sentí un olor a quemado proveniente del piso; de pronto retrocedí horrorizado. Vi dos pares de zapatos ensangrentados pertenecientes a mis hermanas. Pensé que los pies aún estaban dentro de ellos, pero no había pies. La sangre no era mucha, aunque sí la suficiente para darme cuenta de una cruenta verdad: era mentira eso de que las víctimas no sufrían. ¡Sí padecían cuando eran atrapadas por esa cosa!
Cuando mi padre llegó a la casa, me comentó que en una semana le tocaría revisar una moderna construcción en apariencia sólida, y que tenía que descender al sótano de aquella residencia situada en las afueras del distrito. El sótano no era muy grande, si se iba a refaccionar esa vivienda podía pensarse en la opción de clausurar aquel cuarto subterráneo o renovarlo; en fin, él siempre me contaba sus proyectos. De repente, al no encontrar ni a mi madre ni a mis hermanas se preocupó, le dije: «ellas también». Él no mencionó una palabra, solo hizo una mueca triste, de resignación y continuó su vida como si nada hubiese pasado. Así transcurrió una semana de tenebrosa soledad para ambos. Recibí de las manos de mi padre las llaves de la casa que había de revisar, él quería que lo acompañara al día siguiente para realizar el trabajo. Su gran preocupación y su imposibilidad por explicar las desapariciones lo consumían de modo acelerado. Yo conocía el secreto y estoy seguro de que papá, también en lo más profundo de su ser, lo atisbaba. Parecía como si estuviese esperando que las cosas terminaran como acabaron porque después de recibir las llaves, que eran varias (incluyendo las del sótano de la casa deshabitada), decidí hacer el trabajo por él, quien a duras penas comía, caminaba, existía. Después de hacer el trabajo, que debía ser presentado mediante un informe al día siguiente, me dirigí a mi casa en taxi y ¡lo vi! Aquella cosa navegaba en el cielo y lucía más gigante que antes, aunque calculé el tamaño desde aquella distancia y percibí que no era tan grande como aparentaba; pero era grande, tendría unos veinticinco o treinta metros. Me asusté porque iba en dirección a mi casa, luego pareció esfumarse un rato en el cielo para volver a surgir más temible que antes. Abría sus dedos, como buscando algo en la atmósfera, y se fue con rapidez hasta perderse a través del horizonte. Al llegar a mi residencia, grité: ¡papá!, ¿estás bien? ¡Papá! Lo llamé una y otra vez. Mi progenitor me miró por la ventana del segundo piso respondiéndome: ¿qué pasa? ¿Por qué gritas así? ¿Estás mal de la cabeza? Yo sonreí unos segundos; de inmediato mi alegría se trastocó en un inmenso terror, pues mi padre miró hacia el cielo y enseguida retrocedió unos pasos para zambullirse dentro de mi casa ¡que era cargada en vilo por un puño gigantesco que se abrió extendiendo sus dedos! ¡Levantó la casa entera desde el ras del piso como si fuera una pieza de torta sostenida por una paleta, y la llevó hacia arriba, en dirección a las nubes! La aparición fue una especie de visión fantasmal que se extinguió de súbito, y con ella a mi papá, aún escucho sus gritos, ahogados de horror, gemir desde dentro de la casa que se perdió a una velocidad apabullante en el cielo.
¡Lo he visto! ¡La he visto! ¡Y estoy condenado! Todos lo vieron y creyeron, luego se extinguieron sus cuerpos. El relato era cierto. Cogí las llaves y las puse en mi bolsillo, saqué el poco dinero que quedaba en mi billetera y en un taxi me enrumbé a la casa deshabitada que mi padre en cierta forma me había cedido por ese corto espacio de tiempo muy a mi desdichada suerte. El conductor del taxi me veía sudar frío rezando en voz baja, con mis ojos clavados en la ventana, por ahí miraba hacia arriba, rogaba que no bajase ninguna maldad ignominiosa de la bóveda celeste; quizá por eso me trasladó muy rápido dejándome en el terreno descampado donde se hallaba la vivienda. El taxista casi se fue sin cobrar, muy asustado ante su ultranervioso pasajero. Mientras viajé en el auto, oí el chirrido de eso que se acercaba en el aire, pero no fue sino hasta que estuve cerca de la casa que lo escruté en el cielo, lo contemplé a lo lejos, ello salía desde atrás de un cerro como una cabeza… un puño cerrado que pronto abriría sus cinco dedos puntiagudos, dispuestos a trinchar mi pobre cuerpo para poder alimentar a un ser indescriptible.
Hubiera deseado tener la fortaleza de mi antepasado en aquellos momentos, de alguna manera la tuve pues desafié a esa cosa gritando: «¡Me quieres, ven por mí! ¡Moriremos juntos esta vez!». Había nueve piezas de dinamita en el desván de la casa que mi padre había guardado aparte, por si querían demolerla, les amarré una mecha larga, coloqué la dinamita en el segundo y primer piso, y bajé al sótano, estiré la mecha lo más que pude. Tras cerrar la puerta del sótano con llave, me dediqué a analizar la situación. Estaba seguro de que el cuarto estaba situado por lo menos a tres metros bajo tierra y aquello podría confundirse durante la explosión llevándose nada más la casa desde el ras del suelo. Así yo me salvaría, ya que el sótano se encontraba bajo el nivel de altura de la casa. Quizá aquella entidad, al no recibir su mano gigantesca con comida, se odiaría a sí misma ante su torpeza y desistiría finalmente de su maléfica costumbre. Sueños. Solo sueño. Mi hora está por llegar y aquella mano voladora no me permitirá seguir viviendo, puedo apostarlo, estoy ya convencido de ello cuando siento el temblor, a la tierra agitarse y algo levantándose encima de mí. Aquello ha llegado. Enciendo la mecha y unos segundos después algo estalla sobre mi ubicación. Ha debido ser muy violento porque todo alrededor mío ha temblado. La sensación fue demoledora, caigo pesadamente hacia atrás, me desmayo…

