Has entrado a la biblioteca del Ciclope donde guarda cada libro de monstruos, vampiros, locuras, asesinos, y demás seres que hallas conocidos en los genios de la literatura del terror, misterio y suspensos, ¿pensate que has leído todo? jajaja acompáñenme…
You've come to the library of Cyclops, where you keep every book of monsters, vampires, follies, murderers, and other beings find yourself known in the literary geniuses of terror, mystery and suspense,? pensate that you have read it? join me ... lol
Detrás de esta puerta secreta, se encuentra unas escaleras, y debajo esta la biblioteca de los libros vivos, nadie se atrevió a bajar es un lugar lleno de temor solo yo puedo bajar, ahí hay libros que se han olvidados por el transcurso de los años, solo se los menciona por simple comentarios, pero nunca mas sean vuelto a leer, eso genero que sus personajes cobren vida y conversan entre si allá abajo.
Escuchas eso son gruñidos hoy serán los primeros en acompañarme, tomen una antorcha, bajemos, esta oscuro y húmedo jajaja miren ahí esta saliendo un libro que esta a punto de leerles…
Behind the secret door is a staircase, and below this the library of living books, no one dared to go down is a fearful place I can only go down, there are books that have been forgotten over the course of the years , mentions only the simple quote, but never more have been reading, that genre that his characters come to life and talk to each other down there.
Hear that are grunts today will be the first to join me, take a torch, go down this dark and damp this out there lol look at a book that is about to read
El
soldado y la muerte
[Cuento folclórico ruso. Texto completo.]
[Cuento folclórico ruso. Texto completo.]
Alekandr
Nikoalevich Afanasiev
Un soldado, después de
haber cumplido su servicio durante veinticinco años, pidió ser
licenciado y se fue a correr mundo.
Anduvo algún tiempo, y se
encontró a un pobre que le pidió limosna. El soldado tenía sólo
tres galletas y dio una al mendigo, quedándose él con dos. Siguió
su camino, y a poco tropezó con otro pobre que también le pidió
limosna saludándolo humildemente. El soldado repartió con él su
provisión, dándole una galleta y quedándose él con la última.
Llevaba andando un buen rato
cuando se encontró a un tercer mendigo. Era un anciano de pelo
blanco como la nieve, que también lo saludó humildemente pidiéndole
limosna. El soldado sacó su última galleta y reflexionó así:
«Si le doy la galleta
entera me quedaré sin provisiones; pero si le doy la mitad y
encuentra a los otros dos pobres, al ver que a ellos les he dado una
galleta entera a cada uno se podrá ofender. Será mejor que le dé
la galleta entera; yo me podré pasar sin ella.»
Le dio su última galleta,
quedándose sin provisiones. Entonces el anciano le preguntó:
-Dime, hijo mío, ¿qué
deseas y qué necesitas?
-Dios te bendiga -le
contestó el soldado-. ¿Qué quieres que te pida a ti, abuelito, si
eres tan pobre que nada puedes ofrecerme?
-No hagas caso de mi miseria
y dime lo que deseas; quizá pueda recompensarte por tu buen corazón.
-No necesito nada; pero si
tienes una baraja, dámela como recuerdo tuyo.
El anciano sacó de su
bolsillo una baraja y se la dio al soldado, diciendo:
-Tómala, y puedes estar
seguro de que, juegues con quien juegues, siempre ganarás. Aquí
tienes también una alforja; a quien encuentres en el camino, sea
persona, sea animal o sea cosa, si la abres y dices: «Entra aquí»,
en seguida se meterá en ella.
-Muchas gracias -le dijo el
soldado.
Y sin dar importancia a lo
que el anciano le había dicho, tomó la baraja y la alforja y siguió
su camino.
Después de andar bastante
tiempo llegó a la orilla de un lago y vio en él tres gansos que
estaban nadando. Se le ocurrió al soldado ensayar su alforja; la
abrió y exclamó:
-¡Ea, gansos, entren aquí!
