¿Me recuerdas?
A Mariela le sorprendió mucho recibir esa llamada
telefónica. No solía dar su número fijo a extraños, además esa
voz no le pertenecía a ningún familiar, amistad o conocido. Recordó
que un hecho similar se había suscitado hace poco en el facebook, en
algún medio informativo de escasa importancia; los datos se le
vinieron a la memoria con rapidez: fue
anteayer, el titular decía más o menos así: «Papa
Noel llama a la gente a su casa».
No leyó la nota completa, unas frases perduraban en su mente: la
gente está asustada. Recordaba además
lo del día anterior, una siniestra propaganda en la radio: Santa
Claus hablaba por teléfono con un joven que se mostraba confuso
(este diálogo se repetía una y otra vez por el medio radial; hace
poco lo sacaron del aire). Las palabras del personaje eran:
—«Jo, jo, jo, ¿te acuerdas de mí?»
Era el comercial de una empresa, ¿se habrían inspirado en las
llamadas telefónicas de Santa? Al parecer, se estaban dando seguido
y no le hacían gracia a nadie.
Mariela, algo turbada, repitió: «Aló».
La frase de respuesta fue la misma:
—Jo, jo, jo, ¿te acuerdas de mí?
—No, ¿quién es?
—Soy yo, ¿recuerdas lo que me pediste hace varias navidades?
¿Acaso era él?
No, imposible. Mariela, quien hoy tenía veintitrés años, escribió
cuando tenía siete una carta a Papa Noel pidiéndole una muñeca
parlante. Su familia era pobre, nunca pudieron comprarle el obsequio,
aunque ella guardaba la esperanza de conseguirlo algún día. Pero
¿por qué llama después de tanto tiempo?
Inquieta, pensó en consultarle a su interlocutor con quién deseaba
hablar, mas la idea de establecer un diálogo la aterró. Decidió
colgar el fono, lo hizo, acto seguido lo descolgó, volvió a poner
el fono en su lugar y optó por desconectar el cable telefónico. No
necesitaba el teléfono fijo. Si alguno de sus conocidos deseaba
llamarla tendría que hacerlo a su celular. Mariela respiró hondo y
prosiguió con sus labores, tenía que alistarse, en breve sería
Nochebuena y debía reunirse con sus amigos.
Era de madrugada. Al final ella se había quedado
en casa, pues sus amistades decidieron visitarla. La convencieron con
la promesa cumplida de llevar la cena y los obsequios. Ella estaba
ahora sola, se quedó viendo televisión, los demás habían salido
un rato a visitar a los vecinos de Mariela, quienes eran muy amigos
del grupo. Se dijo que era muy extraño que se encontrara tan
solitaria. Ya era tarde, lo mejor era ir a descansar, pero mejor no
lo haría, dos de sus amigas regresarían para recoger sus abrigos,
las esperaría. Además, la película que estaban dando era muy
interesante aunque aterradora. Mariela recibió una llamada a su
celular, contestó, un poco reticente (se le vino a la mente lo
acaecido horas atrás), era Lena, le dijo que el grupo: los dos
varones y las tres chicas, se había quedado a festejar en la casa de
los vecinos, pues había licor por montones, y
ya conoces a Raúl, es medio alcohólico, además solo estaban los
Ramírez, la pareja, sus tres hijos pequeños estaban dormidos, no
les caería mal un poco de compañía durante una hora, quizá dos,
estos cuarentones, qué excelentes personas, no se reunieron con
nadie más por fiestas, porque tienen el dicho de que Nochebuena es
para los niños y Año Nuevo, para los adultos…
Mariela escuchó un ruido en la puerta del frente.
Aún tronaban algunos cohetes, el ruido no era tan intenso como hacía
un par de horas, momento en que dio las doce y la Navidad se hizo
presente. La joven se aproximó con lentitud a la entrada de su
espaciosa casa. Observó por la mirilla, abrió la puerta y no había
nadie. Se dio cuenta de que la ruta entre la sala, el pasillo y el
umbral era amplia, con razón esos
huevones quisieron pasar las navidades aquí, pero me dejaron de
lado, claro, como a mí no me gusta el alcohol ni bailar, carajo,
solo faltó que Carla y Gustavo me pidieran permiso para dormir en mi
cuarto. Mariela se rió y cerró la
puerta, reingresó y se acomodó en el sofá más grande, la película
terminaba, le había gustado, un psicópata que mata gente en Navidad
con un hacha porque un maldito asesinó a sus padres cuando él era
niño. ¿Por qué dan cosas así en
fiestas? ¿Qué les pasa a los dueños de los canales?
