jueves, 1 de enero de 2015

Paulo Manterola


Interrupción.


Hubo un campo una vez, hace años, prodigiosamente extenso, 
 fascinante –acabado en su más mínimo detalle, casi de forma 
 superflua–, a un lado de alguna estación de trenes. Nunca supe 
 cómo llegué hasta ahí con exactitud. Recuerdo haber tomado el 
 tren hacia el condado de York, aunque no recuerdo a dónde me 
dirigía realmente. En esa época, las estaciones no eran tan 
elegantes como lo son ahora. Todavía ni siquiera había letreros que 
 indicaran a dónde se llegaba. Apenas si funcionaban con 
 regularidad y sin dificultades los trenes. De todas formas, me 
quedé dormido. Tal era mi desconcierto al despertar que tuve que 
bajar en algún otro lugar que nunca pude averiguar cuál era o 
dónde quedaba. No había señalizaciones. Luego de caminar un 
largo rato, me encontré con aquella gloriosa y colmada nada. 
Entonces, todo perdió importancia. Me abandoné allí. Lo poco que 
alcanzo a evocar está impregnado en mi memoria de un modo muy 
abstracto, impreciso. Incluso en su momento así lo sentí también.
  Es probable que tal vez aquello no lo haya más que soñado.
  Pero entonces, hubo un campo. Una vez. Y una niña.
  Parecía no tener fin, aquel paisaje. La línea del horizonte, que 
descansaba sobre el suave filo de algunas pequeñas colinas no muy 
pronunciadas, se encontraba tan alejada entre toda esa verde 
inmensidad, que no pude atreverme a calcular su distancia
siquiera.No había más. Ni árboles ni senderos u otra cosa 
alrededor. Era nada más que una perfecta y armoniosa continuidad 
de colores vivos y resplandecientes.
  Simplemente quise recorrerlo, con un paso tranquilo aunque
excitado, esperando que más allá de éste, si hubiera algo 
acaso, fuera nada más que el fin del mundo.
  El cielo estaba nublado, completamente, anticipando una lluvia 
que nunca iba a caer, con una opacidad traslúcida.
  No había día ni noche. Era imposible adivinar.
  La brisa, fresca y constante, traía consigo un rocío que no llegaba a mojar.
  Luego, en la lejanía, la vi a esta niña.
  Me paralizó, en un principio, sentir que me arrebataban de repente 
de aquella soberbia soledad, aunque finalmente entré en la cuenta 
de que no era una casualidad que ella hubiera aparecido ahí, en ese 
preciso momento, y que el intruso, en realidad, era yo.
  Su figura, escuálida y ostentosa, sustraía la atención de cualquier otra cosa.
  Estaba lejos y abstraída en sí misma. No hubiera notado mi 
presencia. De todas formas, por miedo tal vez a que aquella 
majestuosa figuración de repente se viniera abajo o se 
interrumpiera, decidí sentarme en el pasto y nada más observarla.
  Lo primero que me llamó la atención fue que llevaba puestas en 
los pies unas pequeñas medias de toalla a rayas, de muchos 
colores, pero no tenía calzado alguno. Vestía una pollera floreada 
corta, que le cubría hasta la mitad de los muslos, y, arriba, una 
remera color crema algo verdoso, ajustada a su delgada figura. Su 
pelo, largo y abundante, era castaño claro excepto por algunos 
reflejos dorados. Estaba revuelto, desarreglado.
  Me acerqué un poco más, aunque seguía lo suficientemente alejado.
  No quería invadirla en esa serena apatía que suscitaba.
  De repente, se detuvo y se sentó cruzando las piernas a sus 
costados, con las rodillas apoyadas sobre los tobillos opuestos. 
Después de jugar un poco con sus cabellos, sacó un pequeño libro 
del bolsillo de adelante de su pollera. Era un libro extraño, a juzgar 
desde lejos. No tenía tapa ni reverso. Ella iba dando vuelta las 
páginas al azar, para atrás  o para adelante, perdida en dicha tarea.
  Desde donde estaba, no podía alcanzar a ver el contenido de las 
hojas que iba pasando, una y otra vez, incansable. Sin embargo, 
había algo inquietante allí.
