Ilustración enviada Por Hana Bouchard
Las
músicas atroces
Mi nombre es Antonio Tozza.
Heredé este nombre de mi abuela, a quien nunca conocí. Ella
provenía de una familia de coleccionistas de arte de mucha
influencia en las clases altas por sus refinadas y excéntricas
preferencias estéticas, siempre a la vanguardia. A lo largo de
varias generaciones, toda variedad de artistas se han sabido mostrar
muy agradecidos y generosos con ellos por sus favores. Mi madre,
Josefa, murió a los 71 años de edad, mientras que mi padre logró
sobrevivirle por un tiempo más y perdurar para acompañarme hasta mi
madurez. La familia de mi padre se dedicó siempre al comercio. Por
lo tanto, se podría decir que era una persona práctica, hábil y
resuelta. Gracias a ello, pudo conquistar a mi madre. Una criatura
extremadamente sensible e introvertida, aunque no por eso una mujer
débil de carácter o espíritu exánime, sino todo lo contrario. La
historia de mi ascendencia se encuentra plagada de muertes trágicas,
absurdas o misteriosas, por decirlo de alguna forma.
Hasta
hace unos años, me encontraba felizmente casado con Elizabeth, ahora
mi difunta esposa. A mí también, desafortunadamente, me tocó
padecer esta herencia de mis mayores. Antes de morir ella, vivíamos
en una propiedad que perteneció a mi familia, en Campania, Nápoles,
cerca de los campos Flégreos. Ésta es una zona alejada y tranquila,
con salida al mar, que se encuentra rodeada de volcanes ya inactivos
desde hace muchos años.
Durante
toda mi vida, me desempeñé en las actividades comerciales,
continuando el legado de mis antecesores, aunque me he visto obligado
a abandonarlo. Estoy viejo e inválido, he vivido demasiado, y no
tengo a quién legarle toda mi experiencia y empresas. Mi esposa,
desde un principio, se dedicó a las tareas domésticas y a la
crianza de nuestras dos hermosas hijas, mientras que en sus ratos
libres atesoraba y llevaba un formidable archivo de distintas rarezas
artísticas sin valor, anónimas e inclasificables, sólo por
afición. Este detalle siempre me resultó enternecedor y me
remontaba a mi infancia, rodeado de objetos fascinantes e
incomprensibles a esa edad. Podría decirse que tenía muchas cosas
en común con mi madre tanto en su forma de ser como en sus pasiones.
Al día de hoy, debo lamentar
también la muerte de Victoria, una de nuestras hijas, la más
pequeña. Lucy y yo ahora vivimos en la ciudad, lejos de aquellos
campos. Claro está, ella no tiene el más mínimo interés en el
comercio o la navegación. Ha heredado mucho de su madre. Se dedica
al estudio de la filosofía y las letras en la Universidad de
Nápoles. Es una mujer muy inteligente y animosa, con mucho brío
pese a todo lo que hemos pasado.
Por mi parte, intento
descansar y pasar lo que me queda de esta vida sin padecimientos ni
sorpresas, estar en paz y dejar atrás un pasado signado por la
desgracia.
Lucy
era muy chica. No recuerda nada de lo sucedido.
Al
menos confío en que así sea.
Mi
invalidez no me permite hacer otra cosa más que recapitular, una y
otra vez, los mismos hechos. He sido reducido a eso.
Durante
la prolongada agonía de mi esposa, me vi forzado a delegar todas mis
responsabilidades para quedarme junto a ella, asistirla y cuidar de
nuestras hijas. En el momento en que cayó enferma, yo me encontraba
en uno de mis viajes. Por lo tanto, las circunstancias o razones de
su afección no me fueron completamente claras. Una mañana salió a
dar un paseo hacia el lago, según me dijeron, para encontrar ahí su
suerte. Fue golpeada y violada ahí mismo por algo innombrable,
abandonada desnuda; moretones y heridas en todo su cuerpo. Así la
encontraron nuestros sirvientes y el ama de llaves unos días
después. No podía moverse. Los temblores y espasmos la dominaban.
No quedaban fuerzas en su espíritu, se desvanecía en llantos.
