Pánico a las arrugas
CARLOS ENRIQUE SALDIVAR
No sé por qué siempre he sentido miedo de las mujeres maduras, toda
mi vida he padecido esa extraña fobia; quizá porque nunca tuve
madre, abuela, o alguna imagen materna que me enseñara el amor de un
hijo hacia su progenitora. No lo sé. ¡Quisiera eliminar del mundo a
todas esas mujeres! Las de cuarenta años para arriba, en específico.
¡Me asustan demasiado!
Siempre fui un jovencito tímido en la escuela, pero todo se
desenvolvió siempre de una manera casi normal hasta el día en que
llegó al aula de estudios esa profesora de horripilantes cejas
arqueadas y cabello canoso. Me trataba mal en las clases y, en
consecuencia, yo le temía. Creo que por aquel tiempo mi padre pensó
que no era una fobia, sino alguna especie de enfermedad que iba más
allá de los límites de la ciencia médica. Pero yo sabía la
verdad, y esta se revolvía dentro de mí, como lava a punto de
escapar por mis angostos poros en erupciones violentas. No era nada
agradable.
Me retiré del colegio en primaria y durante los cinco años de
secundaria, estudié en un colegio particular, donde enseñaban
profesores y maestras jóvenes, hasta el bendito día (estoy siendo
irónico) en que llegó una nueva directora y, a pesar de ser mi
padre una persona influyente en el complicado universo social que
imperaba por entonces, resultaba muy absurdo crear problemas en torno
al mandato de aquella escuela por parte de la nueva (mejor dicho:
vieja) intrusa; yo era un alumno común y exotérico, un chico
demasiado anodino como para ser tomado en cuenta por el desafecto
mundo de los adultos. Me retiré también de ahí. Acabé mis
estudios escolares y me gradué en un colegio fuera de mi ciudad, en
un lugar apacible y misterioso, en donde muchas mujeres bastante
jovencitas se peleaban por enseñar las materias que habían
aprendido en sus respectivos estudios superiores, sin esperar mucho
dinero a cambio, porque en aquella época la situación económica
era muy dura y esa nueva ciudad no era la excepción. Ahí estudie
yo; allí incluso me enamoré: fue de una profesora con la cual no
llegó a concretarse una relación seria, pero sí logré adquirir
alguna experiencia en el arte de amar, hecho que provocó en mí una
gran satisfacción. La quería mucho en realidad. Todo entre
nosotros, al principio, marchaba de maravillas... hasta que me
presentó a su madre.
No
quiero dar una mala impresión a aquellos que estén tomando
conocimiento de mi historia si menciono los oscuros y turbulentos
hechos que rodearon mi banal existencia. Tenía conflictos siempre
por el problema que antes he expuesto: el
pánico a las mujeres añosas,
pero estoy seguro de que aquello no era del todo anormal, aunque a
veces, en la noche, tenía pesadillas: soñaba que una bruja montada
en un caballo de madera se metía a mi habitación y me llevaba con
ella quién sabe adónde, con intenciones de devorarme.
He
tenido algunas novias muy jóvenes, una vez conseguí estar con una
chica bastante linda que no tenía ni madre, ni abuela; esta se
enteró de mi extraña fobia y me dijo:
—Parece
que tienes temor a las brujas, pareciera que te han hechizado,
deberías investigar sobre tus ancestros, podrías hallar alguna
respuesta.
Así
que ni bien ella terminó su relación conmigo (se veía venir, mi
peculiar conflicto desanimaba aun a las chicas más comprensivas),
hice caso de su quijotesca recomendación.
Mi
padre, un tanto desconfiado, me indicó dónde se ubicaba la antigua
casa de mi abuela y de mi madre, yo acudí de inmediato para poder
librarme de la gran duda que me atormentaba; quería ver el siniestro
retrato de mi abuela. Siempre tuve muchas fotografías de mi mamá
guardadas en mi gaveta, mi padre era poseedor de otras tantas, además
en la pared del salón principal de la casa de mi niñez había dos
hermosos retratos de ella, uno de cuerpo entero y otro, en donde
estaba rostro a rostro con el autor de mis días. Mi madre falleció,
pero aun después de muerta estuvo en todo momento presente para mí,
porque cuando se fue de mi vida estaba en la flor de sus años. Nunca
llegué a vislumbrarla en persona, mas siento como si la hubiera
conocido desde siempre. Me dijeron que era una joven adorable,
inteligente y de mirada risueña. Falleció en el momento en que yo
nací, siempre me lamenté por ser causante de ese hecho. Toda la
vida me consternó la idea de que criatura tan celestial, tan
preciosa, tuviera que irse de este mundo para ceder paso a un ser
insignificante como yo. Si ella viviera ahora tendría treinta y seis
años. Creo que si en este momento ella viviese no la odiaría, ni le
temería, como a las otras que cambiaron con el paso de los años;
pero nunca tuve la dicha de gozar la cálida emoción de su
presencia.