Cuando desperté, continuaba dentro del sótano, todo seguía como antes, no percibía la más mínima sensación de movimiento. La puerta se hallaba aún cerrada. Mi cuerpo estaba fijo en la tierra, así que salté y bailé con mucha alegría, había vencido a esa maldita mano de fuego. Esa cosa se había llevado la casa vacía y de seguro con la explosión había resultado lastimada. Estaba feliz, pero mi suerte ¿cuánto duraría? ¿Qué me garantizaba que eso no iba a regresar? Ascendí lento, abrí la puerta dispuesto a ver la luz del sol, agobiado después del terrible trance que fue sobrevivir la noche anterior. ¿Era de día? A través de una delgadísima brecha junto a la puerta del sótano un leve rayo de luz se reflejaba, y mis ojos danzaron con este. Era una extraña luminosidad que cambiaba de color, de amarillo a rojo, de rojo a naranja, de naranja a amarillo, y así sucesivamente.

Abro la puerta del sótano con la llave, salgo al exterior... Lo que veo me hace ensanchar los átomos del cuerpo, porque estoy ascendiendo en un terrorífico viaje a una velocidad sorprendente, tan rápido que no puedo sentir que me muevo. Estoy miserablemente embarcado hacia un destino sádico que me convertirá dentro de poco en el bocado de algún ser innombrable que habita mas allá de las estrellas. El aire se hace sofocante, no puedo respirar, mis ojos se dilatan... mi garganta se ahoga...

ESTOY EN EL ESPACIO EXTERIOR, RODEADO DE LUCES PROVENIENTES DE ASTROS DESESPERANTES. Me hallo ENCIMA DE UN ENORME MONTíCULO DE TIERRA QUE HA SIDO LEVANTADO DE CUAJO PARA ASCENDER EN UN TEMIBLE VIAJE HACIA LO IGNOTO...

ESTOY EN LA PALMA DE AQUELLA MANO ROJO NARANJA, PALMA ABIERTA DE PAR EN PAR, QUE DISPARADA ME LLEVA HACIA ARRIBA, MUY, MUUUY ARRIBA, MáS ALLA DE LAS ESFERAS, HACIA ALGUNA NEGRA GALAXIA...

YA CASI NO PUEDO DECIR NI PENSAR UNA PALABRA MÁS. IGUAL, SÉ QUE AQUí NAAADIE PUEDE ESCUCHARME...


¡MIS PULMONES SE ENSAAANCHAN!

¡MI ALMA GRITA!


¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOoooooooooooooooooooooooooooooooooo….....

¡MI TIEMPO SE AGOTóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóóooouuu.........


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