  Noté que en sus manos tenía alguna clase de dibujos o manchas. Tal vez se los hubiera hecho ella misma. Pero luego vi que desaparecían o se escurrían hacia otro punto, irregulares, inconstantes; y no estaban sólo en sus manos. Todos aquellos extraños símbolos se iban esparciendo por toda su piel por momentos y se desvanecían en un abrir y cerrar de ojos, y luego volvían a aparecer. En sus muslos, su rostro, su pecho. Ninguno guardaba una forma definida realmente, resultaban incomprensibles. Parecían tener vida propia.
  Era aterrador en cierto aspecto, pero a su vez fascinante.
Ella parecía no notar o sentir estos cambios, o tal vez ya se habría acostumbrado.
  No sé cuánto tiempo habré pasado allí dicho día. Pero sentí la 
necesidad de irme en ese instante. Me sentía consternado, aturdido. 
Y realmente no recuerdo cómo salí de ese lugar, pero me desperté 
en el vagón de un tren que se dirigía hacia mi casa, en el condado 
de Wellingborough –sobre la calle Oxford–, sin saber cómo había 
llegado hasta ahí.
  Todavía tenía la sensación de haber estado en ese lugar.
  Y me sentía algo estático en realidad, profundamente tocado por todo aquello.
   No volví a encontrar nunca más tal sitio.
  Busqué por todos lados. Recorrí incansable cada centímetro de 
 tierra. Fue inútil.
  Sólo volví en sueños. Esta vez, absolutamente seguro de que eso 
fueron.
 Pasó un tiempo hasta que me di por vencido de volver a encontrar ese lugar en el medio de la nada misma. Visité durante 
variassemanas todos los campos de aquel condado al que me dirigí 
ese día, para fracasar una y otra vez en todos mis intentos.
  Volví a encontrarme con aquel paisaje, un día como cualquier otro 
en que me encontraba recostado en el sillón de mi casa, releyendo 
algunos libros olvidados.
  Como es natural, tanto en la vida como en los sueños, todo 
continuaba prácticamente igual, pero en realidad no. Y como es 
natural, también en la vida como en los sueños, todo estaba en el 
lugar en que debía estar.
  Empecé a caminar, con los pies descalzos, por el verde forraje del 
lugar, meditando cada paso, con cautela, tratando de no agitar con 
mis movimientos la serenidad que fluía en el aire. Volví a 
embriagarme de esa suave brisa que corría. Casi había olvidado 
aquella sensación de ingravidez que nuevamente me arrebataba. No muy lejos de donde estaba, pude advertir un lago que antes no
había notado y detuve mi andar. Unos cuantos chicos jugaban y se 
molestaban alrededor de éste y alguno que otro se zambullía dentro.
  Me quedé observando una vez más, sentado, manteniendo cierta 
distancia.
  Mientras los chicos seguían con sus tonteras, a unos cuantos 
metros, mis ojos se encontraron de pronto con aquella niña que 
había visto aquella primera vez.
  No parecía querer prestarle atención a sus juegos.
  Estaba vestida con las mismas ropas. Tal vez tenía el pelo un poco 
más revuelto de lo que recordaba, y algo más claro. Se encontraba 
sentada en la misma posición, con las piernas cruzadas hacia sus 
costados, leyendo siempre ese mismo libro, compenetrada, yendo 
de una página a otra, más atrás o más adelante, de forma arbitraria. 
No lograba entenderlo.
  Las manchas también seguían presentes en toda su piel, continuamente cambiantes, caprichosas. Me alteraba nada más verlas.
Me resultaba difícil, ciertamente, comprender todo aquello.
A ella no parecía interesarle lo que pasara a su alrededor. No levantaba la mirada. Ni siquiera daba signos de notar la presencia de esos chicos o de sus travesuras. Luego, uno de ellos se le acercó y comenzó a hablarle. Ella lo miró y le sonrió amablemente, pero le hizo un ademán negativo con su cabeza. Mientras el chico continuaba hablándole, las manchas comenzaron a animarse, multiplicándose a cada momento. El chico se sorprendió, pero trató de disimularlo. Cada vez más fuertes y vivas, las manchas se concentraron en su rostro. El chico calló por un momento, extrañado. Le señaló el rostro. Ella no sabía qué era lo que éste le indicaba. No entendía qué era lo que le decía. Trató de quitarse algo de la cara que no sabía qué era. Restregaba sus dedos por toda su frente, por sus labios, su nariz, pero eso sólo excitaba la convulsión de aquellas manchas.