Debieron sujetarla y arrastrarla hasta la casa. Las heridas que le
habían sido provocadas estaban infectadas y ella ya no tenía medios
para luchar contra lo inevitable. Las constantes nauseas, las llagas
por todo su cuerpo y su rostro, el deterioro de sus huesos, la piel
mellada. Los intensos gritos de dolor. Sus ataques de ira. Los
vómitos.
Yo
permanecí a su lado a cada momento. Los médicos, de todas partes
del mundo, iban y venían para prescribir no más que su ignorancia
sobre pestes de las que nadie sabía demasiado todavía. Su cuerpo
estaba vejado, íntegramente. Su espíritu había sido quebrado. Su
mente, ida. Pero aún así resistía. Gasté gran parte de mi fortuna
buscando una forma de aliviar su sufrimiento, una respuesta certera
al menos.
Nunca
lo conseguí.
Por
las noches, cuando ella lograba conciliar un poco el sueño, o
simplemente se desmayaba, agotada por el padecimiento, me sentaba en
el balcón de nuestra habitación a fumar algunos cigarros. Es
curioso cómo uno recuerda a la persona amada, la forma en que la
evoca. Lo que más extrañaba, y aún hoy extraño de ella, es el
modo en que me demostraba su afecto, su amor, el cariño, su respeto.
Su compañía. Eso es lo verdaderamente único que puede darle una
persona a otra, lo único que cuenta. Lo demás pierde importancia.
Todo
eventualmente pierde importancia. Se diluye.
Por
momentos, ella intentaba balbucear unas palabras. Una y otra vez, se
desvanecía súbitamente, por el desgaste y el malestar que le
suscitaba su enfermedad, pero no se rendía. Era una mujer obstinada.
Me costaba mucho trabajo entender lo que quería decirme. Hubo una
noche, la última, en que estaba más exaltada que de costumbre.
Escupía pus a cada palabra, a cada espasmo. Me incliné sobre ella y
acerqué mi rostro al suyo, arrimé mi oído a su boca, lo más que
pude, teniendo cuidado de no fatigarla o asustarla. Los médicos me
habían advertido seriamente que no mantuviera contacto alguno con
ella, incluso, me aconsejaron no permanecer en la misma habitación.
Pero qué podían saber si ni siquiera podían decirme con precisión
qué era lo que la estaba comiendo viva. Y allí estábamos.
Finalmente entendí lo que intentaba decirme: encontré algo, me
dijo, estaba olvidado, es hermoso. Eso era todo. Su mirada era
extraña. Tierna y desahuciada. Como si supiera que ése era el final
para ella. Regalándome ese último suspiro de vida que le quedaba
con el más intenso y noble amor. No pude más que llorar. Luego, sus
ojos se vaciaron. Los cerré con mis manos y nunca más los volvió a
abrir. Me acosté a su lado y la abracé. Me sentía desesperadamente
angustiado. Me quedé dormido.
Después
de su muerte, yo no hacía más que pasar el día sentado en el piso
de nuestra habitación, al pie del balcón, en silencio, fumando,
pensando. No hacía caso a nada ni nadie. Perder a la persona que uno
ama, de un momento a otro, repentinamente, sin entender por qué o
cómo o cuál, es el miedo más irrebatible, poderoso y genuino que
pueda existir. Me encontraba consumido por la tristeza y el
desasosiego.
Su
corazón explotó dentro de su cuerpo, aparentemente.
Me
acerqué al lago algunas veces los días posteriores para encontrarme
nada más que con una sensación de horror espantosa. El aire me olía
a podredumbre, sudor y óxido.
Sus
restos fueron velados en nuestra casa.
No
concurrieron demasiadas personas. La familia de ella y la mía no
solían relacionarse. Eran ariscos, eremitas, los unos con los otros.
Pero aún así, había siempre una sensación de extraña
familiaridad cuando inevitablemente debían verse.
Yo
me sentía incapaz ya de comprender nada de lo que pasaba a mi
alrededor.
En
un momento, mientras la velábamos, ocurrió una serie de eventos tan
absurdos como curiosos, que cambiaron mi suerte para siempre.
