EL
VISITANTE NOCTURNO»
Jack Hendricks entró en la cocina para prepararse algo de beber. Distraído como estaba, no vio la sombra al primer momento. Se dirigió a la nevera sin encender la luz, y hundió el rostro en los vapores del congelador en un momento de complacencia, de repentina frescura. Un ligero movimiento en el otro extremo de la cocina le distrajo: algo moviéndose en la oscuridad.
―¿Elizabeth?
Por supuesto que no podía ser Elizabeth, habría contestado nada más llamarla. Por otra parte, cuando él salió del dormitorio, ella dormía como un tronco bajo el aire acondicionado. Pero insistió de todas formas:
―Cariño, ¿eres tú?
No hubo respuesta, ni siquiera hubo ningún sonido, pero había alguien o algo allí... Una presencia. Dudó entre salir corriendo hacía el salón, o encender la luz para enfrentarse a lo que hubiera allí, fuera lo que fuese. En un acto instintivo, cogió del frigorífico una botella de vino, con la idea de utilizarla como arma arrojadiza o contundente.
La presencia estaba a medio camino entre la fluorescencia de la nevera y él..., hasta que el halo de luz la iluminó.
―¡Jesús! ―exclamó Jack, y su aliento se desplegó junto al humo del congelador. Sus dedos temblorosos soltaron la botella, que se estrelló contra las baldosas del suelo. El ruido de cristales rotos, y lo que veía, hicieron que su estómago girara como una bola de plomo caliente.
El demonio ―¿aparición?― estaba allí, mirándole fijamente con sus fosforescentes pupilas, que despedían un resplandor con leves oscilaciones en su intensidad. Mostraba sus poderosos colmillos salpicados de una espumeante baba, y sacaba una lengua larguísima y rojiza llena de escamas.
Jack intentó huir pero la bestia saltó sobre él con un gruñido gutural. Bestial. Todo uñas y dientes.
Entre dentelladas y zarpazos el monstruo lo volteó por la cocina. Jack intentó defenderse, pero cada golpe lo sacudía como una descarga eléctrica, y las uñas ―afiladísimas― no paraban de girar en el aire: arañaban, cortaban y destrozaban. El dolor era infinito, la carne se abría y la sangre brotaba: una muerte grotesca.
El demonio se inclinó y lo destripó. Sacó las entrañas calientes y ensangrentadas, que brillaron a la luz de la nevera, como una masa gelatinosa de color rojo intenso.
Cuando Jack dejó de luchar por salvar su vida, toda la cocina estaba cubierta de sangre, había regueros de sangre en los muebles, en las sillas, en las paredes. Había sangre incluso en el techo. La sangre salpicó la habitación con la fuerza de una manguera descontrolada.
Después... Se hizo el silencio.
En los ojos de la bestia se veía el brillo del diablo, sabía muy bien que aún quedaban presas en el interior de la casa. Pero antes llenaría su estómago. Comería hasta reventar.
Dejó caer a Jack destripado en el suelo, se arrodilló junto a su cuerpo e introdujo la cabeza en las entrañas humeantes: el banquete había comenzado. La lengua serpenteó entre las vísceras, la sangre llenó sus fauces y la carne pasó por su enorme garganta: parecía el infierno a la hora de comer. Enredó el hocico entre los intestinos con delirio, masticó los largos cilindros de color gris, que arrojaron un gas maloliente cuando los desgarró.
Entre gruñidos, chapoteos y crujidos…, Elizabeth entró en la cocina.
―¿Jack? ―preguntó indecisa.
La luz del frigorífico había sido interrumpida por una sombra oscura, amorfa, pero con contornos claramente masculinos. Y la mujer pensó: «Estoy soñando… y voy a dejarme arrastrar por mis sueños, porque delante de mí hay un demonio cubierto de sangre… y eso no puede ser cierto».
El demonio la miró con ojos resplandecientes, estos expresaron una energía y una voluntad indomables. La bestia, de un salto, se puso en pie y exclamó:
―Ven a mí.
Tendió una garra sangrienta, y ella obedientemente, dominando un terror intenso ―¿sería consumida por el fuego al contacto con el demonio?―, se la entregó. Su piel estaba fría y la mano de Elizabeth se estremeció al tocarla.
Cuando la bestia la miró, percibió en un rostro la sombra de una sonrisa, por completo diferente del semblante adusto e inflexible que describía la Biblia, como si el diablo se riese… no, no de ella, sino con ella. La rodeó con el brazo, cubriéndola bajo sus alas membranosas, de modo que pudo percibir su calor. No volvió a hablar mientras la tumbaba sobre los restos mortales de su marido.
