viernes, 2 de enero de 2015

Carlos Enrique Saldivar

El disfraz

Carlos Enrique Saldivar






No sería una noche normal.
 Las calles estaban vacías, lóbregas. Kassandra se aferraba a mí y me besaba el cuello, las orejas. Sentía su excitación posarse en mis células y eso me agradaba. No le importó haberme acompañado a estas horas. No era la mejor zona de la ciudad. No obstante, el deseo apremiaba, debíamos llegar a mi casa cuanto antes. Estábamos a solo dos cuadras de nuestro destino, cuando del costado de una vivienda ruinosa surgió un felino de pelo negro con rayas blancas.
¡Ay, qué horrible gato! gritó mi acompañante.
El animal se ubicó enfrente de nosotros, deteniendo nuestro paso. En verdad era feo, deforme. Estaba tuerto de un ojo. Nos maulló con desafío. Mi chica me cogió de un brazo y me dijo:
Anda, Dan, deshazte de esa plaga ahora mismo.
En ese momento el felino comenzó a cambiar. Aumentó de tamaño, sus pelos ardieron, su pellejo se resquebrajó y una piel roja y virulenta se abrió paso. Sus ojos se ensancharon hasta tornarse rojo rubí. Sus dientes crecieron de un modo desmesurado, al igual que su hocico, de la misma manera que sus garras. Los sonidos que emitía eran abominables.
Kassandra aulló de terror y cayó hacia atrás, sentada. Sus ojos se desorbitaron, estuvo a punto de desmayarse. Para su mala suerte, se mantuvo despierta.
¡¿Qué es eso, Dan?! ¡Ayúdame! ¡Auxilio!
No es nada, linda. Sólo es Dimo le dije.
Ella no parecía comprender. Me acerqué a la fiera de dos metros cuya piel rojiza resplandecía con la escasa luz de los postes. Le acaricié la cabeza escamosa y sacudió su enorme cola repleta de púas.
Da-Dan... ¿QUÉ?
Es mi mascota. Hace dos días se escapó de casa. Debe haber ido en busca de diversión, así es él. Le han dado ganas de probar un plato distinto, por eso decidió regresar.
La criatura sacó su gigantesca lengua negra y me lamió las manos. Yo miré a Kassandra, quien aún no conseguía articular palabra. Le dije:
Creo que ahora tendremos que compartirte.
Ella se puso de pie e intentó correr, sin embargo sus piernas no le obedecieron. Cayó despatarrada sobre la vereda y gritó:
¡Ayúdenme, por favor! ¡Alguien, ayúdeme!
Era placentero verla arrastrar su voluptuoso cuerpo. Sus blancas piernas lucían apetitosas. Su cabello rojo teñido reflejaba la luz de la luna hacia mis ojos. Dimo rugió, comenzó a babear. Dentro de poco tendría una parte de tan deliciosa presa.
No conseguirás nada gritando le dije, riendo. Sé buena chica y acompáñame.
Caminé lentamente hacia ella que chillaba y se retorcía. La cogí del cabello, la levanté en vilo y continué hablándole:
Te escogí una vez te vi en el concierto, siempre me han gustado las chicas llenitas. No dudé ni por un momento en que te rendirías a mis pies, he de parecerte bastante guapo, ¿no? Tranquila, siéntete contenta, te trataré con dulzura. No acabaré contigo rápidamente. Te devoraremos de a pocos. Así extrañarás más tu vida.
¿Qui-quién eres? La pobre se orinó. Su short rojo delató su inmundicia.
Será mejor que nunca lo sepas. Vamos a mi morada, está a unos pasos.
Avanzamos. Enseguida comenzamos a descender por el agujero refulgente.
Mis uñas crecieron, se clavaron en su cuero cabelludo. El rostro de ella quedó hinchado. No me despegó la mirada. No lo hizo cuando salió azufre de mi boca. Ni cuando mi piel se abrió en tiras.
Fue mi turno de quitarme el disfraz.



Lima, octubre de 2010

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