Mientras
estaba sirviendo algunas bebidas a los presentes, se me acercó el
padre de Elizabeth. Me dijo, en voz baja, yo sé por qué murió. Me
quedé paralizado, mirándolo fijamente, esperando que dijera algo
más, pero no lo hizo. Lo tomé del brazo y le pregunté, eso es
todo. Se detuvo y me miró desafiante. Lo solté. Luego, con una
displicencia irritante, dijo, hay una caja de música en el sótano
de la casa, estaba guardada bajo llave, debió haberla abierto, no
dejes que nadie de tu familia se acerque a esta, no la toques,
simplemente vuelve a guardarla lejos del alcance de cualquiera de
ustedes. No sabía de qué me hablaba. Mi mujer, su hija, reposaba
dentro de un ataúd a pocos metros de distancia, y lo único de lo
que se le ocurría hablar era de cajas musicales. Le dije que no
entendía. Me contestó que no tenía que entenderlo, nada más tenía
que hacer lo que me decía. En un ataque de ira e impotencia, lo
sujeté por los brazos y lo sacudí violentamente. Forcejeamos unos
instantes hasta que me empujó y arrojó al piso. Desde allí,
comencé a escuchar unos sonidos que descendían desde nuestro
dormitorio. Luego, todos se alborotaron.
Me encontraba abstraído por
la música que sonaba, cada vez más fuerte y estruendosa hasta que
los ruidos me distrajeron. Voces murmurando, pasos vertiginosos. Me
levanté del piso. Todos se estaban retirando. No estaban asustados,
sino simplemente excitados, arrebatados. Me apresuré hasta la puerta
de entrada. Era inútil. Ya todos habían desaparecido por el camino
que se adentra en el bosque y conduce a la ciudad. Me quedé solo.
Noté
que el cielo había ennegrecido. No había rastro de una sola nube ni
del sol, pero el cielo estaba completamente oscuro. El aire se tornó
denso todo alrededor, todo, apestaba como el lago. Cientos de pájaros
prorrumpieron espontáneamente de entre los árboles, del cielo, de
algún lugar, chocando unos con otros, contra los árboles mismos o
la casa. Algunos caían muertos sobre la tierra. Los sonidos que
provenían del interior de nuestro hogar comenzaron a herirme los
oídos. Una música horrible, pero desquiciadamente cautivante; una
composición en extremo compleja, una cantidad indefinible de
melodías sonando al mismo tiempo, caóticas, sin dejar de sonar
armoniosas. Una atrocidad irresistible.
Supuse
lo peor. Y así fue. Corrí hasta mi habitación y ahí estaba.
Nuestra pequeña sentada frente a la caja, suspendida, escuchando su
música, con unas gotas de sangre saliendo de sus oídos y sus fosas
nasales. Me precipité sobre esta, la tomé y la arrojé por el
balcón. Se despedazó sobre la tierra del jardín.
La
música se detuvo. De hecho, todo sonido se detuvo. No había más
pájaros, ni ventisca soplando entre los árboles, brisa de mar o
grillos. Absoluto silencio. Vicky comenzó a llorar y gritar. No
entendía lo que había hecho o por qué, yo tampoco en realidad. La
abracé e intenté consolarla. Pero no podía calmarse. Comenzó a
temblar y a convulsionarse. Pronto me di cuenta de que había perdido
el control de sí misma, así como le ocurrió a mi esposa. Me
desesperé. No sabía qué hacer. La llevé a su cuarto y la até de
pies y manos a su cama, traté de calmarla, le puse un paño frío en
la cabeza y en su estómago. Estaba volando de fiebre. Finalmente, se
desmayó. Lucy, parada en la puerta del dormitorio, miraba a su
hermana y a mí sin entender, lloraba también, me pedía
explicaciones, tenía miedo. Yo no podía salir de mi consternación,
la impotencia. La arrastré de los brazos hasta mi habitación, sin
decir una palabra, y la encerré ahí.
Un
hedor de miles de años se impregnó en todo mi cuerpo. Me temblaban
los huesos. Afuera algunos árboles comenzaron a caer de raíz. Los
pájaros se agolpaban contra las puertas y ventanas. Los volcanes, a
lo lejos, comenzaron a hacer erupciones de aire caliente. Cerré
todos los accesos. Cegué todas las ventanas. Sellé todas las
puertas, trabándolas con muebles y bártulos. Encendí todas las
luces, velas y candelabros que había en la casa. Con algunos restos
de madera, papeles y otros enseres, inicié una fogata en el medio
del salón principal. Luego, me senté a esperar, sin saber qué.