Entonces la abrazó con más fuerza, sobre el manto de carne y sangre, pudo sentir el deseo que albergaba.
«¿Acaso iba a ser poseída por un demonio con alas de murciélago, cuernos y cola en forma de media luna?», se preguntó desatinadamente. Desde algún lugar, su marido Jack debía de estar mirándola, ¿incrédulo o complacido, de que su esposa fuera la elegida del diablo? No podía saberlo; y por la fuerza con que la estrechaba supo que era inútil resistirse.
Al principio, le había parecido helada su piel desconocida, ahora la sentía cálida, casi febril.
Lo sintió sobre sí, con el miembro erecto y el aliento ardiente. La bestia desgarró su ropa interior y la penetró con violencia. Con cada embestida sentía como si retorcidas lenguas de fuego recorrieran su vagina. Parecía que la bestia la quemaba por dentro, que la violaba con un hierro candente; que se hallaban en un altar de sacrificios barrido por el viento, rodeado de batientes, alas o de un gran anillo de lenguas de fuego, o como si la bestia estuviese absorbiendo su alma tras cada embestida, llenándola de confusión. Batir de alas, fuego…
De repente, todo terminó y fue como si hubiera sucedido hacía mucho tiempo, como un recuerdo borroso o un sueño. Se encontró sola en la cocina, sintiéndose muy pequeña, aterida y abandonada, mientras el demonio se erguía ante ella. Se inclinó y susurró:
―Recuerda, si estás en el infierno, sólo el diablo te ayudará a salir.
Elizabeth cerró los ojos y, cuando despertó, el cuerpo de Jack se hallaba completamente rígido a su lado. Ni siquiera estaba segura de haber abandonado la cama. ¿Estaba muerto? Cuando extendió la mano para cerciorarse, advirtió que empuñaba un cuchillo y que la cocina era un matadero.
¿Había soñado con un demonio? Cuando aquel pensamiento cruzó por su mente, oyó ―lejano― el rugir del fuego. Allá donde había ido, el diablo no la había abandonado por completo. Y ahora sabía que, por larga que fuese su condena por asesinato, jamás viviría en la cárcel sin buscar algún signo del demonio que la había visitado aquella noche.
Jack Hendricks entró en la cocina para prepararse algo de beber. Distraído como estaba, no vio la sombra al primer momento. Se dirigió a la nevera sin encender la luz, y hundió el rostro en los vapores del congelador en un momento de complacencia, de repentina frescura. Un ligero movimiento en el otro extremo de la cocina le distrajo: algo moviéndose en la oscuridad.
―¿Elizabeth?
Por supuesto que no podía ser Elizabeth, habría contestado nada más llamarla. Por otra parte, cuando él salió del dormitorio, ella dormía como un tronco bajo el aire acondicionado. Pero insistió de todas formas:
―Cariño, ¿eres tú?
No hubo respuesta, ni siquiera hubo ningún sonido, pero había alguien o algo allí... Una presencia. Dudó entre salir corriendo hacía el salón, o encender la luz para enfrentarse a lo que hubiera allí, fuera lo que fuese. En un acto instintivo, cogió del frigorífico una botella de vino, con la idea de utilizarla como arma arrojadiza o contundente.
La presencia estaba a medio camino entre la fluorescencia de la nevera y él..., hasta que el halo de luz la iluminó.
―¡Jesús! ―exclamó Jack, y su aliento se desplegó junto al humo del congelador. Sus dedos temblorosos soltaron la botella, que se estrelló contra las baldosas del suelo. El ruido de cristales rotos, y lo que veía, hicieron que su estómago girara como una bola de plomo caliente.
El demonio ―¿aparición?― estaba allí, mirándole fijamente con sus fosforescentes pupilas, que despedían un resplandor con leves oscilaciones en su intensidad. Mostraba sus poderosos colmillos salpicados de una espumeante baba, y sacaba una lengua larguísima y rojiza llena de escamas.
Jack intentó huir pero la bestia saltó sobre él con un gruñido gutural. Bestial. Todo uñas y dientes.
Entre dentelladas y zarpazos el monstruo lo volteó por la cocina. Jack intentó defenderse, pero cada golpe lo sacudía como una descarga eléctrica, y las uñas ―afiladísimas― no paraban de girar en el aire: arañaban, cortaban y destrozaban. El dolor era infinito, la carne se abría y la sangre brotaba: una muerte grotesca.
