Interrupción.
Hubo un campo una vez, hace
años, prodigiosamente extenso,
fascinante –acabado en su más
mínimo detalle, casi de forma
superflua–, a un lado de alguna
estación de trenes. Nunca supe
cómo llegué hasta ahí con
exactitud. Recuerdo haber tomado el
tren hacia el condado de York,
aunque no recuerdo a dónde me
dirigía realmente. En esa época, las
estaciones no eran tan
elegantes como lo son ahora. Todavía ni
siquiera había letreros que
indicaran a dónde se llegaba. Apenas si
funcionaban con
regularidad y sin dificultades los trenes. De todas
formas, me
quedé dormido. Tal era mi desconcierto al despertar que
tuve que
bajar en algún otro lugar que nunca pude averiguar cuál
era o
dónde quedaba. No había señalizaciones. Luego de caminar un
largo rato, me encontré con aquella gloriosa y colmada nada.
Entonces, todo perdió importancia. Me abandoné allí. Lo poco que
alcanzo a evocar está impregnado en mi memoria de un modo muy
abstracto, impreciso. Incluso en su momento así lo sentí también.
Es probable que tal vez
aquello no lo haya más que soñado.
Pero entonces, hubo un campo.
Una vez. Y una niña.
Parecía no tener fin, aquel
paisaje. La línea del horizonte, que
descansaba sobre el suave filo
de algunas pequeñas colinas no muy
pronunciadas, se encontraba tan
alejada entre toda esa verde
inmensidad, que no pude atreverme a
calcular su distancia
siquiera.No había más. Ni árboles ni
senderos u otra cosa
alrededor. Era nada más que una perfecta y
armoniosa continuidad
de colores vivos y resplandecientes.
Simplemente quise recorrerlo,
con un paso tranquilo aunque
excitado, esperando que más allá de
éste, si hubiera algo
acaso, fuera nada más que el fin del mundo.
El cielo estaba nublado,
completamente, anticipando una lluvia
que nunca iba a caer, con una
opacidad traslúcida.
No había día ni noche. Era
imposible adivinar.
La brisa, fresca y constante,
traía consigo un rocío que no llegaba a mojar.
Luego, en la lejanía, la vi a
esta niña.
Me paralizó, en un principio,
sentir que me arrebataban de repente
de aquella soberbia soledad,
aunque finalmente entré en la cuenta
de que no era una casualidad
que ella hubiera aparecido ahí, en ese
preciso momento, y que el
intruso, en realidad, era yo.
Su figura, escuálida y
ostentosa, sustraía la atención de cualquier otra cosa.
Estaba lejos y abstraída en
sí misma. No hubiera notado mi
presencia. De todas formas, por miedo
tal vez a que aquella
majestuosa figuración de repente se viniera
abajo o se
interrumpiera, decidí sentarme en el pasto y nada más
observarla.
Lo primero que me llamó la
atención fue que llevaba puestas en
los pies unas pequeñas medias
de toalla a rayas, de muchos
colores, pero no tenía calzado alguno.
Vestía una pollera floreada
corta, que le cubría hasta la mitad de
los muslos, y, arriba, una
remera color crema algo verdoso, ajustada
a su delgada figura. Su
pelo, largo y abundante, era castaño claro
excepto por algunos
reflejos dorados. Estaba revuelto, desarreglado.
Me acerqué un poco más,
aunque seguía lo suficientemente alejado.
No quería invadirla en esa
serena apatía que suscitaba.
De repente, se detuvo y se
sentó cruzando las piernas a sus
costados, con las rodillas apoyadas
sobre los tobillos opuestos.
Después de jugar un poco con sus
cabellos, sacó un pequeño libro
del bolsillo de adelante de su
pollera. Era un libro extraño, a juzgar
desde lejos. No tenía tapa
ni reverso. Ella iba dando vuelta las
páginas al azar, para atrás
o para adelante, perdida en dicha tarea.
Desde donde estaba, no podía
alcanzar a ver el contenido de las
hojas que iba pasando, una y otra
vez, incansable. Sin embargo,
había algo inquietante allí.
Noté que en sus manos tenía
alguna clase de dibujos o manchas. Tal vez se los hubiera hecho ella
misma. Pero luego vi que desaparecían o se escurrían hacia otro
punto, irregulares, inconstantes; y no estaban sólo en sus manos.
