EL AMOR
VERDADERO (EROS Y THANATOS) LADY NECROPHAGE
El ritmo constante de aquel suave deslizar se propalaba a través de
los lechosos corredores que conformaban la edificación. Había
llovido bastante desde los tiempos, ya inmemoriales, en que el buen
nombre de aquella próspera empresa se erigiera como sinónimo de
dignidad, respeto y seriedad. Dos siglos, ni más ni menos, eran los
que trazaban un largo y anecdótico mapa sobre el restaurado armazón
de la ilustre funeraria Para Elisa, curioso y musical nombre
que su fundador, Eduardo Cambaine, eligió como homenaje a su primera
hija fallecida en terribles circunstancias, motivo que le llevó a la
inversión en tan seguro negocio. Infinitos cambios se habían
sucedido en el transcurso de aquellas dos centurias que, no en vano,
habían apocopado su estructura, ahora modernizada y transformada en
un lineal y austero conjunto arquitectónico. Poco o nada quedaba ya
del espíritu Cambaine, aniquilado al mismo tiempo que la regiedad de
sus muros. Sin embargo, la proliferación de esta fiebre
contemporánea no impedía que el tránsito de la parca siguiese
deslizándose, casi a diario, sobre vertebradas estructuras de
rodante aluminio. Así mismo, la política de renovación del centro
había sufrido otras tajantes variaciones, algunas de ellas
referentes a las leyes filiales que rigiesen su estricto código
laboral. No cabía duda que Cambaine había sido un hombre serio, un
hombre aferrado a la matriz de sus ilusiones; espejismo vilipendiado
por la abulia de las nuevas y frívolas generaciones. Atrás quedaban
esos días en los cuales una limitada sociedad familiar constituía
la piedra angular de aquella institución erigida en el dolor.
Ampliada la oferta de servicios funerarios, se había orquestado un
crecimiento que dió lugar al paulatino desarrollo de una plantilla
conformada por ocho trabajadores. Ubicada en el marco de ese selecto
y profesional sínodo destacaba una personalidad en concreto.
Bautizado con el nombre de Iósif debido a los excesos de unos padres
ideológicamente contradictorios, aquel ser solitario bendecía en
silencio el despertar de su adormeida vocación. Su felicidad
proliferaba entre las cuatro paredes de aquel siniestro pabellón,
módulo situado en la parte sur de la construcción que se bifurcaba
en dos pequeñas salas reservadas para los procesos de
embalsamamiento. Perdido entre aquella vorágine de inyectores de
cavidades, bombas succionadoras de fluidos, tubos nasales y demás
variopinto instrumental, anhelaba el constante devenir de la
privación del sentir, acepción rescatada de los textos de su
alabado Epicuro, genio helénico del raciocinio que se había
transformado en uno de sus principales referentes. Sí, Iósif era un
gran amante de la cultura, filósofo donde los hubiese, devoto de las
letras como pocos pudieran definirse. Disfrutaba de su profundo
desglose analítico, del estudio pormenorizado de pensamientos
ligados a toda época y cultura, pasión imprimida a fuego gracias a
la prohibición de unos anclados progenitores. Precisamente, fueron
tan estrictos e impuestos tabúes los que cultivaron esta secreta
afición, proveniente de su rendición ante los preceptos clave del
maniqueísmo freudiano. Eros y Thanatos, ambivalencias de la dualidad
humana, fascinante concepción urdida por la mente de aquel maestro
que tanto aportó al mundo de la psicología contemporánea. La
tensión inevitable de estos confrontados instintos confluía en el
interior de su pecho desbocado y le ofrecía una inquietud que sólo
lograba aplacar mediante la comunión de aquella forzosa disparidad.
Orgulloso de su determinación, recurría a imposibles fantasías en
las cuales un rejuvenecido Sigmund le manifestaba su más ferviente y
sincera admiración. Imaginaciones casi lúbricas que alimentaban su
grandilocuencia.
Iósif había aprendido a amar la muerte con un énfasis desgarrador
y era constante en su particular culto diario, disfrazado de la más
baja y terrenal de las formas. Se mofaba para sus adentros de la
banalidad humana y su poder para abolir sentimientos como la
culpabilidad o la deshonra. Sobre todo, deploraba esas tediosas
costumbres que, en una determinada época del año, sólo servían
para engalanar comerciales superficies, grandes almacenes aficionados
a exhibir acartonados y alados ídolos que parecían disparar un
puñado de invisibles saetas. Corazones mullidos, peluches
esperpénticos y demás empalagosa parafernalia descollaban entre la
lista de objetos convenientemente elegidos para alimentar aquella
absurda pantomima. Él era incapaz de predicar con tan innobles
preceptos y prefería entregarse a los dictados de sus combativas
pulsiones. Escudado en el anonimato, el embalsamador se colmaba de
gozo mientras daba rienda suelta a su infinita depravación. Mas
quiso la sibilina casualidad que cierto acontecimiento malograse sus
fines. Todo sucedió justo en el instante en que las manos del obeso
funcionario se deslizaban, con fruición, sobre la piel apergaminada
de un decrépito cadáver. Iósif había cometido un grave error,
pues creyéndose resguardado en su particular fortificación, olvidó
el espíritu precavido que siempre le acompañaba. Ese día no había
cerrado el pabellón con llave y este descuido le puso en manos de la
silenciosa presencia que espiaba sus fogosos arrebatos. No le cabía
la menor duda de que la noticia de sus parafílicas obsesiones se
propalaría con el auge de un cauce vertiginoso. Lejos de apocarse o
intentar agredir al inoportuno traidor, Iósif mantuvo todo el tiempo
la altanería en su mirada y esperó pacientemente las consecuencias.