Apenas tuvo tiempo de
pronunciar estas palabras cuando, con gran asombro suyo, los gansos
volaron hacia él y entraron en la alforja. El soldado la ató, se la
puso al hombro y siguió su camino.
Anduvo, anduvo y al fin
llegó a una gran ciudad desconocida. Entró en una taberna y dijo al
tabernero:
-Oye, toma este ganso y
ásamelo para cenar; por este otro me darás pan y una buena copa de
aguardiente, y este tercero te lo doy a ti en pago de tu trabajo.
Se sentó a la mesa y, una
vez lista la cena, se puso a comer, bebiéndose el aguardiente y
comiéndose el sabroso ganso. Conforme cenaba, se le ocurrió mirar
por la ventana y vio cerca de la taberna un magnífico palacio que
tenía rotos todos los cristales de las ventanas.
-Dime -preguntó al
tabernero-, ¿qué palacio es ése y por qué se halla abandonado?
-Ya hace tiempo -le dijo
éste- que nuestro zar hizo construir ese palacio, pero le fue
imposible establecerse en él. Hace ya diez años que está
abandonado, porque los diablos lo han tomado por residencia y echan
de él a todo el que entra. Apenas llega la noche se reúnen allí a
bailar, alborotar y jugar a los naipes.
El soldado, sin pararse a
pensar en nada, se dirigió a palacio, se presentó ante el zar, y
haciendo un saludo militar, le dijo así:
-¡Majestad! Perdóname mi
audacia por venir a verte sin ser llamado. Quisiera que me dieses
permiso para pasar una noche en tu palacio abandonado.
-¡Tú estás loco! Se han
presentado ya muchos hombres audaces y valientes pidiéndome lo
mismo; a todos les di permiso, pero ninguno de ellos ha vuelto vivo.
-El soldado ruso ni se ahoga
en el agua ni se quema en el fuego -contestó el soldado-. He servido
a Dios y al zar veinticinco años y no me he muerto. ¿Crees que
ahora me voy a morir en una sola noche?
-Pero te advierto que
siempre que ha entrado al anochecer un hombre vivo, a la mañana
siguiente sólo se han encontrado los huesos -contestó el zar.
El soldado persistió en su
deseo, rogando al zar que le diese permiso para pasar la noche en el
palacio abandonado.
-Bueno -dijo al fin el zar-.
Ve allí si quieres; pero no podrás decir que ignoras la muerte que
te espera.
Se fue el soldado al palacio
abandonado, y una vez allí se instaló en la gran sala, se quitó la
mochila y el sable, puso la primera en un rincón y colgó el sable
de un clavo. Se sentó a la mesa, sacó la tabaquera, llenó la pipa,
la encendió y se puso a fumar tranquilamente.
A las doce de la noche
acudieron, no se sabe de dónde, una cantidad tan grande de diablos
que no era posible contarlos. Empezaron a gritar, a bailar y
alborotar, armando una algarabía infernal.
-¡Hola, soldado! ¿Estás
tú también aquí? -gritaron al ver a éste-. ¿Para qué has
venido? ¿Acaso quieres jugar a los naipes con nosotros?
-¿Por qué no he de querer?
-repuso el soldado-. Ahora que con una condición: hemos de jugar con
mi baraja, porque no tengo fe en la de ustedes.
En seguida sacó su baraja y
empezó a repartir las cartas. Jugaron un juego y el soldado ganó;
la segunda vez ocurrió lo mismo. A pesar de todas las astucias que
inventaban los diablos, perdieron todo el dinero que tenían, y el
soldado iba recogiéndolo tranquilamente.
-Espera, amigo -le dijeron
los diablos-; tenemos una reserva de cincuenta arrobas de plata y
cuarenta de oro: vamos a jugar esa plata y ese oro.
Mandaron a un diablejo para
que les trajese los sacos de la reserva y continuaron jugando. El
soldado seguía ganando, y el pequeño diablejo, después de traer
todos los sacos de plata, se cansó tanto que, con el aliento
perdido, suplicó al viejo diablo calvo:
-Permíteme descansar un
ratito.