Todos aquellos extraños símbolos se iban esparciendo por toda su
piel por momentos y se desvanecían en un abrir y cerrar de ojos, y
luego volvían a aparecer. En sus muslos, su rostro, su pecho.
Ninguno guardaba una forma definida realmente, resultaban incomprensibles. Parecían tener vida propia.
Era aterrador en cierto
aspecto, pero a su vez fascinante.
Ella parecía no notar o
sentir estos cambios, o tal vez ya se habría acostumbrado.
No sé cuánto tiempo habré
pasado allí dicho día. Pero sentí la
necesidad de irme en ese
instante. Me sentía consternado, aturdido.
Y realmente no recuerdo
cómo salí de ese lugar, pero me desperté
en el vagón de un tren
que se dirigía hacia mi casa, en el condado
de Wellingborough –sobre
la calle Oxford–, sin saber cómo había
llegado hasta ahí.
Todavía tenía la sensación
de haber estado en ese lugar.
Y me sentía algo estático en
realidad, profundamente tocado por todo aquello.
No volví a encontrar nunca
más tal sitio.
Busqué por todos lados.
Recorrí incansable cada centímetro de
tierra. Fue inútil.
Sólo volví en sueños. Esta
vez, absolutamente seguro de que eso
fueron.
Pasó un tiempo hasta que me
di por vencido de volver a encontrar ese lugar en el medio de la nada
misma. Visité durante
variassemanas todos los campos de aquel
condado al que me dirigí
ese día, para fracasar una y otra vez en
todos mis intentos.
Volví a encontrarme con aquel
paisaje, un día como cualquier otro
en que me encontraba recostado
en el sillón de mi casa, releyendo
algunos libros olvidados.
Como es natural, tanto en la
vida como en los sueños, todo
continuaba prácticamente igual, pero
en realidad no. Y como es
natural, también en la vida como en los
sueños, todo estaba en el
lugar en que debía estar.
Empecé a caminar, con los
pies descalzos, por el verde forraje del
lugar, meditando cada paso,
con cautela, tratando de no agitar con
mis movimientos la serenidad
que fluía en el aire. Volví a
embriagarme de esa suave brisa que
corría. Casi había olvidado
aquella sensación de ingravidez que
nuevamente me arrebataba. No muy lejos de donde estaba, pude advertir
un lago que antes no
había notado y detuve mi andar. Unos cuantos
chicos jugaban y se
molestaban alrededor de éste y alguno que otro
se zambullía dentro.
Me quedé observando una vez
más, sentado, manteniendo cierta
distancia.
Mientras los chicos seguían
con sus tonteras, a unos cuantos
metros, mis ojos se encontraron de
pronto con aquella niña que
había visto aquella primera vez.
No parecía querer prestarle
atención a sus juegos.
Estaba vestida con las mismas
ropas. Tal vez tenía el pelo un poco
más revuelto de lo que
recordaba, y algo más claro. Se encontraba
sentada en la misma
posición, con las piernas cruzadas hacia sus
costados, leyendo
siempre ese mismo libro, compenetrada, yendo
de una página a otra,
más atrás o más adelante, de forma arbitraria.
No lograba
entenderlo.
Las manchas también seguían
presentes en toda su piel, continuamente cambiantes, caprichosas. Me
alteraba nada más verlas.
Me resultaba difícil,
ciertamente, comprender todo aquello.
A ella no parecía interesarle
lo que pasara a su alrededor. No levantaba la mirada. Ni siquiera
daba signos de notar la presencia de esos chicos o de sus travesuras.
Luego, uno de ellos se le acercó y comenzó a hablarle. Ella lo miró
y le sonrió amablemente, pero le hizo un ademán negativo con su
cabeza. Mientras el chico continuaba hablándole, las manchas
comenzaron a animarse, multiplicándose a cada momento. El chico se
sorprendió, pero trató de disimularlo. Cada vez más fuertes y
vivas, las manchas se concentraron en su rostro. El chico calló por
un momento, extrañado. Le señaló el rostro. Ella no sabía qué
era lo que éste le indicaba. No entendía qué era lo que le decía.
Trató de quitarse algo de la cara que no sabía qué era. Restregaba
sus dedos por toda su frente, por sus labios, su nariz, pero eso sólo
excitaba la convulsión de aquellas manchas.
