EN LA PALMA DE UNA MANO ABIERTA
No
dispongo de mucho tiempo, así que contaré esta historia de una
manera brusca, como decían siempre mis hermanas al referirse a sus
alicaídas citas en las que siempre las choteaban por intolerables.
Yo, siendo hombre, soy más amable que ellas, de modo que no entiendo
por qué debo desaparecer de la faz de la Tierra. ¿Por qué a mis
veintiún años tengo que alejarme de mi amado lugar de origen a esta
velocidad vertiginosa que poco a poco desgarra mi cuerpo y desintegra
mi conciencia? Ya pronto no quedará nada de mí, por lo que
expulsaré estas palabras en tanto mi mente lo resista, y si alguien
logra captar mi mensaje espero que pueda creerlo y advierta al mundo
de este indecible horror, retratado mediante el alucinante y macabro
hecho al que voy a referirme.
Yo
fui el primero en observar el fenómeno, estoy convencido, pues nunca
nadie habló de ello, ni mis amigos, vecinos, ni mi familia. No lo
mencionaron en los noticieros, ni fue escuchado por la radio, pero
sucedió, sé que sucedió, de eso no cabe duda, porque yo no sería
el único que contemplaría aquello.
Cuando lo miré por primera vez, yo estaba en mi casa. Mi residencia
es grande, tiene tres plantas. La última es una gran azotea donde a
veces hacía travesuras con mi linda enamorada Bianca. Fue en una de
esas noches de orgasmo frenético a la luz de la luna, cuando
reposaba satisfecho sobre mi manta celeste y el aire rozaba con
suavidad mis mejillas. Bianca ya se había ido después de hacerme
dichoso. Me daba flojera vestirme y bajar a mi cuarto. Aún estaba
decidiendo qué hacer, cuando eso
pasó a gran velocidad por el cielo. Pensé al principio que se
trataba de un cometa, pues poseía cabeza y cola, además dejaba tras
de sí una gran línea de fuego amarillo fosforescente. De pie, en mi
azotea, lo contemplé largo rato hasta que desapareció tras los
cerros. Su tránsito duró aproximadamente dos minutos, eso demoró
lo que vi. Me entraron deseos de coger un taxi y llegar hasta el
lugar donde el cometita
descendió, pero no había pruebas de que lo hiciera. Cuando lo
observé, avanzaba en línea recta y tal parece que siguió de largo
a través del planeta, como si estuviera de paseo por el mismo. Eso,
en definitiva, no había bajado. Me vinieron a la mente las locas
historias que había oído acerca de ovnis que se estrellan contra la
Tierra, o sobre meteoros que traen consigo extraños seres de otros
mundos, como abominables bacterias o virus indestructibles. Incluso
recordé una oscura historia sobre ángeles caídos que encallaban en
nuestro planeta, provenientes de otros planos de existencia y que
sobrevivían para luego tomar forma humana, aniquilar gente y cometer
estragos por donde pasaran. Esas historias eran solo ficción, así
que no me preocupé mucho por lo que fuera aquella
cosa.
Pero eso sí, en la noche tuve un sueño muy pesado, en mi
inconsciente se retrataba la figura de un gran puño cerrado que me
golpeaba con saña el rostro, luego se abría dejando ver sus
horribles dedos puntiagudos que atravesaban mi cuerpo y me arrancaban
las entrañas.