En
cambio, a mi abuela nunca la había visto, ni siquiera en retratos.
Cuando
llegué a su antigua mansión, quedé sorprendido, más aún al
ingresar al salón principal. Ahí yo estaba bordeando el límite del
terror. Sé que existen rostros que asemejan las mil caras del
demonio y éste debía ser uno de ellos. En medio del gran salón,
resguardado por dos tíos míos, hermanos de mi madre, que eran
gemelos, estaba (justo en el centro) el retrato oval de mi difunta
abuela. Enormes cejas pobladas ascendían por su apergaminada frente,
debía bordear los cuarenta y cinco años, poseía muchos caracteres
tenebrosos: cabello desordenado y rojizo, ojos verdes y malignos,
boca pequeña, aunque con labios gruesos, ligera sonrisa, como de
payaso desquiciado, y una nariz larga y recta, en la cual el artista
había implantado, al parecer, toda la carga negativa que aquella faz
del infierno parecía emanar. Fue un duro golpe para mí, sobre todo
cuando después averigüé algunos detalles sobre ella, gracias a un
primo lejano suyo que tenía sesenta y cinco años y que me costó
contactar; él me informó cosas inquietantes, me dijo que ella era
una bruja malévola, salvaje, que su historia era negra y la habían
arrestado seis veces, pero nunca pudieron probar que le hiciera daño
a algún semejante. Sin embargo, lo hacía. Siempre que podía. La
familia, avergonzada ante la existencia de tan macabro personaje,
nunca habló de ella. Incluso su propia hija callaba. Mi madre le
temía, ahora lo sé, imagino que debió tenerle un gran pavor a mi
abuela. Sus dos hijos gemelos nunca le obedecieron y su hija mayor se
fue de su casa, harta de su madre, para nunca más volver, lo cual
todos pagaron caro, pues nunca ninguno de ellos pudo ser feliz; sobre
todo los gemelos, quienes permanecieron en una apabullante soledad.
Con todos aquellos datos mi temor hacia esa mujer se fue
incrementando, y aún tenía una gran duda: quería saber si la
vieja, antes de morir, me había hechizado o algo parecido, parecía
una profesional realizando tan oscura labor. Quería saber cuál era
la razón por la que me podía odiar aquella mujer o cuál fue el
motivo por el que me detestó hace muchos años, ¿acaso era ella la
bruja de mis pesadillas?
Muy
pronto descubrí el posible motivo: a pesar de las afrentas, la
extraña mujer siempre amó mucho a su hija menor, mi madre; quizá
creyó que podía ser su heredera, seguidora de su magia y sus trucos
sobrenaturales; no obstante, mi mamá no quería saber nada de ella,
todavía guardaba resentimiento por los oscuros acontecimientos que
rodearon la muerte de su padre, mi abuelo. Tal vez la bruja tuvo que
ver en ello, tal vez no, y en su afán de no querer ser bruja, como
su progenitora, mi madre se casó con el primer pretendiente que tuvo
a mano, y al que de seguro, con el tiempo, sí llegó a amar: mi
padre. Mi mamá aún demasiado joven, casi niña, no estaba lista
para tener hijos; cuando nací, yo me quedé atorado en su vientre,
algo que ella no pudo soportar. Fueron breves y dolorosos minutos en
los cuales mamá se desplomó para siempre. Mi padre lloró mucho,
aunque se resignó después ante tan terrible hecho y cuidó de mi
vida como lo haría con la suya propia. Sin embargo, si aquel atroz
incidente pudo traer alguna consecuencia inimaginable fue que a los
tres días mi abuela moría en la cama de su lúgubre mansión;
fallecía de modo horrible, entre dolorosos espasmos, por la pena de
haber perdido a la única hija que le quedaba, de quien había
guardado la esperanza que algún día le perdonase el haber sido tan
maligna. Con el fallecimiento de mi progenitora aquel perdón nunca
fue posible y mi abuela pereció gritando a los cuatro vientos que
tenía un asunto pendiente, pero ya no con su hija, ni con su nuero,
sino conmigo, por haber sido el responsable directo de la muerte de
la jovencita.