El chico salió corriendo
hacia el lago, donde estaban los demás, y
les contó aquel extraño
acontecimiento, ese mágico espanto.
Ella no sabía bien qué había
sucedido, de modo que reanudó su lectura.
Poco a poco, se fueron
acercando a ella algunos otros chicos,
curiosos, a observarla. La
niña no podía entender qué era lo que
querían. Ellos secreteaban
entre uno y otro y se empujaban.
Estaban algo amedrentados. Ella
comenzó a sentirse incómoda.
Cerró el libro y los desafió con sus
ojos, molesta.
Las manchas comenzaron a
alborotarse más y más.
Los chicos se rieron y se
burlaron de ella hasta que finalmente salió corriendo, sin poder
contener un llanto que me resultó desolador.
Me desperté, sin más.
Me di cuenta que había estado
durmiendo durante dos días.
Tenía hambre, mucha. Pero más
que nada, sueño.
Unas semanas después, estando
recostado en mi cama una noche
cualquiera, volví a encontrarme en
ese campo. El cielo había
cambiado, estaba completamente oscuro.
Me sentía algo desconcertado,
perturbado.
Estaba sentado sobre el pasto,
tocando una canción, una melodía
con un laúd. Aquellos sonidos no
salían solamente del instrumento, sino que también sonaban a mi
alrededor, dentro de mi cabeza.
Nunca he tocado un instrumento
musical en mi vida y, menos aún,
un laúd. Pero sabía exactamente
dónde poner los dedos y me salía
naturalmente.
La serenidad que impregnaba el
aire, esa levedad, había
desaparecido.
Ella estaba cerca, más cerca
de lo que alguna vez había estado, aunque no parecía dar cuenta de
mi presencia o de la melodía que yo estaba tocando. Teníamos el
lago a nuestros pies. Ella en un extremo y yo en el otro. Iba
caminando animadamente hasta cierto punto, ladeando la orilla, daba
la vuelta y volvía hasta dónde había comenzado, una y otra vez,
mirándose los pies, como jugando. Se detenía cada tanto y
descansaba su cuerpo sobre sus rodillas, acercando su rostro al agua,
para ver su reflejo. Pero cada vez que lo hacía, el agua a su
alrededor ennegrecía.
Esto le provocaba disgusto y
su andar se tornaba cada vez más nervioso. Yo me senté en la orilla y bajé mis pies desnudos para remojarlos
en el algo. Traté de fingir que yo tampoco la notaba a ella.
En un momento, desapareció.
Comencé a buscarla en la oscuridad, a mis costados.
No había nadie a mi
alrededor.
Finalmente, la sentí a mis
espaldas. Y me di vuelta.
Tenía un rostro precioso,
gruesos labios rosados y unos pequeños
ojos verdes, tristes,
asombrosos. Pero esas manchas eran
horrorosas. Comenzaron a
amontonarse en sus pómulos, en la frente, dentro de sus ojos. Las
formas me inquietaban, aunque no podía comprenderlas en absoluto.
Había en ellas algo desconcertante.
El sobresalto me despertó a
la mitad de la noche y ya no pude
volver a cerrar los ojos, durante
varios días, sin que volvieran a mi
memoria aquellas manchas.
No tuve más sueños en un
largo tiempo.
Seguí buscando aquel extraño
lugar, con obstinación. Sin éxito,
claro.
El último sueño fue el más
curioso e insólito de todos.
Lo tuve hace apenas unos días.
Ella había crecido, mucho.
Era ya una muchacha grande. Sus ropas no habían cambiado sin
embargo. Seguía llevando una pollera floreada y una remera
exactamente del mismo color, según recuerdo, aunque ahora la figura
que marcaba era la de una mujer. Andaba descalza y su pelo estaba aún
más claro, siempre revuelto. Las manchas seguían allí, en toda su
piel, vivas, latiendo, agitándose.
Tenía un bebé en sus brazos.
El libro estaba tirado a un
costado, cerrado.
El lugar ahora se encontraba
repleto de arbustos que nunca antes había visto. Estaba oscuro, más
todavía que la última vez, y caía una llovizna insistente y
pesada.
Yo me encontré recostado
sobre la hierba, desnudo, algo confundido. Estábamos no demasiado
lejos el uno del otro, aunque resultaba difícil ver algo a la
distancia. El pequeño comenzó a llorar. El lago estaba profundo, a
causa del aguacero.