No
conté a nadie lo ocurrido atribuyéndolo a una fantasía de mi noche
de desnudez total en la azotea, donde la pasión atrevida de Bianca
me hizo ver estrellas desmoronándose en el cielo, en puntos donde
seguro no había nada. Me sentí muy triste en los siguientes seis
días porque a mi linda y pegajosa novia se la había tragado la
tierra, eso pensé en el momento (ironías de la vida, ella no entró
a tierra, fue al revés, ya hablaré de ello). No tuve noticias suyas
y eso me preocupó. No pude ubicarla en su casa. Sus padres me
dijeron que la última noche que la habían visto salió furibunda a
la calle diciendo que ya no quería saber nada de ellos. Pensaban que
se había fugado con alguien (con cualquiera que no fuese yo), ella
tenía esa personalidad: impredecible. En fin, se especuló un
sinnúmero de cosas. Bianca estudió conmigo en el mismo colegio, sus
papás no querían que tuviera enamorado, de modo que no me atreví a
decirles que esa noche la pasó a mi lado hasta muy tarde y que de un
momento a otro se había ¿evaporado? Callé, pues además creí la
historia de que ella me había abandonado yéndose a vivir lejos con
otro tipo, ya que esa vida de libertad que tanto anhelaba nunca se la
hubiera podido ofrecer yo que, a pesar de mi gallarda imagen, no era
solvente en lo económico. Me lo creí. Pobre de mí. Aunque recordé
el incidente del cometa y me dije que a lo mejor quedaba otra
posibilidad: que algo malo le hubiera pasado.
A
los siete días aquello
reapareció. Sobrevoló el cielo frente a mi casa y lo vi por la
ventana. Avisé a mis dos hermanas menores y ellas también lo
vieron. Mi madre se acercó tímidamente a la ventana y afirmó con
la cabeza sonriendo, «un avión», dijo. Mis hermanas intentaban
describir aquello, pero no podían; en definitiva no era un avión,
parecía más bien una estrella fugaz, un meteorito, un cometa. ¡Sí!
Podía serlo, tenía cola y cabeza, aunque de estas parecían brotar
puntas de fuego. El fenómeno siguió casi cuarenta segundos, después
a gran velocidad el bólido desapareció tras un enorme cerro. El
distrito donde yo vivía estaba rodeado por cerros que limitaban con
la provincia. Mi madre y mis hermanas no hicieron comentarios sobre
eso.
¿Acaso el único con sentido común era yo? ¿Qué diablos era
aquella cosa? Si a nadie le importaba, yo intentaría discernir y
develar el misterio.
Esa
noche acudí a la casa de mi amigo «Boca de fierro», así le decía
porque usaba brackets
que le quedaban chistosos en su cara de ratón campestre. Me dijeron
que desde la mañana no había noticias de él, cuando en cierto
momento empezó a gritar como loco por toda su casa que
había visto algo en el cielo.
Salió de prisa a la calle para poder mirarlo mejor. Dijo que
regresaría pronto. Desde ahí no se le ha vuelto a ver. Al parecer
tomó un taxi y se fue quién sabe adónde. ¿A perseguir aquello?
El caso es que no supe de él más.
A
las dos semanas volví a contemplar a ese espectro surcando los
aires, dejando tras de sí aquella tenebrosa estela de fuego amarilla
como un láser disparado desde algún cañón escondido en algún
cerro cercano a la región. Yo salía de un restaurante, tras cenar
comida china con mi padre y mi tío. Ellos proyectaban ir a tomar
algo más cerca de ahí. Mi padre al final decidió que volviéramos
a casa pues mi madre renegaría si nos tardábamos, además él tenía
que laborar temprano. Papá trabajaba revisando estructuras de casas
deshabitadas. Aquello
pasó ante nuestros ojos a dos cuadras de mi casa, estaba al otro
extremo de nosotros, en el cielo. Nos dejó atónitos. Mi tío
Josemiki dijo que sus compañeros de chamba se quedarían
estupefactos cuando les contara la experiencia y qué pena que no
tuviera una cámara de video a la mano. Mi papá, en cambio, no
parecía entender la naturaleza del fenómeno. No era persona muy
brillante y pensó que era un simple avión. Mi tío Josemiki se
quedó a dormir aquella noche en mi casa y me contó un escalofriante
relato acerca de una detestable criatura con la que mi familia estaba
relacionada: un demonio de gigantescas proporciones que vivía muy
arriba, a miles de kilómetros, en algún lugar del firmamento. Yo
siempre creí que la bóveda del cielo sólo guardaba en su seno
cosas bellas, pero lo cierto es que también era la cuna de grandes
abominaciones. Mi tío me dijo que un ancestro nuestro en la época
preincaica, la de los grandes guerreros, peleó contra el monstruo y
le rebanó una mano a la altura de la muñeca. Luego, con sus poderes
de semidiós, lo envió a una cárcel en el espacio. La mano, cuyo
color era una curiosa mezcla de un extraño fondo rojo con líneas
amarillas, desapareció inexplicablemente de la sala de trofeos de
combate en un palacio sagrado y se decía que de cuando en cuando
descendía a la tierra para capturar a los familiares y seres
queridos de nuestro antepasado. El fenómeno sucedía de forma muy
esporádica, por decir: ocho o nueves veces seguidas cada cien años.