El demonio se inclinó y lo destripó. Sacó las entrañas calientes y ensangrentadas, que brillaron a la luz de la nevera, como una masa gelatinosa de color rojo intenso.
Cuando Jack dejó de luchar por salvar su vida, toda la cocina estaba cubierta de sangre, había regueros de sangre en los muebles, en las sillas, en las paredes. Había sangre incluso en el techo. La sangre salpicó la habitación con la fuerza de una manguera descontrolada.
Después... Se hizo el silencio.
En los ojos de la bestia se veía el brillo del diablo, sabía muy bien que aún quedaban presas en el interior de la casa. Pero antes llenaría su estómago. Comería hasta reventar.
Dejó caer a Jack destripado en el suelo, se arrodilló junto a su cuerpo e introdujo la cabeza en las entrañas humeantes: el banquete había comenzado. La lengua serpenteó entre las vísceras, la sangre llenó sus fauces y la carne pasó por su enorme garganta: parecía el infierno a la hora de comer. Enredó el hocico entre los intestinos con delirio, masticó los largos cilindros de color gris, que arrojaron un gas maloliente cuando los desgarró.
Entre gruñidos, chapoteos y crujidos…, Elizabeth entró en la cocina.
―¿Jack? ―preguntó indecisa.
La luz del frigorífico había sido interrumpida por una sombra oscura, amorfa, pero con contornos claramente masculinos. Y la mujer pensó: «Estoy soñando… y voy a dejarme arrastrar por mis sueños, porque delante de mí hay un demonio cubierto de sangre… y eso no puede ser cierto».
El demonio la miró con ojos resplandecientes, estos expresaron una energía y una voluntad indomables. La bestia, de un salto, se puso en pie y exclamó:
―Ven a mí.
Tendió una garra sangrienta, y ella obedientemente, dominando un terror intenso ―¿sería consumida por el fuego al contacto con el demonio?―, se la entregó. Su piel estaba fría y la mano de Elizabeth se estremeció al tocarla.
Cuando la bestia la miró, percibió en un rostro la sombra de una sonrisa, por completo diferente del semblante adusto e inflexible que describía la Biblia, como si el diablo se riese… no, no de ella, sino con ella. La rodeó con el brazo, cubriéndola bajo sus alas membranosas, de modo que pudo percibir su calor. No volvió a hablar mientras la tumbaba sobre los restos mortales de su marido.
Entonces la abrazó con más fuerza, sobre el manto de carne y sangre, pudo sentir el deseo que albergaba.
«¿Acaso iba a ser poseída por un demonio con alas de murciélago, cuernos y cola en forma de media luna?», se preguntó desatinadamente. Desde algún lugar, su marido Jack debía de estar mirándola, ¿incrédulo o complacido, de que su esposa fuera la elegida del diablo? No podía saberlo; y por la fuerza con que la estrechaba supo que era inútil resistirse.
Al principio, le había parecido helada su piel desconocida, ahora la sentía cálida, casi febril.
Lo sintió sobre sí, con el miembro erecto y el aliento ardiente. La bestia desgarró su ropa interior y la penetró con violencia. Con cada embestida sentía como si retorcidas lenguas de fuego recorrieran su vagina. Parecía que la bestia la quemaba por dentro, que la violaba con un hierro candente; que se hallaban en un altar de sacrificios barrido por el viento, rodeado de batientes, alas o de un gran anillo de lenguas de fuego, o como si la bestia estuviese absorbiendo su alma tras cada embestida, llenándola de confusión. Batir de alas, fuego…
De repente, todo terminó y fue como si hubiera sucedido hacía mucho tiempo, como un recuerdo borroso o un sueño. Se encontró sola en la cocina, sintiéndose muy pequeña, aterida y abandonada, mientras el demonio se erguía ante ella. Se inclinó y susurró:
―Recuerda, si estás en el infierno, sólo el diablo te ayudará a salir.
Elizabeth cerró los ojos y, cuando despertó, el cuerpo de Jack se hallaba completamente rígido a su lado. Ni siquiera estaba segura de haber abandonado la cama. ¿Estaba muerto? Cuando extendió la mano para cerciorarse, advirtió que empuñaba un cuchillo y que la cocina era un matadero.
¿Había soñado con un demonio? Cuando aquel pensamiento cruzó por su mente, oyó ―lejano― el rugir del fuego. Allá donde había ido, el diablo no la había abandonado por completo. Y ahora sabía que, por larga que fuese su condena por asesinato, jamás viviría en la cárcel sin buscar algún signo del demonio que la había visitado aquella noche.
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