-¡Nada de descanso,
perezoso! ¡Tráenos en seguida los sacos de oro!
El diablejo, asustado,
corrió a todo correr y siguió trayendo los sacos de oro, que pronto
se amontonaron en un rincón. Pero el resultado fue el mismo: el
soldado seguía ganando.
Los diablos, a quienes no
agradaba separarse de su dinero, derribaron la mesa a patadas y
atacaron al soldado, rugiendo a coro:
-Despedácenlo,
despedácenlo.
Pero el soldado, sin
turbarse, cogió su alforja, la abrió y preguntó:
-¿Saben qué es esto?
-Una alforja -le contestaron
los diablos.
-¡Pues entren todos aquí!
Apenas pronunció estas
palabras, todos los diablos en pelotón se precipitaron en la
alforja, llenándola por completo, apretados unos a otros. El soldado
la ató lo más fuerte posible con una cuerda, la colgó de la pared,
y luego, echándose sobre los sacos de dinero, se durmió
profundamente sin despertar hasta la mañana.
Muy temprano, el zar dijo a
sus servidores:
-Vayan a ver lo que le ha
sucedido al soldado, y si se ha muerto, recojan sus huesos.
Los servidores llegaron al
palacio y vieron con asombro al soldado paseándose contentísimo por
las salas fumando su pipa.
-¡Hola, amigo! Ya no
esperábamos verte vivo. ¿Qué tal has pasado la noche? ¿Cómo te
las has arreglado con los diablos?
-¡Valientes personajes son
esos diablos! ¡Miren cuánto oro y cuánta plata les he ganado a los
naipes!
Los servidores del zar se
quedaron asombrados y no se atrevían a creer lo que veían sus ojos.
-Se han quedado todos con la
boca abierta -siguió diciendo el soldado-. Envíenme pronto dos
herreros y díganles que traigan con ellos el yunque y los martillos.
Cuando llegaron los herreros
trayendo consigo el yunque y los martillos de batir, les dijo el
soldado:
-Descuelguen esa alforja de
la pared y den buenos golpes sobre ella.
Los herreros se pusieron a
descolgar la alforja y hablaron entre ellos:
-¡Dios mío, cuánto pesa!
¡Parece como si estuviera llena de diablos!
Y éstos exclamaron desde
dentro:
-Somos nosotros, queridos
amigos.
Colocaron el yunque con la
alforja encima y se pusieron a golpear sobre ella con los martillos
como si estuviesen batiendo hierro. Los diablos, no pudiendo soportar
el dolor, llenos de espanto, gritaron con todas sus fuerzas:
-¡Gracia, gracia, soldado!
¡Déjanos libres! ¡Nunca te olvidaremos y ningún diablo entrará
jamás en este palacio ni se acercará a él en cien leguas a la
redonda!
El soldado ordenó a los
herreros que cesasen de golpear, y apenas desató la alforja los
diablos echaron a correr sin siquiera mirar atrás; en un abrir y
cerrar de ojos desaparecieron del palacio. Pero no todos tuvieron la
suerte de escapar: el soldado detuvo, como prisionero en rehenes, a
un diablo cojo que no pudo correr como los demás.
Cuando anunciaron al zar las
hazañas del soldado, lo hizo venir a su presencia, lo alabó mucho y
lo dejó vivir en palacio. Desde entonces el valiente soldado empezó
a gozar de la vida, porque todo lo tenía en abundancia: los
bolsillos rebosando dinero, el respeto y consideración de toda la
gente, que cuando se lo encontraban le hacían reverencias
respetuosas, y el cariño de su zar.
Se puso tan contento que
quiso casarse. Buscó novia, celebraron la boda y, para colmo de
bienes, obtuvo de Dios la gracia de tener un hijo al año de su
matrimonio.