Ocurriría hasta que no quedaran ya descendientes de aquel guerrero.
La mano en forma de meteoro aparecía como por un acto de magia
diabólico, tomaba a la persona a gran velocidad y, aunque esta se
hallara dentro de una casa, se la llevaba con todo y vivienda, la
atrapaba entre sus dientes, que tenían figura de dedos,
conduciéndola hasta el lugar donde descansaba el horrendo leviatán,
el cual se mantenía vivo devorando con lentitud a las infortunadas
víctimas que felizmente no sufrían el martirio, pues al llegar a
aquel sitio perdido en el cielo ya estaban muertas.
«Nadie
puede soportar la catastrófica presión del espacio exterior. Nadie
soporta la caída de mundos inconcebibles sobre su cabeza», decía
mi tío.
Esa
noche el tío Josemiki durmió en el sofá. Me sentía impactado al
dirigirme a mi habitación. Soñé que aquello
regresaba y que cuando mi tío lo veía pasar por la ventana, era
atrapado y sus huesos triturados para ser llevado como alimento a una
horrenda cueva en el espacio. Al amanecer, cuando desperté, en mi
casa todos comentaban la desaparición del tío. Al parecer había
ido a comprar cigarros de madrugada a una tienda que siempre estaba
abierta. Eso dijo mi padre, aunque mi madre, al intentar
corroborarlo, se dio con la sorpresa de que el dueño del lugar no
había visto para nada al extraviado. Un hecho inexplicable: la
ventana del primer piso estaba destruida hasta su base de cemento,
como si una dinamita hubiera estallado, sin embargo nadie vio ni oyó
nada. En la calle ni siquiera el guardián de la cuadra se había
percatado del espeluznante fenómeno. Había estado atento toda la
noche; empero, lo que hubiera sido eso,
si hizo ruido, procuró hacer el menor posible, a fin de lograr su
cruel propósito. Muy abatido en mi interior, mientras mis nervios se
dilataban, pensé: «el tío también».
A
las tres semanas volví a verlo; era la cuarta vez. Yo retornaba de
comprar libros en una tienda cercana, y lo avisté volando en
dirección al sur. Dejé caer los textos al suelo, me dirigí al
primer peatón que hallé y le dije como un bobo: «oiga, ¿ve eso?»,
pero el sujeto me miró como si yo fuera un retrasado. Corrí hasta
mi hogar sin detenerme y me di con la sorpresa de que no había
nadie. Examiné todo el lugar palmo a palmo, encontré el gancho de
mi madre encima de la baranda de cemento de la azotea. Tenía una
pequeña mancha de sangre. Ella lo vio y creyó en ello.
¡No! A esa hora debería estar ahí, con mis hermanas. ¡Se las
había llevado a todas! Sentí un olor a quemado proveniente del
piso; de pronto retrocedí horrorizado. Vi dos pares de zapatos
ensangrentados pertenecientes a mis hermanas. Pensé que los pies aún
estaban dentro de ellos, pero no había pies. La sangre no era mucha,
aunque sí la suficiente para darme cuenta de una cruenta verdad: era
mentira eso de que las víctimas no sufrían. ¡Sí padecían cuando
eran atrapadas por esa cosa!