  El chico salió corriendo hacia el lago, donde estaban los demás, y 
les contó aquel extraño acontecimiento, ese mágico espanto.
  Ella no sabía bien qué había sucedido, de modo que reanudó su lectura.
  Poco a poco, se fueron acercando a ella algunos otros chicos, 
curiosos, a observarla. La niña no podía entender qué era lo que 
querían. Ellos secreteaban entre uno y otro y se empujaban. 
Estaban algo amedrentados. Ella comenzó a sentirse incómoda. 
Cerró el libro y los desafió con sus ojos, molesta.
  Las manchas comenzaron a alborotarse más y más.
  Los chicos se rieron y se burlaron de ella hasta que finalmente salió corriendo, sin poder contener un llanto que me resultó desolador.
  Me desperté, sin más.
  Me di cuenta que había estado durmiendo durante dos días.
  Tenía hambre, mucha. Pero más que nada, sueño.
  Unas semanas después, estando recostado en mi cama una noche 
cualquiera, volví a encontrarme en ese campo. El cielo había 
cambiado, estaba completamente oscuro.
  Me sentía algo desconcertado, perturbado.
  Estaba sentado sobre el pasto, tocando una canción, una melodía 
con un laúd. Aquellos sonidos no salían solamente del instrumento, sino que también sonaban a mi alrededor, dentro de mi cabeza. 
Nunca he tocado un instrumento musical en mi vida y, menos aún, 
un laúd. Pero sabía exactamente dónde poner los dedos y me salía 
naturalmente.
  La serenidad que impregnaba el aire, esa levedad, había 
desaparecido.
  Ella estaba cerca, más cerca de lo que alguna vez había estado, aunque no parecía dar cuenta de mi presencia o de la melodía que yo estaba tocando. Teníamos el lago a nuestros pies. Ella en un extremo y yo en el otro. Iba caminando animadamente hasta cierto punto, ladeando la orilla, daba la vuelta y volvía hasta dónde había comenzado, una y otra vez, mirándose los pies, como jugando. Se detenía cada tanto y descansaba su cuerpo sobre sus rodillas, acercando su rostro al agua, para ver su reflejo. Pero cada vez que lo hacía, el agua a su alrededor ennegrecía.
  Esto le provocaba disgusto y su andar se tornaba cada vez más nervioso. 
Yo me senté en la orilla y bajé mis pies desnudos para remojarlos
en el algo. Traté de fingir que yo tampoco la notaba a ella.
  En un momento, desapareció. Comencé a buscarla en la oscuridad, a mis costados.
  No había nadie a mi alrededor.
  Finalmente, la sentí a mis espaldas. Y me di vuelta.
  Tenía un rostro precioso, gruesos labios rosados y unos pequeños 
ojos verdes, tristes, asombrosos. Pero esas manchas eran 
horrorosas. Comenzaron a amontonarse en sus pómulos, en la frente, dentro de sus ojos. Las formas me inquietaban, aunque no podía comprenderlas en absoluto. Había en ellas algo desconcertante.
  El sobresalto me despertó a la mitad de la noche y ya no pude 
volver a cerrar los ojos, durante varios días, sin que volvieran a mi 
 memoria aquellas manchas.
  No tuve más sueños en un largo tiempo.
  Seguí buscando aquel extraño lugar, con obstinación. Sin éxito, 
claro.
  El último sueño fue el más curioso e insólito de todos.
  Lo tuve hace apenas unos días.
  Ella había crecido, mucho. Era ya una muchacha grande. Sus ropas no habían cambiado sin embargo. Seguía llevando una pollera floreada y una remera exactamente del mismo color, según recuerdo, aunque ahora la figura que marcaba era la de una mujer. Andaba descalza y su pelo estaba aún más claro, siempre revuelto. Las manchas seguían allí, en toda su piel, vivas, latiendo, agitándose.
  Tenía un bebé en sus brazos.
  El libro estaba tirado a un costado, cerrado.
  El lugar ahora se encontraba repleto de arbustos que nunca antes había visto. Estaba oscuro, más todavía que la última vez, y caía una llovizna insistente y pesada. 
Yo me encontré recostado sobre la hierba, desnudo, algo confundido. Estábamos no demasiado lejos el uno del otro, aunque resultaba difícil ver algo a la distancia. El pequeño comenzó a llorar. El lago estaba profundo, a causa del aguacero.