Poco podía importarle el oprobio que habría de pesar sobre su
cabeza, o el desprecio imperante en los semblantes de quienes se
topaban frente a frente con su patizamba figura. Sí, era bien cierto
que había perdido su trabajo y con él la pasión que daba sentido a
su vida, pero también lo era que al menos podía disfrutar del
inmenso placer de la libertad. Tales eran los privilegios de
trabajar en una empresa enemiga de la notoriedad, sociedad defensora
de catapultar las verdades a golpe de billetera. Condenado al
vilipendio, aquel cúmulo de adiposidad se dedicaba a soñar en
compañía de sus filosóficos libros y coexistía únicamente con la
salvaje naturaleza que bordeaba la vallada extensión, un perímetro
acomodado para cubrir las necesidades del abúlico trozo de carne.
¡Cuán lejano se tornaba el olor de su amada muerte entre aquellos
parajes alejados de la mundanidad!, execrable sombra cuya proximidad
comenzaba a desear con inusitado ahínco. Parecía que, finalmente,
el peso de la desidia hubiese desestabilizado la misantrópica
condición de Iósif. La soledad y el sufrimiento se aliaban en una
conjunción amenazante que predisponía su creciente vulnerabilidad.
El desventurado flaqueó y no quería recordar el enorme lastre que
pesaba sobre su figura repudiada. Poco regía ya su obtuso
entendimiento.
Anclado en una tormentosa época de noches en vela, quiso un buen
día el azar que el rostro del gordo neurótico se transmutase en una
mueca esperanzadora. Los primeros albores de aquella mañana lívida
y otoñal fueron los testigos de tan repentino cambio. El forzado
eremita se disponía a despejar su mente con la ayuda de un matinal
paseo cuando sus ojos repararon en el curioso ítem que había sido
abandonado junto a la herrumbrosa entrada de la parcela. Lejos de
insuflar vida a sus precavidos instintos, el hallazgo consiguió
emocionar profundamente al alienado embalsamador que, con presteza,
se aproximó al sospechoso y oscuro maletín que más pareciera
propiedad de un refinado ejecutivo. Al tomarlo entre sus manos,
apreció el peso mínimo del extraño objeto, así como su textura
endurecida y satinada. Sin siquiera pararse a reflexionar acerca del
insólito acontecimiento, cambió instantáneamente de planes y dió
media vuelta con la dádiva aferrada entre los brazos. Casi imponía
piedad la turbación de aquella mórbida y solitaria figura que,
amparada bajo las cuatro paredes de su desvencijada y maloliente
vivienda, se devanaba los sesos en inútiles elucubraciones. Depositó
el maletín sobre la mugrienta mesa del comedor y tembló mientras
sus dedos se acercaban a los cierres de acero niquelado. Con una
dilación eterna levantó las pestañas inferiores y liberó ambos
enganches de su siniestra tirantez. Un sudor abundante se deslizaba a
través de los pliegues de su frente ancha y protuberante. La caja de
Pandora reveló su contenido de un modo visceral; el rollizo cuerpo
trastabilló en el aire cuando sintió la mordedura de la bífida
alimaña que se abalanzó sobre su rostro asombrado. La rauda
acometida le permitió apreciar, únicamente, los ojos blanquecinos
del curioso reptil de piel azabache. El ermitaño maldecía su
profunda ineptitud entre bramidos y blasfemias. En un último y
desesperado intento, trató de arrastrar su excesivo peso a lo largo
de la superficie, pero los inminentes signos de parálisis
ralentizaban el débil avance; densas brumas enturbiaban su visión,
transformada en un cúmulo de humores cristalizados. El murmullo de
aquellos labios tumefactos fenecía entre un coro de sibilantes
jadeos. A su alrededor, la oscuridad garabateaba líneas de
burbujeante impaciencia. El azote de una húmeda gelidez arrancó al
desgraciado de sus turbias ensoñaciones. Todavía acertaba a sentir
el peso de aquel agravado entumecimiento que, esta vez, venía
acompañado de una insoportable cefalea. La intensidad del dolor que
inflamaba su vientre le provocó un maremágnum de náuseas.