Cuando
mi padre llegó a la casa, me comentó que en una semana le tocaría
revisar una moderna construcción en apariencia sólida, y que tenía
que descender al sótano de aquella residencia situada en las afueras
del distrito. El sótano no era muy grande, si se iba a refaccionar
esa vivienda podía pensarse en la opción de clausurar aquel cuarto
subterráneo o renovarlo; en fin, él siempre me contaba sus
proyectos. De repente, al no encontrar ni a mi madre ni a mis
hermanas se preocupó, le dije: «ellas también». Él no mencionó
una palabra, solo hizo una mueca triste, de resignación y continuó
su vida como si nada hubiese pasado. Así transcurrió una semana de
tenebrosa soledad para ambos. Recibí de las manos de mi padre las
llaves de la casa que había de revisar, él quería que lo
acompañara al día siguiente para realizar el trabajo. Su gran
preocupación y su imposibilidad por explicar las desapariciones lo
consumían de modo acelerado. Yo conocía el secreto y estoy seguro
de que papá, también en lo más profundo de su ser, lo atisbaba.
Parecía como si estuviese esperando que las cosas terminaran como
acabaron porque después de recibir las llaves, que eran varias
(incluyendo las del sótano de la casa deshabitada), decidí hacer el
trabajo por él, quien a duras penas comía, caminaba, existía.
Después de hacer el trabajo, que debía ser presentado mediante un
informe al día siguiente, me dirigí a mi casa en taxi y ¡lo vi!
Aquella cosa navegaba en el cielo y lucía más gigante que antes,
aunque calculé el tamaño desde aquella distancia y percibí que no
era tan grande como aparentaba; pero era grande, tendría unos
veinticinco o treinta metros. Me asusté porque iba en dirección a
mi casa, luego pareció esfumarse un rato en el cielo para volver a
surgir más temible que antes. Abría sus dedos, como buscando algo
en la atmósfera, y se fue con rapidez hasta perderse a través del
horizonte. Al llegar a mi residencia, grité: ¡papá!, ¿estás
bien? ¡Papá! Lo llamé una y otra vez. Mi progenitor me miró por
la ventana del segundo piso respondiéndome: ¿qué pasa? ¿Por qué
gritas así? ¿Estás mal de la cabeza? Yo sonreí unos segundos; de
inmediato mi alegría se trastocó en un inmenso terror, pues mi
padre miró hacia el cielo y enseguida retrocedió unos pasos para
zambullirse dentro de mi casa ¡que era cargada en vilo por un puño
gigantesco que se abrió extendiendo sus dedos! ¡Levantó la casa
entera desde el ras del piso como si fuera una pieza de torta
sostenida por una paleta, y la llevó hacia arriba, en dirección a
las nubes! La aparición fue una especie de visión fantasmal que se
extinguió de súbito, y con ella a mi papá, aún escucho sus
gritos, ahogados de horror, gemir desde dentro de la casa que se
perdió a una velocidad apabullante en el cielo.
¡Lo
he visto! ¡La he visto! ¡Y estoy condenado! Todos lo vieron y
creyeron, luego se extinguieron sus cuerpos. El relato era cierto.
Cogí las llaves y las puse en mi bolsillo, saqué el poco dinero que
quedaba en mi billetera y en un taxi me enrumbé a la casa
deshabitada que mi padre en cierta forma me había cedido por ese
corto espacio de tiempo muy a mi desdichada suerte. El conductor del
taxi me veía sudar frío rezando en voz baja, con mis ojos clavados
en la ventana, por ahí miraba hacia arriba, rogaba que no bajase
ninguna maldad ignominiosa de la bóveda celeste; quizá por eso me
trasladó muy rápido dejándome en el terreno descampado donde se
hallaba la vivienda. El taxista casi se fue sin cobrar, muy asustado
ante su ultranervioso pasajero. Mientras viajé en el auto, oí el
chirrido de eso
que se acercaba en el aire, pero no fue sino hasta que estuve cerca
de la casa que lo escruté en el cielo, lo contemplé a lo lejos,
ello
salía desde atrás de un cerro como una cabeza… un puño cerrado
que pronto abriría sus cinco dedos puntiagudos, dispuestos a
trinchar mi pobre cuerpo para poder alimentar a un ser
indescriptible.