Ella comenzó a mecerlo, pero
el pequeño no parecía querer calmarse y continuaba su llanto.
Luego, ella descubrió uno de sus pechos y trató de acercar la boca
del bebé a éste. Pero no había nada adentro de ella, y lo sabía.
Me sentí violentamente
excitado al ver esto, por alguna razón.
En qué estás pensando, me
dije a mí mismo. Te vas a ir al infierno, seguí repitiendo.
No podía apartar la mirada.
El bebé puso el pezón de
ella entero en su boca y comenzó a morderlo. No cabían dudas de que
a ella esto le dolía, pero no lo rechazó.
Las manchas comenzaron a
agitarse y se concentraron en ese pecho.
El pequeño apartó la boca
del pezón y comenzó a escupir sangre. Tosía. Ya no lloraba. Y
luego, pausadamente, comenzó a dejar de respirar.
Ella se desarmó en gemidos y
llanto, con el chico aún en brazos, por un largo rato.
Creo que hubiera querido hacer
lo mismo, pero no pude.
Todavía me encontraba
paralizado y excitado por toda la situación.
Se calmó un poco y, mientras
seguía sollozando apenas, dejó albebé sobre el pasto y se recostó a su lado. La lluvia comenzó a
caer con más fuerza hasta convertirse en una tormenta. Por
momentos, el cielo resplandecía y palpitaba con algún relámpago
para luego volver a una oscuridad absoluta y aciaga.
Yo me acerqué a ella y me
recosté también a su lado, con mi cuerpo pegado al suyo. Le hice
unas caricias en el pelo mojado, pensando que dormía, pero se
levantó con sobresalto al advertir mi presencia. La sujeté
enérgicamente desde atrás y comencé a
frotarle los brazos con mis
manos. Traté de calmarla. Nada más quería consolarla y abrigarla.
Me miró los brazos y las
manos. Éstos estaban repletos de manchas como las que tenía ella,
convulsionándose, apareciendo y desapareciendo agitados. Yo no
lograba comprender.
Se dio vuelta y sus ojos se
detuvieron en los míos.
Ver ese rostro una vez más
fue algo glorioso. Las manchas se alborotaban en su rostro, pero ya
no me perturbaban. A ella no le perturbaba el mío tampoco. No eran
simplemente las manchas. Alzó su mano izquierda y, con los dedos,
levantó uno de mis párpados que estaba adormecido, dejando ambos
ojos en perfecta simetría. Por ese instante, por alguna razón que
no pude comprender. Y me sonrió.
No dijo una palabra, pero creo
que pude intuir sus pensamientos.
Por primera vez, ella había
notado las manchas que afloraban y latían en su piel, en todas las
partes de su cuerpo. No estaba asustada. Las seguía con sus dedos, como jugando.
Pensó que tal vez podía
lavarlas. Se levantó y fue caminando hacia el lago. Se metió dentro
de este hasta desaparecer por completo.
Esperé un largo rato a que
volviera a salir, pero era inútil. Lo sabía.
El bebé aún yacía a mi
lado, sin vida.
Me recosté en la hierba,
desnudo, excitado, y esperé a que la oscuridad me tragara.
Me desperté en el vagón de
un tren. Era de día. No tengo la más mínima idea de hacia dónde iba aquel tren. No
quise averiguarlo tampoco. Por la ventana, pude ver un paisaje
desierto que se me parecía al que ya conocía, al que hace un rato
había dejado atrás en mi sueño. Pero este tenía el suelo arenoso,
devastado. Todos los árboles estaban muertos. Había una
depresión, a lo lejos, en la tierra cuarteada, seca. No tenía
intenciones de averiguar si estaba cerca de York o no, o dónde
estaba siquiera. Realmente, no tenía interés en saber adónde se
dirigía el tren.
Seguía sonando dentro de mi
cabeza aquella melodía que había escuchado en el otro sueño, en
otra vida, antes o después.
Me toqué
el rostro, con un profundo terror a descubrir que había sufrido
algún tipo de parálisis facial. Miré por la ventana una vez más,
buscándola.
No, no te hagas grandes ideas,
me dije.
No van a suceder.
Volví
a recostarme y me dormí.
Por Paulo Manterola
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