Entre toda la locura, había olvidado que el ataúd de mi esposa
seguía ahí. Me detuve a pensar en ella un instante y me puse a
rezar. Nunca fui una persona supersticiosa, aunque provengo de una
familia con una larga tradición católica, pero, por alguna razón,
fue lo único que logró serenarme.
Unos
momentos después, que pudieron haber sido horas o minutos, sentí la
presencia de algo, alguien, en toda la casa, rondándome. Las velas y
luces una a una se fueron extinguiendo, todo en silencio. El hedor
seguía ahí, en las paredes, el piso, sobre mi cuerpo. El tiempo
pareció suspenderse. Había algo deambulando por el salón, los
pasillos, las habitaciones, con severidad y aplomo pero agitado,
ansioso. Podía sentir su aliento en mi cuello, aunque no había
nadie ahí realmente. Su mirada hundida en mi alma, aunque tampoco
había ojos. Las uñas de sus garras incrustadas en mi carne, aunque
no había manos ni cuerpo. No podía moverme, estaba paralizado. Lo
sentía dentro de mi cabeza, entre mis pensamientos, hurgando. No
hablaba pero yo comprendía. Supliqué que nos dejara en paz.
Ya era demasiado tarde.
Las
llamas de la fogata seguían ardiendo, el fuego se avivaba cada vez
más. Yo estaba empapado de sudor. Sabía lo que vendría y no podía
evitarlo.
Tomó
forma. No lo vi pero lo supe. Pude olerlo, sentirlo. Escuché sus
pasos, alejándose de mí, subiendo la escalera, firme, paciente, con
el tedio y la porfía de todos los siglos, sacudiendo el aire y el
piso. Mi estómago y mi pecho estaban revueltos.
Victoria se despertó. Desde
su habitación, comenzaron a descender los gritos, los lamentos.
Resistió con todas sus fuerzas, pero ya era inevitable.
Mi desesperación. Nada que
hacer.
Luego los gritos se
extinguieron. La dejó muerta, mi pobre niña.
Finalmente me desmayé.
Al despertar, me encontraba
tendido junto a Lucy en nuestro jardín. La casa se había incendiado
y había quedado reducida a cenizas, junto con mi esposa y mi
pequeña; consumido todo por el fuego que se propagó desde el salón
principal.
Ella no recuerda nada. Tiene
un espíritu tan fuerte y luminoso como el de su madre.
Yo estoy postrado en una
silla, sin alma. La perdí sin saber que la tenía.
No hago más que repasar una y
otra vez estos sucesos.
Intenté suicidarme varias
veces, pero simplemente no me deja morir.
Conté esta historia a
distintas personas en quienes mi confianza descansaba. Todas me
tomaron por loco. Ni una sola me creyó. Todas murieron, víctimas de
extraños y curiosos accidentes, unas semanas o meses después de
haber escuchado todo esto que hoy pongo en papel, sin saber qué va
pasarme a mí o a quien lo lea.
Lucy seguirá su vida normal
hasta que un día cualquiera muera de alguna forma espantosa y
extraña, así como los hijos de los hijos de sus hijos. Y él quiere
que yo sea testigo de todo eso. Ésa es mi penitencia por haber
destrozado aquel espantoso artefacto. Ésa es la herencia de mi
familia. Una caja de música creada por uno de los mejores
compositores que ha conocido este mundo, un ser huraño y
desagradable, intratable, el mismo día que el diablo atravesó con
su cola sus sordos oídos.
Soy descendiente de él, así
como mi familia y la familia de Elizabeth lo eran también. Ellos no
querían que esta abominación se propagara más allá de nuestro
linaje, querían que la blasfemia permaneciera entre nosotros, hasta
que no quedara ninguno. Por esta razón es que decidieron casarse
unos con otros y así sucesivamente. Mi esposa era también mi prima
hermana, hoy lo sé. Nadie supo nunca lo que había pasado en aquel
lago donde mi esposa fue encontrada, pero hoy lleva el nombre de
Averno. Una ironía del destino quizás. Tal vez, realmente sean esas
aguas el acceso al bajo mundo. No quisiera averiguarlo.
Los volcanes cesaron su
actividad hace tiempo.
Practico mi sonrisa cada día
al despertarme. Por Lucy.
Y
espero. Hasta que él se canse de mí.
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