Has
entrado a la biblioteca del Ciclope donde guarda cada libro de
monstruos, vampiros, locuras, asesinos, y demás seres que hallas
conocidos en los genios de la literatura del terror, misterio y
suspensos, ¿pensate que has leído todo? jajaja acompáñenme…
You've come to the library of Cyclops, where you keep every book of monsters, vampires, follies, murderers, and other beings find yourself known in the literary geniuses of terror, mystery and suspense,? pensate that you have read it? join me ... lol
Detrás de esta puerta secreta, se encuentra unas escaleras, y debajo esta la biblioteca de los libros vivos, nadie se atrevió a bajar es un lugar lleno de temor solo yo puedo bajar, ahí hay libros que se han olvidados por el transcurso de los años, solo se los menciona por simple comentarios, pero nunca mas sean vuelto a leer, eso genero que sus personajes cobren vida y conversan entre si allá abajo.
Escuchas eso son gruñidos hoy serán los primeros en acompañarme, tomen una antorcha, bajemos, esta oscuro y húmedo jajaja miren ahí esta saliendo un libro que esta a punto de leerles…
Behind the secret door is a staircase, and below this the library of living books, no one dared to go down is a fearful place I can only go down, there are books that have been forgotten over the course of the years , mentions only the simple quote, but never more have been reading, that genre that his characters come to life and talk to each other down there.
Hear that are grunts today will be the first to join me, take a torch, go down this dark and damp this out there lol look at a book that is about to read
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La Esperanza
(cuento completo)
Villiers de L´Isle Adam
Al
atardecer, el venerable Pedro Argüés, sexto prior de los dominicos
de Segovia, tercer Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile
redentor (encargado del tormento) y precedido por dos familiares1
del Santo Oficio provistos de linternas, descendió a un calabozo. La
cerradura de una puerta maciza chirrió; el Inquisidor penetró en un
hueco mefítico, donde un triste destello del día, cayendo desde lo
alto, dejaba percibir, entre dos argollas fijadas en los muros, un
caballete ensangrentado, una hornilla, un cántaro. Sobre un lecho de
paja sujeto por grillos, con una argolla de hierro en el pescuezo,
estaba sentado, hosco, un hombre andrajoso, de edad indescifrable.
Este prisionero era el rabí
Abarbanel, judío aragonés, que -aborrecido por sus préstamos
usurarios y por su desdén de los pobres- diariamente había sido
sometido a la tortura durante un año. Su fanatismo, "duro como
su piel", había rehusado la abjuración.
Orgulloso de una filiación
milenaria -porque todos los judíos dignos de este nombre son celosos
de su sangre-, descendía talmúdicamente de la esposa del último
juez de Israel: Hecho que había mantenido su entereza en lo más
duro de los incesantes suplicios.
Con los ojos llorosos,
pensando que la tenacidad de esta alma hacía imposible la salvación,
el venerable Pedro Argüés, aproximándose al tembloroso rabino,
pronunció estas palabras:
-Hijo mío, alégrate: Tus
trabajos van a tener fin. Si en presencia de tanta obstinación me he
resignado a permitir el empleo de tantos rigores, mi tarea fraternal
de corrección tiene límites. Eres la higuera reacia, que por su
contumaz esterilidad está condenada a secarse... pero sólo a Dios
toca determinar lo que ha de suceder a tu alma. ¡Tal vez la infinita
clemencia lucirá para ti en el supremo instante! ¡Debemos
esperarlo! Hay ejemplos... ¡Así sea! Reposa, pues, esta noche en
paz. Mañana participarás en el auto de fe; es decir, serás llevado
al quemadero, cuya brasa premonitoria del fuego eternal no quema, ya
lo sabes, más que a distancia, hijo mío. La muerte tarda por lo
menos dos horas (a menudo tres) en venir, a causa de las envolturas
mojadas y heladas con las que preservamos la frente y el corazón de
los holocaustos. Seréis cuarenta y dos solamente. Considera que,
colocado en la última fila, tienes el tiempo necesario para invocar
a Dios, para ofrecerle este bautismo de fuego, que es el del Espíritu
Santo. Confía, pues, en la Luz y duerme.
Dichas estas palabras, el
Inquisidor ordenó que desencadenaran al desdichado y lo abrazó
tiernamente. Lo abrazó luego el fraile redentor y, muy bajo, le rogó
que le perdonara los tormentos. Después lo abrazaron los familiares,
cuyo beso, ahogado por las cogullas, fue silencioso. Terminada la
ceremonia, el prisionero se quedó solo, en las tinieblas.
*
El rabí Abarbanel, seca la
boca, embotado el rostro por el sufrimiento, miró sin atención
precisa la puerta cerrada. "¿Cerrada?..." Esta palabra
despertó en lo más íntimo de sus confusos pensamientos un sueño.
Había entrevisto un instante el resplandor de las linternas por la
hendidura entre el muro y la puerta. Una esperanza mórbida lo agitó.
Suavemente, deslizando el dedo con suma precaución, atrajo la puerta
hacia él. Por un azar extraordinario, el familiar que la cerró
había dado la vuelta a la llave un poco antes de llegar al tope,
contra los montantes de piedra. El pestillo, enmohecido, no había
entrado en su sitio y la puerta había quedado abierta.
El rabino arriesgó una
mirada hacia afuera.
A favor de una lívida
oscuridad, vio un semicírculo de muros terrosos en los que había
labrados unos escalones; y en lo alto, después de cinco o seis
peldaños, una especie de pórtico negro que daba a un vasto corredor
del que no le era posible entrever, desde abajo, más que los
primeros arcos.