De
esta manera logré averiguar varios datos acerca de mi extraña
familia, así pude plantearme una pequeña teoría sobre la causa de
mi mal; sin embargo, aún no podía explicarme el motivo de este
tremendo miedo a las mujeres maduras, incluso cuando caminaba por las
calles, después de salir con mis amigos, sentía pavor de mirar a
las ancianas que caminaban solas o acompañadas, algunas parecían
(aunque se oiga brusco de mi parte) verdaderas brujas salidas de las
más negras historias medievales. Otras lucían como inofensivas
viejecitas que trabajaban hasta tarde o que caminaban sin rumbo por
las plazas y avenidas. No importa lo que fueran: trabajadoras, locas
o amas de casa, igual las odiaba. No podía mirarlas de frente; al
hacerlo, veía los horrendos ojos de la bruja. No solo despierto
sufría alucinaciones, a menudo tenía malos sueños, me levantaba,
muy inquieto, escuchaba pasos cerca de mi cuarto, de suelas gastadas
y uñas arañando los barandales de la escalera junto a mi puerta.
Empero, cuando despertaba sobresaltado y valientemente salía a
observar, no había nada. En otras ocasiones no me atrevía a salir
de la cama, y atribuía aquellas perturbaciones a mi imaginación o a
sonidos comunes de la calle.
No
obstante, en mi mente algo me decía que estaba errado.
Por
aquella época yo ya era un hombre de mediana edad. Había estudiado
una carrera profesional con maestros particulares que bondadosamente
mi padre pudo pagar. Ya tenía edad y la capacidad para ejercer mi
carrera, para trabajar de sol a sombra, y así lo hice. También
estaba en edad de casarme, pero no pensaba mucho en mujeres. La sola
idea de que pudieran envejecer y verse como la bruja de mis
alucinaciones me hacía rechazar toda idea de relación a largo plazo
con una fémina. Mis amigos varones, que conocían mi problema, se
reían siempre de ello considerándolo una tontería, diciendo que
las mujeres más sinvergüenzas son las mayores y nunca faltaba uno
que me ofreciera pasar una noche con alguna amiguita suya que ya
había pasado los treinta y cinco años. Aquellas proposiciones me
hacían temblar y en más de una ocasión intenté escapar de mis
amigotes. Empero, siempre había uno o dos que me consolaban y me
aconsejaban ir donde un especialista. Lo hice, fui a ver doctores,
psicólogos, psiquiatras, curanderos, y solo una vez un insólito
chamán que mi padre me recomendó, y al que nunca volví a ver, me
dijo que yo era producto de un maleficio familiar. Creo que con eso
quedaba resuelta la gran duda de toda mi vida, de por qué sentía
tanto miedo de las mujeres añosas: había sido una vieja con
habilidades para la brujería la que me había maldecido.
Por
aquellos difíciles días murió mi padre. Antes de partir, me legó
todos sus bienes. El hecho de quedarme solo en la vida resultó para
mí un tanto chocante, pero conseguí reponerme. Me hice cargo de los
negocios de mi progenitor y en adelante aquello marchó bien. Por
supuesto, evitaba tener contacto con mujeres viejas o maduras y no
contrataba personal en las empresas que rebasara los cuarenta años
de edad. Aún ponía en jaque a los empleados varones, por si tenían
alguna esposa que pudiera visitarlos en las oficinas. Todos los
corredores y estancias, incluso los pisos menos visitados por los
clientes, brillaban con la presencia de jóvenes secretarias, con
contrato para diez años máximo.
Mi
mal decreció por un tiempo, mas sabía que no sería por mucho y que
debía ser cuidadoso. Quería dejar de creer en los malos sueños y
alucinaciones, ya no deseaba padecer a ese trance; de hecho, me
sentía bien cuando sacaba de mi cabeza la idea de la maldición.
Asumí como trastornos mentales aquellas visiones y pesadillas, en
las cuales la bruja me llevaba en brazos, como un ladrón que
secuestra a un niño indefenso; a pesar de que esas tribulaciones
lucían reales, me dije que en realidad todo se hallaba en mi cabeza.
Estaba equivocado.
Con el transcurrir de los años tuve una vida próspera (sin
mencionar los eventuales conflictos que me producía observar a una
mujer mayor.) No estaba solo, tenía amigos que me habían sido
leales toda la vida y que evitaban que se me acercase alguna mujer de
las características que tanto temía yo. Mi extraño comportamiento
obviamente despertó sospechas entre los que me conocían, quizá
pudieron pensar que estaba loco, pero ¿quién podía saber la
verdad? ¿Acaso era un trauma de infancia? ¿Acaso era un simple e
inocente pánico a las arrugas? No era simple, sino enfermizo. Una
vez se me acercó una limosnera y un amigo mío, más joven y muy
rudo, la apartó de una bofetada, me sentí bien porque sus ojos
parecían ser los del demonio que me perseguía. En otra ocasión una
mujer de unos cuarenta y dos años, y embarazada, quiso platicar
conmigo de modo urgente porque yo había despedido a su hijo, debido
a que este se enfermaba demasiado. La retiramos casi a la fuerza,
pero cuando vi que los empleados bajo mi tutela casi iban a
agredirla, los detuve y decidí arreglar todo de una forma correcta.
Mi anomalía me estaba traumatizando, convirtiéndome en una especie
de rata sucia que no respetaba a las señoras de mayor edad, pero
debo decir algo bastante curioso: cuando atrevidamente me paré en la
ventana de mi oficina para ver a esa mujer alejarse, ella volteó de
súbito, sin darme tiempo a reaccionar y ocultarme, dirigió su vista
hacia mí, tenía unos terribles ojos que brillaban con una maligna
luminosidad roja, dos esferas infernales que me habían perseguido
durante toda mi vida.
Al
cumplir cuarenta años, se produjo el desastre.
Yo
era un hombre maduro, no obstante, conservaba intacto mi miedo a las
mujeres mayores; ya había aprendido a convivir con esa maligna
fobia. Pensé en todo lo que había hecho, en todas las precauciones
que había tomado, incluso tenía una casa en las afueras de la
ciudad, alejada de cualquier peligro inmediato, pues se hallaba
rodeada por un bosquecillo que no daba espacio para la visita de
vecinos, además mi enorme y sólida reja en la entrada estaba
resguardada por dos perros grandes y dos forzudos guardias. Claro,
las medidas eran un poco ingenuas, la bruja solo tenía que volar y
entrar por mi habitación, la cual estaba reforzada con gruesos
fierros en las ventanas para evitar los robos. También contaba con
imágenes religiosas, hacía unos años decidí dedicar mi vida al
catolicismo y vencí, gracias a eso, parte de mi miedo, el cual
regresaba cada cierto tiempo haciéndome saltar del suelo o de la
cama, al igual que cuando era niño y era más impresionable. El
trance nunca terminaba. La bruja siempre volvía para acecharme.
Aquel
día, de mi cumpleaños, después de una gran fiesta, fui a la calle
con varios amigos, un grupo de los mejores que había tenido. Eran
las cuatro de la madrugada. Salimos de mi casa, dejamos las
habitaciones llenas de mozuelas, ebrias y satisfechas, y repleta de
amigos más jóvenes, quienes también habían bebido más de la
cuenta, debido a la candidez de sus años. Todos cruzamos el
bosquecillo y decidimos salir de mi propiedad, ir un rato a una
tienda cercana, donde se vendía toda clase de productos, que se
ubicaba a unas calles de mi mansión. Queríamos comprar más licor,
entre otras cosas. Platicábamos y reíamos cuando apareció aquello.
Eso,
ella
salió
de la nada.
¿Quién
hubiera podido prever que de repente a esa hora de la madrugada, de
un pasillo de la amplia tienda, surgiría esa mujer de largos huesos
que caminaba medio encorvada, tapando su rostro con un amplio
sombrero de paja? No se le veía el rostro, pero mis amigos, otros
clientes y el dueño de la tienda se quedaron paralizados del temor.
El tiempo se
congeló alrededor mío, entonces vi, con mis ojos casi desorbitados,
un pequeño caballito de madera que se movía solo, con lentitud, en
un extremo del local. Las luces se apagaron y la terrorífica figura
vestida de negro me dijo con una voz de ultratumba:
—Ese
juguete
pertenecía
a tu madre.
Huí
de ese sitio a la carrera, sin embargo no llegué muy lejos, pues
afuera del local y en medio de la calle, tras haber avanzado unos
cuantos pasos, me quedé sin movimiento.
¡Oh, Dios mío, protégeme,
esto no está pasando!
Dejé
de ser dueño
de mi propio cuerpo. Escuchaba una risa desquiciada, espectral que se
acercaba a espaldas mías, tomándose su tiempo para ver gozosa mi
suplicio. Me oriné en los pantalones mientras todos mis amigos me
observaban desde la puerta de la tienda, creo que alguien dijo que
llamaría por teléfono a la policía, que lo estaba haciendo, que la
línea se había cortado. Algunos rayos del cielo empezaron a
dispararse hacia las casas sembrando un sonoro caos cerca de mí.
Todo era real. Ahí estaba yo, viviendo al fin la pesadilla con la
que siempre soñé. Miré los grandes vidrios de la tienda, descubría
que no era yo mismo la víctima de aquel bizarro acontecimiento, era
mi yo
cuando era niño.
Estaba
rejuveneciendo, regresando en el tiempo corporalmente, ahora tenía
diez años, y mi edad seguía retrocediendo de forma acelerada. Ante
tal hecho insólito, se me ocurrió que tal vez todo era producto de
un nuevo y trágico sueño, el peor de todos, pero mi pensamiento era
erróneo; el espectro diabólico se encargó de volverme a la
realidad:
—Esto
no es un sueño. Esto es tu fin. Por tu culpa y la de tu padre nunca
volveré a ver a mi niña jugar en su caballito de madera otra vez.
Venganza. Venganzaaaaaaaa.
Lo
comprendí todo. Comencé a llorar, me lamentaba, rogaba; me miré en
el reflejo de los vitrales, ya tenía unos siete años, seis años, y
continuaba decreciendo. Yo
aún no nacía,
no
fue mi culpa,
no obstante, la bruja era despiadada. Se quitó la enorme gorra,
deseé que jamás lo hubiese hecho, vi su calva horrenda, llena de
venas, anormalmente hinchadas, con algunos gusanos gordos y movedizos
saliendo de su cráneo moteado. No tenía cabellos, los anélidos los
reemplazaban. Sus ojos eran grandes y ovalados, como huevos de
avestruz, desproporcionados con respecto al resto de su cara, siempre
con un intenso brillo rojo, como el centro de un volcán a punto de
erupcionar desde el centro del infierno. Su gigantesca nariz parecía
el pico de un tucán. Su boca, al principio, no tenía dientes,
empero, vi como de la nada le empezaron a crecer colmillos del tamaño
de los de una morsa. Vi su lengua, bifurcada en la punta, como la de
las serpientes, crecer a una extensión desmesurada; bordeándome con
esta, me levantó en el aire mientras sentía que me desmayaba, que
perdía la conciencia, como cuando se tiene menos de cinco años. Del
fondo de su garganta salía un líquido viscoso, el cual hacía hoyos
en el suelo al caer.
Los
presentes se pusieron histéricos ante tales visiones abominables y
carentes de toda lógica. Algunos de ellos vomitaron, otros se
desmayaron, otros se orinaron, los más fuertes se quedaron
boquiabiertos, varios en estado de shock, así se quedarían el resto
de sus vidas.
La
bruja se quitó todas las vestimentas y quedó al descubierto su
indescriptible cuerpo escamoso y encorvado. En ese instante me
pareció que la ciudad entera se estremecía.
Yo había cumplido cuarenta años cuando aquello ocurrió, el
final de mi vida. Un final en retroceso, porque estoy seguro que
ya era un bebé o tenía al menos el tamaño de este cuando la
horrible criatura me devoró entero. Luego lanzó un aullido de
satisfacción, limpiándose la sangre con sus gigantescas manos,
atravesadas por asquerosas uñas, lanzas filudas y negras. No dejaba
de reírse, aunque tal vez era un llanto y no una risa, algo
desgarrador que alcanzó mayor intensidad cuando sus ojos brillaron
con gran potencia y se elevó a un cielo que ya estaba mostrando
algunos débiles rayos solares. El diabólico ser, tal vez asustado
por la proximidad del alba, desapareció por los aires montando en el
caballito de madera que estaba cerca, el engendro emitió algunos
rugidos indescriptibles que hicieron eco todavía varios minutos
después de que todo vestigio visual se hubiese borrado; ni sangre,
ni restos, ni el menor rastro de cierto hombre que temía a las
arrugas. Nada. Solo un débil olor a inmundicia y corrupción.
Ninguno de los que
presenciaron el obsceno hecho pudo nunca explicar lo ocurrido aquella
madrugada.
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