  Ella comenzó a mecerlo, pero el pequeño no parecía querer calmarse y continuaba su llanto. Luego, ella descubrió uno de sus pechos y trató de acercar la boca del bebé a éste. Pero no había nada adentro de ella, y lo sabía.
Me sentí violentamente excitado al ver esto, por alguna razón.
En qué estás pensando, me dije a mí mismo. Te vas a ir al infierno, seguí repitiendo.
  No podía apartar la mirada.
  El bebé puso el pezón de ella entero en su boca y comenzó a morderlo. No cabían dudas de que a ella esto le dolía, pero no lo rechazó.
  Las manchas comenzaron a agitarse y se concentraron en ese pecho.
  El pequeño apartó la boca del pezón y comenzó a escupir sangre. Tosía. Ya no lloraba. Y luego, pausadamente, comenzó a dejar de respirar.
  Ella se desarmó en gemidos y llanto, con el chico aún en brazos, por un largo rato.
  Creo que hubiera querido hacer lo mismo, pero no pude.
  Todavía me encontraba paralizado y excitado por toda la situación.
Se calmó un poco y, mientras seguía sollozando apenas, dejó al
bebé sobre el pasto y se recostó a su lado. La lluvia comenzó a 
caer con más fuerza hasta convertirse en una tormenta. Por 
 momentos, el cielo resplandecía y palpitaba con algún relámpago 
para luego volver a una oscuridad absoluta y aciaga.
  Yo me acerqué a ella y me recosté también a su lado, con mi cuerpo pegado al suyo. Le hice unas caricias en el pelo mojado, pensando que dormía, pero se levantó con sobresalto al advertir mi presencia. La sujeté enérgicamente desde atrás y comencé a 
frotarle los brazos con mis manos. Traté de calmarla. Nada más quería consolarla y abrigarla.
  Me miró los brazos y las manos. Éstos estaban repletos de manchas como las que tenía ella, convulsionándose, apareciendo y desapareciendo agitados. Yo no lograba comprender.
  Se dio vuelta y sus ojos se detuvieron en los míos.
  Ver ese rostro una vez más fue algo glorioso. Las manchas se alborotaban en su rostro, pero ya no me perturbaban. A ella no le perturbaba el mío tampoco. No eran simplemente las manchas. Alzó su mano izquierda y, con los dedos, levantó uno de mis párpados que estaba adormecido, dejando ambos ojos en perfecta simetría. Por ese instante, por alguna razón que no pude comprender. Y me sonrió.
  No dijo una palabra, pero creo que pude intuir sus pensamientos.
  Por primera vez, ella había notado las manchas que afloraban y latían en su piel, en todas las partes de su cuerpo. No estaba asustada. 
Las seguía con sus dedos, como jugando.
Pensó que tal vez podía lavarlas. Se levantó y fue caminando hacia el lago. Se metió dentro de este hasta desaparecer por completo.
Esperé un largo rato a que volviera a salir, pero era inútil. Lo sabía.
  El bebé aún yacía a mi lado, sin vida.
  Me recosté en la hierba, desnudo, excitado, y esperé a que la oscuridad me tragara.
  Me desperté en el vagón de un tren. Era de día. 
No tengo la más mínima idea de hacia dónde iba aquel tren. No 
 quise averiguarlo tampoco. Por la ventana, pude ver un paisaje 
desierto que se me parecía al que ya conocía, al que hace un rato 
había dejado atrás en mi sueño. Pero este tenía el suelo arenoso, 
devastado. Todos los árboles estaban muertos. Había una 
depresión, a lo lejos, en la tierra cuarteada, seca. No tenía 
intenciones de averiguar si estaba cerca de York o no, o dónde 
estaba siquiera. Realmente, no tenía interés en saber adónde se 
dirigía el tren.
  Seguía sonando dentro de mi cabeza aquella melodía que había escuchado en el otro sueño, en otra vida, antes o después. 
 Me toqué el rostro, con un profundo terror a descubrir que había sufrido algún tipo de parálisis facial. Miré por la ventana una vez más, buscándola.
  No, no te hagas grandes ideas, me dije.
  No van a suceder.
 Volví a recostarme y me dormí.

 
Por Paulo Manterola

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