Se arrastró hasta el nivel
del umbral. Era realmente un corredor, pero casi infinito. Una luz
pálida, con resplandores de sueño, lo iluminaba. Lámparas
suspendidas de las bóvedas azulaban a trechos el color deslucido del
aire; el fondo estaba en sombras. Ni una sola puerta en esa
extensión. Por un lado, a la izquierda, troneras con rejas, troneras
que por el espesor del muro dejaban pasar un crepúsculo que debía
ser el del día, porque se proyectaba en cuadrículas rojas sobre el
enlosado. Quizá allá lejos, en lo profundo de las brumas, una
salida podía dar la libertad. La vacilante esperanza del judío era
tenaz, porque era la última.
Sin titubear se aventuró
por el corredor, sorteando las troneras, tratando de confundirse con
la tenebrosa penumbra de las largas murallas. Se arrastraba con
lentitud, conteniendo los gritos que pugnaban por brotar cuando lo
martirizaba una llaga.
De repente un ruido de
sandalias que se aproximaba lo alcanzó en el eco de esta senda de
piedra. Tembló, la ansiedad lo ahogaba, se le nublaron los ojos. Se
agazapó en un rincón y, medio muerto, esperó.
Era un familiar que se
apresuraba. Pasó rápidamente con una tenaza en la mano, la cogulla
baja, terrible, y desapareció. El rabino, casi suspendidas las
funciones vitales, estuvo cerca de una hora sin poder iniciar un
movimiento. El temor de una nueva serie de tormentos, si lo
apresaban, lo hizo pensar en volver a su calabozo. Pero la vieja
esperanza le murmuraba en el alma ese divino tal vez, que reconforta
en las peores circunstancias. Un milagro lo favorecía. ¿Cómo
dudar? Siguió, pues, arrastrándose hacia la evasión posible.
Extenuado de dolores y de hambre, temblando de angustia, avanzaba. El
corredor parecía alargarse misteriosamente. Él no acababa de
avanzar; miraba siempre la sombra lejana, donde debía existir una
salida salvadora.
De nuevo resonaron unos
pasos, pero esta vez más lentos y más sombríos. Las figuras
blancas y negras, los largos sombreros de bordes redondos, de dos
inquisidores, emergieron de lejos en la penumbra. Hablaban en voz
baja y parecían discutir algo muy importante, porque las manos
accionaban con viveza.
Ya cerca, los dos
inquisidores se detuvieron bajo la lámpara, sin duda por un azar de
la discusión. Uno de ellos, escuchando a su interlocutor, se puso a
mirar al rabino. Bajo esta incomprensible mirada, el rabino creyó
que las tenazas mordían todavía su propia carne; muy pronto
volvería a ser una llaga y un grito.
Desfalleciente, sin poder
respirar, las pupilas temblorosas, se estremecía bajo el roce
espinoso de la ropa. Pero, cosa a la vez extraña y natural: los ojos
del inquisidor eran los de un hombre profundamente preocupado de lo
que iba a responder, absorto en las palabras que escuchaba; estaban
fijos y miraban al judío, sin verlo.
Al cabo de unos minutos los
dos siniestros discutidores continuaron su camino a pasos lentos,
siempre hablando en voz baja, hacia la encrucijada de donde venía el
rabino. No lo habían visto. Esta idea atravesó su cerebro: ¿No me
ven porque estoy muerto? Sobre las rodillas, sobre las manos, sobre
el vientre, prosiguió su dolorosa fuga, y acabó por entrar en la
parte oscura del espantoso corredor.
De pronto sintió frío
sobre las manos que apoyaba en el enlosado; el frío venía de una
rendija bajo una puerta hacia cuyo marco convergían los dos muros.
Sintió en todo su ser como un vértigo de esperanza. Examinó la
puerta de arriba abajo, sin poder distinguirla bien, a causa de la
oscuridad que la rodeaba. Tentó: Nada de cerrojos ni cerraduras. ¡Un
picaporte! Se levantó. El picaporte cedió bajo su mano y la
silenciosa puerta giró.
*
La puerta se abría sobre
jardines, bajo una noche de estrellas. En plena primavera, la
libertad y la vida. Los jardines daban al campo, que se prolongaba
hacia la sierra, en el horizonte. Ahí estaba la salvación. ¡Oh,
huir! Correría toda la noche, bajo esos bosques de limoneros, cuyas
fragancias lo buscaban. Una vez en las montañas, estaría a salvo.
Respiró el aire sagrado, el viento lo reanimó, sus pulmones
resucitaban. Y para bendecir otra vez a su Dios, que le acordaba esta
misericordia, extendió los brazos, levantando los ojos al
firmamento. Fue un éxtasis.
Entonces creyó ver la
sombra de sus brazos retornando sobre él mismo; creyó sentir que
esos brazos de sombra lo rodeaban, lo envolvían, y tiernamente lo
oprimían contra su pecho. Una alta figura estaba, en efecto, junto a
la suya. Confiado, bajó la mirada hacia esta figura, y se quedó
jadeante, enloquecido, los ojos sombríos, hinchadas las mejillas y
balbuceando de espanto. Estaba en brazos del Gran Inquisidor, del
venerable Pedro Argüés, que lo contemplaba, llenos los ojos de
lágrimas y con el aire del pastor que encuentra la oveja
descarriada.
Mientras el rabino, los ojos
sombríos bajo las pupilas, jadeaba de angustia en los brazos del
Inquisidor y adivinaba confusamente que todas las fases de la jornada
no eran más que un suplicio previsto, el de la esperanza, el sombrío
sacerdote, con un acento de reproche conmovedor y la vista
consternada, le murmuraba al oído, con una voz debilitada por los
ayunos:
-¡Cómo, hijo mío! ¿En
vísperas, tal vez, de la salvación, querías abandonarnos?
FIN
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