Hubiera
deseado tener la fortaleza de mi antepasado en aquellos momentos, de
alguna manera la tuve pues desafié a esa cosa gritando: «¡Me
quieres, ven por mí! ¡Moriremos juntos esta vez!». Había nueve
piezas de dinamita en el desván de la casa que mi padre había
guardado aparte, por si querían demolerla, les amarré una mecha
larga, coloqué la dinamita en el segundo y primer piso, y bajé al
sótano, estiré la mecha lo más que pude. Tras cerrar la puerta del
sótano con llave, me dediqué a analizar la situación. Estaba
seguro de que el cuarto estaba situado por lo menos a tres metros
bajo tierra y aquello
podría confundirse durante la explosión llevándose nada más la
casa desde el ras del suelo. Así yo me salvaría, ya que el sótano
se encontraba bajo el nivel de altura de la casa. Quizá aquella
entidad, al no recibir su mano gigantesca con comida, se odiaría a
sí misma ante su torpeza y desistiría finalmente de su maléfica
costumbre. Sueños. Solo sueño. Mi hora está por llegar y aquella
mano voladora no me permitirá seguir viviendo, puedo apostarlo,
estoy ya convencido de ello cuando siento el temblor, a la tierra
agitarse y algo levantándose encima de mí. Aquello
ha llegado. Enciendo la mecha y unos segundos después algo estalla
sobre mi ubicación. Ha debido ser muy violento porque todo alrededor
mío ha temblado. La sensación fue demoledora, caigo pesadamente
hacia atrás, me desmayo…
Cuando
desperté, continuaba dentro del sótano, todo seguía como antes, no
percibía la más mínima sensación de movimiento. La puerta se
hallaba aún cerrada. Mi cuerpo estaba fijo en la tierra, así que
salté y bailé con mucha alegría, había vencido a esa maldita mano
de fuego. Esa cosa se había llevado la casa vacía y de seguro con
la explosión había resultado lastimada. Estaba feliz, pero mi
suerte ¿cuánto duraría? ¿Qué me garantizaba que eso
no iba a regresar? Ascendí lento, abrí la puerta dispuesto a ver la
luz del sol, agobiado después del terrible trance que fue sobrevivir
la noche anterior. ¿Era de día? A través de una delgadísima
brecha junto a la puerta del sótano un leve rayo de luz se
reflejaba, y mis ojos danzaron con este. Era una extraña luminosidad
que cambiaba de color, de amarillo a rojo, de rojo a naranja, de
naranja a amarillo, y así sucesivamente.
Abro
la puerta del sótano con la llave, salgo al exterior... Lo que veo
me hace ensanchar los átomos del cuerpo, porque
estoy ascendiendo
en un terrorífico viaje a una velocidad sorprendente, tan rápido
que no puedo sentir que me muevo. Estoy miserablemente embarcado
hacia un destino sádico que me convertirá dentro de poco en el
bocado de algún ser innombrable que habita mas allá de las
estrellas. El aire se hace sofocante, no puedo respirar, mis ojos se
dilatan... mi garganta se ahoga...
ESTOY
EN EL ESPACIO EXTERIOR, RODEADO DE LUCES PROVENIENTES DE
ASTROS DESESPERANTES. Me hallo ENCIMA DE UN ENORME MONTíCULO DE
TIERRA QUE HA SIDO LEVANTADO DE CUAJO PARA ASCENDER EN UN TEMIBLE
VIAJE HACIA LO IGNOTO...
ESTOY
EN LA PALMA DE AQUELLA MANO ROJO NARANJA, PALMA ABIERTA DE PAR EN
PAR, QUE DISPARADA ME LLEVA HACIA ARRIBA, MUY, MUUUY ARRIBA, MáS
ALLA DE LAS ESFERAS, HACIA ALGUNA NEGRA GALAXIA...
:o
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