Se sintió inquieta, aunque de inmediato se reconfortó. Había visto
una cinta que la había atrapado del inicio hasta el final, y eso no
solía ocurrirle.
En ese instante hubo unos golpes en las ventanas. No en una ventana,
en todas las ventanas de la casa. Eran unos sonidos quedos, leves,
parecía que alguien estaba tocando los vidrios con sus dedos.
La muchacha se puso de pie de un salto y pensó en ir a mirar. No
obstante, se quedó parada un rato largo. Los ruidos no se
repitieron.
Ella decidió ir con rapidez a la ventana que daba
hacia el parque que estaba frente a su residencia. Había unos pocos
niños jugando, un par de adultos encendían fuegos artificiales.
Algunos drogadictos mal vestidos pasaban por la acera, uno de ellos
se detuvo en medio de esta, recogió algo del suelo, una colilla de
cigarrillo, la prendió con un encendedor y la fumó. A Mariela le
trastornaba esa gentuza que transitaba de vez en cuando, sobre todo
en las noches, por su barrio; sentía que esas personas (no,
qué digo personas, animales, no, qué digo animales, esas basuras)
no debían existir. De seguro fue uno de esos tipos quien tocó las
ventanas para saber si había gente; si nadie respondía el sujeto
forzaría la puerta e ingresaría a robar. Muchas familias pasaban la
Navidad en sus casas, sin embargo era muy común que la gente saliera
a visitar a familiares o amigos por fiestas, o que incluso viajase.
La chica abrió la cortina de par en par, también abrió la ventana,
deseaba que los pocos individuos que se hallaban en la zona la
vieran, así sabrían que no había ido a ninguna parte, y sería
inútil tratar de meterse a su casa para hurtarle algo.
Su celular comenzó a timbrar.
¿Lena de nuevo? De seguro quería insistirle a Mariela para que
fuese donde ellos.
La joven se acercó al mueble, en el cual había estado ubicada, se
sentó y contestó:
—Si me vas a pedir que vaya donde ustedes, te aviso que me estoy
yendo a acostar.
—Jo, jo, jo, ¿te acuerdas de mí?
Ella dejó caer el aparato. El golpe contra el suelo canceló la
llamada.
El celular volvió a sonar. Una vez. Otra vez.
Otra vez. Otra vez. Otra vez.
Ya basta, se dijo Mariela. Irritada, le quitó el chip al artefacto y
se mantuvo indecisa, lo ideal era llamar a Fabiola, su mejor amiga,
quien se hallaba con el grupo, para contarle todo. Le colocó el chip
nuevamente al celular.
En el momento que iba a marcar vio junto al árbol
navideño un presente que decía «para Mariela». Ella había
abierto todos los obsequios que le dieron, pero ese era un regalo
extra.
¿De quién será? ¿De Fabiola? ¿De Arturo?
Arturo coqueteaba con ella. A la muchacha no le desagradaba el
cortejo y esperaba que él diera el siguiente paso. Antes de
medianoche Arturo le había regalado un bonito reloj, a lo mejor esa
segunda caja contenía algo más romántico; una carta con una
declaración amorosa no habría estado mal, aunque el paquete era
grande, lo más seguro era que contuviera un peluche enorme o algún
artefacto para… Mariela dejó de fantasear, tenía el regalo frente
a sí y le estaba dedicado, solo había de verlo. Dejó su celular
encima de una silla, se dirigió al gran obsequio rojo y verde para
abrirlo. Lo hizo con velocidad, con ansiedad, y de repente algo le
pegó en el rostro. Un hombre salió de la caja. La chancó otra vez
en la cara y la agarró del cabello. Él blandía un cuchillo. No
llevaba pantalones. Era gordo, barbudo, vestía un abrigo blanco y
rojo. Se reía.
—Hola, puta. ¿Me recuerdas?
Yo sí. ¿Me extrañaste?
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