El disfraz
Carlos Enrique Saldivar
No sería una noche normal.
Las calles estaban vacías, lóbregas. Kassandra se aferraba a mí y
me besaba el cuello, las orejas. Sentía su excitación posarse en
mis células y eso me agradaba. No le importó haberme acompañado a
estas horas. No era la mejor zona de la ciudad. No obstante, el deseo
apremiaba, debíamos llegar a mi casa cuanto antes. Estábamos a solo
dos cuadras de nuestro destino, cuando del costado de una vivienda
ruinosa surgió un felino de pelo negro con rayas blancas.
—¡Ay, qué horrible gato! —gritó
mi acompañante.
El animal se ubicó enfrente de nosotros, deteniendo nuestro paso. En
verdad era feo, deforme. Estaba tuerto de un ojo. Nos maulló con
desafío. Mi chica me cogió de un brazo y me dijo:
—Anda, Dan, deshazte de esa plaga ahora mismo.
En ese momento el felino comenzó a cambiar. Aumentó de tamaño, sus
pelos ardieron, su pellejo se resquebrajó y una piel roja y
virulenta se abrió paso. Sus ojos se ensancharon hasta tornarse rojo
rubí. Sus dientes crecieron de un modo desmesurado, al igual que su
hocico, de la misma manera que sus garras. Los sonidos que emitía
eran abominables.
Kassandra aulló de terror y cayó hacia atrás, sentada. Sus ojos se
desorbitaron, estuvo a punto de desmayarse. Para su mala suerte, se
mantuvo despierta.
—¡¿Qué es eso, Dan?! ¡Ayúdame! ¡Auxilio!
—No es nada, linda. Sólo es Dimo —le
dije.
Ella no parecía comprender. Me acerqué a la fiera de dos metros
cuya piel rojiza resplandecía con la escasa luz de los postes. Le
acaricié la cabeza escamosa y sacudió su enorme cola repleta de
púas.
—Da-Dan... ¿QUÉ?
—Es mi mascota. Hace dos días se escapó de
casa. Debe haber ido en busca de diversión, así es él. Le han dado
ganas de probar un plato distinto, por eso decidió regresar.
La criatura sacó su gigantesca lengua negra y me lamió las manos.
Yo miré a Kassandra, quien aún no conseguía articular palabra. Le
dije:
—Creo que ahora tendremos que compartirte.
Ella se puso de pie e intentó correr, sin embargo sus piernas no le
obedecieron. Cayó despatarrada sobre la vereda y gritó:
—¡Ayúdenme, por favor! ¡Alguien, ayúdeme!
Era placentero verla arrastrar su voluptuoso
cuerpo. Sus blancas piernas lucían apetitosas. Su cabello rojo
teñido reflejaba la luz de la luna hacia mis ojos. Dimo rugió,
comenzó a babear. Dentro de poco tendría una parte de tan deliciosa
presa.
—No conseguirás nada gritando —le
dije, riendo—. Sé buena chica y
acompáñame.
Caminé lentamente hacia ella que chillaba y se retorcía. La cogí
del cabello, la levanté en vilo y continué hablándole:
—Te escogí una vez te vi en el concierto,
siempre me han gustado las chicas llenitas. No dudé ni por un
momento en que te rendirías a mis pies, he de parecerte bastante
guapo, ¿no? Tranquila, siéntete contenta, te trataré con dulzura.
No acabaré contigo rápidamente. Te devoraremos de a pocos. Así
extrañarás más tu vida.
—¿Qui-quién eres? —La
pobre se orinó. Su short rojo delató su inmundicia.
—Será mejor que nunca lo sepas. Vamos a mi
morada, está a unos pasos.
Avanzamos. Enseguida comenzamos a descender por el agujero
refulgente.
Mis uñas crecieron, se clavaron en su cuero cabelludo. El rostro de
ella quedó hinchado. No me despegó la mirada. No lo hizo cuando
salió azufre de mi boca. Ni cuando mi piel se abrió en tiras.
Fue mi turno de quitarme el disfraz.
Lima, octubre de 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario