Comedia finita est
A su alrededor, había nada más que silencio, a donde
sea que fuera. Solamente el constante ruido dentro de su cabeza lo
trastornaba. Y era este último, no el primero, a decir verdad,
lo que no podía dejarlo discernir claramente sus emociones,
sus pasiones, o los de cualquier otra persona. Era incesante, aquel
ruido. Lo urgía. Hubiera deseado un poco de ese silencio al
que había sido condenado dentro de su alma. No podía
consigo mismo, la mayor parte del tiempo. Tantas cosas para decir;
pocos querían escucharlas, nadie. Insultos, bueno, quejas y
padecimientos, más que cualquier otra cosa. Y todo ese ruido,
desbordándolo. Necesitaba transformarlo en otra cosa, algo más
extraordinario, más noble, tanto más. Los ardores
humanos no merecían ese homenaje. Nada podría saber él
de eso, de todas formas. No descansaba hasta lograrlo. De allí
venían todos sus dolores y molestias. Y finalmente lo lograba,
aunque quizás no siempre podemos ver la grandeza en algo que
al mismo tiempo nos repugna. Suele suceder, así es el ser
humano, sus miedos y su carácter. Eso lo sabía.
Eso que estaba por suceder iba a matarlo.
Eso vino una de esas noches en las que él se sentía
animado, que eran cada vez las menos. Si alguien lo hubiera sabido,
no se lo hubiera perdonado nunca; aunque, de todas formas, quién
podría haber sido capaz de contárselo a otra persona.
Nadie lo creería. Y sin embargo es el miedo, insensato,
invisible, lo que nos detendría.
Se mostró ante él de esa misma manera, podría
decirse; como la inspiración misma, como una musa, de esas que
decían ya lo habían abandonado.
La noche era lenta y el aire estaba pesado. Él se sentía
bien pese a sus dolores, sentado frente a un piano que nada le decía.
Él ya sabía lo que tenía para decir, podía
articular sus cuerdas vocales cómo así lo quisiera.
Dejaba pasar el vino por su deshidratada garganta. No pudo sentir el
hedor cubriendo la habitación, el suelo, los muebles. En todo
caso, tal vez pensara que era suyo. En los últimos años,
había llegado a poder sentir cómo sus órganos se
descomponían poco a poco. Sentía las manos calientes
mientras jugaba con las teclas del piano; la frente le ardía,
y su corazón. Las imágenes de las ondas sonoras se
agolpaban en su cabeza. No vio aquella sombra reptar por sus
espaldas. Sintió apenas unas puntadas en su nuca.
Se sentía magnífico, glorioso. Todas las notas caían
en el lugar correcto. Tantas notas, que apenas si podía
comprenderse a sí mismo, tantas como sonidos había
dentro de su cabeza. Con su mano derecha tomó una pluma y
comenzó a dejarlas caer sobre el papel, mientras la izquierda
no dejaba de moverse. Aquel bello tormento era inigualable para él.
No había nada humano que pudiera desatar tanta pasión
en él. Su mano izquierda parecía tener veinte dedos, o
más. Así de imposible era aquella melodía. Se
sentía excitado. Nadie podría comprenderlo. Hacía
rato que nadie lo comprendía, ni con la novena, a pesar de la
hipocresía burguesa y las modas.
Finalmente, su dedo angular cayó sobre la última de
las teclas que tocaría esa noche. Se sentía afiebrado,
exhausto. Hizo algunas modificaciones a los últimos compases y
comenzó a releer la obra desde el primero. Había
perdido noción del tiempo. Creyó que ya estaría
por amanecer, pero habían pasado apenas unos minutos desde que
se había sentado a tocar. Todavía tenía una
sensación extraña en el cuerpo; los nervios tensos como
las cuerdas del piano, desgarrándolo por dentro. Sus ojos
simplemente no podían comprender lo que estaba leyendo. La
fiebre subía cada vez más. Pasaba las hojas
horrorizado. Después, se desmayó.
Al despertar, la partitura había desaparecido. Se quiso
convencer a sí mismo de que la había destruido momentos
antes de perder la conciencia; quiso convencerse también de
que podría reproducirla nuevamente. Fue inútil. Lo
intentaría, sin éxito, durante el resto de su vida, una
y otra noche.
Ese maldito ruido en su cabeza. Todos sordos a su alrededor. Ahora
él también se sentía así consigo mismo:
ya no era capaz de sosegarse.
Los críticos de todo el mundo lo detestaban. Sus discípulos
le habían perdido el respeto; sus amigos ya no le tenían
paciencia.
Sin embargo, años más tarde, durante sus últimas
horas de vida, todos estaban ahí, compadeciéndose de
esta alma atormentada y delirante. Y fue ahí, postrado en su
cama, enfermo y moribundo, donde volvió a encontrarla.
Una
niña entró a la habitación donde yacía,
con un carillon. El aire se cortó al abrirse la puerta.
Todos se sobresaltaron al ver a aquella chiquita cargando ese objeto
deslumbrante, enorme, pesado. Uno de los jóvenes discípulos
del maestro intentó ayudarla, pero ella lo miró con
recelo. Este retrocedió inmediatamente. Lo cargaba sin
problemas. Se acercó a un costado de la cama, lo depositó
en el suelo, cerca de la cabecera y lo saludó agitando
tímidamente su pequeña mano izquierda y con una sonrisa
algo tétrica, lúgubre. Él no sabía por
qué, pero se sintió terriblemente contento de verla. No
la conocía. Una expresión de alivio colmó su
rostro. Ya no sentía dolor. No más ruido. La besó
en la frente, después tosió y se inclinó al otro
costado de la cama para escupir un coágulo de sangre que le
dificultaba la respiración. La niña, sin comprender, se
echó a llorar y salió corriendo de la habitación.
Él se incorporó, se rió y balbuceó unas
palabras. Les pidió a sus camaradas que lo dejaran descansar
unos instantes. Mientras salían, todos se comentaban por lo
bajo el uno al otro aquel extraño acontecimiento. Una vez
solo, abrió la caja depositada junto a su cama y una música
comenzó a escucharse desde su interior.
No pudo evitar estremecerse. La felicidad, el horror. Se sentía
extasiado y aterrado al mismo tiempo. Cerró la caja tan pronto
como pudo.
Nadie
debía escuchar aquella delicada maraña de tormento,
jamás. No mientras estuviera vivo. Ese carrillon debía
ser destruido.
Comenzó a convulsionar y a toser compulsivamente. Se ahogaba.
La piel se le estaba resquebrajando. La fiebre lo abrazó. La
locura. El fin.
Unos instantes después,
murió.
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