Extraviado en su creciente plumbeidad, pugnaba en pos de vencer el
abotargamiento de sus párpados descoloridos. Salivales hebras
brotaban de aquellos labios corruptos de los cuales comenzó a surgir
una abrupta regurgitación. La grumosa miscelánea se deslizó por el
saliente mentón e impregnó el tórax. Perdido en los surcos de
aquella dimensión ignota, percibía los ecos de un murmullo
distante, un conjunto de lejanas y entremezcladas voces que su
pabellón auditivo interceptaba a intervalos. Sentada en posición
cabizbaja y con las manos aferradas a la espalda, la obesa figura
había sido despojada de sus ropajes y exhibía sin decoro un cúmulo
de tibias adiposidades. Sintió un salvaje impacto que inclinó hacia
atrás la hundida cabeza e, instantes después, notó la ligera
presión que se posaba sobre los velos esponjosos que cubrían su
mirada. Obligadas por la inercia, las dilatadas pupilas volvieron a
reconocer la luz y le ofrecieron los primeros planos de un mundo
desenfocado y turbio. A pesar del deterioro de sus funciones
cognitivas y físicas, el enigma parecía despejarse con una terrible
certeza. Inicialmente, creyó distinguir lo que parecía cabello
matizado por un particular tono anaranjado; el rostro, ligeramente
enjuto, mostraba un tono blanquecino e insano, singularidad que
contrastaba con el tono grisáceo de aquella penetrante mirada.
Cuando contempló la frialdad en el semblante, Iósif creyó morir de
pánico. No le cabían dudas acerca de su destino. Imposible olvidar
semejante faz que, para su desgracia, había sido capaz de reconocer
incluso al borde de la locura. El encuentro sucedió durante una de
esas raras ocasiones en las cuales el funcionario se permitía un
ligero descanso:
La tarde estaba avanzada pero aún hacía algo de calor, el
embalsamador había salido a disfrutar de su vicio por la nicotina
mientras, ensimismado en sus pensamientos, bordeaba el perímetro del
edificio. Quiso la casualidad que, al pasar junto a la fachada
principal del recinto, se cruzase en su camino aquella efigie
demacrada y esbelta. El hombre en cuestión se movía nerviosamente
de un lado a otro, al tiempo que sus labios parecían musitar algo
ininteligible y angustioso. La escena despertó tal piedad en el
interior de Iósif que, movido por un invisible resorte, se apresuró
a extraer la pitillera del bolsillo de la chaqueta con la intención
de ofrecer consuelo al cuitado personaje. Lejos de declinar la
oferta, el transeúnte pareció receptivo y, una vez se hubo
tranquilizado lo suficiente, abrió su alma de par en par ante la
piadosa mirada del obeso funcionario. Resultó que su joven y bella
hija de dieciocho años se encontraba postrada en el interior de una
sala de velatorio. Iósif escuchaba la triste historia en silencio y
sin pestañear mientras rememoraba las delicias del fragante cadáver
al que había profesado un amor infinito. La evocación de aquella
joven y fría turgencia aún era capaz de avivar sus instintos, por
lo cual procuró abandonar tales ensoñaciones antes de que una fiera
erección se adivinase bajo la tela de sus pantalones. A modo de
consuelo, sin saber muy bien si su forma de obrar era o no la
correcta, el embalsamador comenzó a divagar peligrosamente y liberó
palabras más propias de la filosofía Shopenhaueriana. El
especulativo Arthur, cómo a él le gustaba denominar a éste titán
heredero de la filosofía de Kant, era otro de esos idealistas a los
cuales guardaba infinita pleitesía. Tomó prestados ciertos
argumentos utilizados por tal filósofo prusiano con la única
intención de consolar a su nuevo amigo: La muerte es el genio
inspirador, el musagetes de la filosofía. Sin ella es muy difícil
que se hubiera filosofado algo. Esperaba no estar sonando muy
frío, porque aquello era lo único que sabía hacer, desglosar
pensamientos y tomar el pulso de sus instintivos y freudianos
estímulos. Y lo cierto es que su intervención estuvo cuidadosamente
medida, pues el desconsolado padre parecía fascinado por la
inteligencia del funcionario, tanto que le propuso terminar aquella
conversación en otro momento. Iósif asintió complacido y, aunque
no solía ser partidario de entablar amistades, antes de despedirse
le entregó una tarjeta con sus datos personales.
Inmerso en un mar de moribundos estertores, el gordo acertaba a
discernir la furia de aquellos seres preñados de venganza. Una
lágrima resbaló por sus mejillas cuando las retinas lograron
enfocar el cortante brillo que titilaba entre las manos enemigas. El
canto de su alabada libre concepción le había jugado una mala
pasada. La justicia clamaba entre los labios de la furiosa comitiva
que, expectante, solicitaba un acerado resarcimiento. El recuerdo de
sus seres queridos y ultrajados, inertes efigies a merced de los
arrebatos de aquella obsesa bola de sebo, avivaba la iniquidad de sus
instintos.
Perdido en una comparsa de tenues silbidos pulmonares, suplicó que
la ponzoña ofídica ganase terreno al sufrimiento….
No hay comentarios:
Publicar un comentario