Poco tiempo después se puso
enfermo el niño y nadie lograba curarlo. Cuantos médicos y
curanderos lo visitaban no conseguían ninguna mejoría. Entonces el
soldado se acordó del diablo cojo; trajo la alforja donde lo tenía
encerrado y le preguntó:
-¿Estás vivo, Diablo?
-Sí, estoy vivo. ¿Qué
deseas, señor mío?
-Se ha puesto enfermo mi
hijo y no sé qué hacer con él. Quizá tú sepas cómo curarlo.
-Sí sé. Pero ante todo
déjame salir de la alforja.
-¿Y si me engañas y te
escapas?
El diablo cojo le juró que
ni siquiera un momento había tenido esa idea, y el soldado,
desatando la alforja, puso en libertad a su prisionero.
El diablo, recobrando su
libertad, sacó un vaso de su bolsillo, lo llenó de agua de la
fuente, lo colocó a la cabecera de la cama donde estaba tendido el
niño enfermo y dijo al padre:
-Ven aquí, amigo, mira el
agua.
El soldado miró el agua, y
el diablo le preguntó:
-¿Qué ves?
-Veo la Muerte.
-¿Dónde se halla?
-A los pies de mi hijo.
-Está bien. Si está a los
pies, quiere decir que el enfermo se curará. Si hubiese estado a la
cabecera, se hubiese muerto sin remedio. Ahora toma el vaso y rocía
al enfermo.
El soldado roció al niño
con el agua, y al instante se le quitó la enfermedad.
-Gracias -dijo el soldado al
diablo cojo, y le dejó libre, guardando sólo el vaso.
Desde aquel día se hizo
curandero, dedicándose a curar a los boyardos y a los generales. No
se tomaba más trabajo que el de mirar en el vaso, y en seguida podía
decir con la mayor seguridad cuál de los enfermos moriría y cuál
viviría.
Así transcurrieron unos
cuantos años, cuando un día se puso enfermo el zar. Llamaron al
soldado, y éste, llenando el vaso con agua de la fuente, lo colocó
a la cabecera del lecho, miró el agua y vio con horror que la Muerte
estaba, como un centinela, sentada a la cabecera del enfermo.
-¡Majestad! -le dijo el
soldado-. Nadie podrá devolverte la salud. Sólo te quedan tres
horas de vida.
Al oír estas palabras el
zar se encolerizó y gritó con rabia:
-¿Cómo? Tú que has curado
a mis boyardos y a mis generales, ¿no quieres curarme a mí, que soy
tu soberano? ¿Acaso soy yo de peor casta o indigno de tu favor? Si
no me curas daré orden para que te ejecuten una hora después de mi
muerte.
El soldado se encontró
perplejo ante este problema y se puso a suplicar a la Muerte,
diciendo:
-Dale al zar la vida y toma
en cambio la mía, porque si de todos modos he de perecer, prefiero
morir por tu mano a ser ejecutado por la del verdugo.
Miró otra vez en el vaso y
vio que la Muerte le hacía una señal de aprobación y se colocaba a
los pies del zar.
El soldado roció al
enfermo, y éste en seguida recobró la salud y se levantó de la
cama.
-Oye, Muerte -dijo el
soldado-, dame tres horas de plazo; necesito volver a casa para
despedirme de mi mujer y de mi hijo.
-Está bien -contestó la
Muerte.
El soldado se fue a su casa,
se acostó y se puso muy enfermo. La Muerte no tardó en llegar y en
colocarse a la cabecera de su cama, diciéndole:
-Despídete pronto de los
tuyos, porque ya no te quedan más que tres minutos de vida.
El soldado extendió un
brazo, descolgó de la pared la alforja, la abrió y preguntó:
-¿Qué es esto?
La Muerto le contestó:
-Una alforja.
-Es verdad; pues entra aquí.
Y la Muerte en un instante
se encontró metida en la alforja.
El soldado sintió tan
grande alivio que saltó de la cama, ató fuertemente la alforja, se
la colgó al hombro y se encaminó a los espesos bosques de
Briauskie. Llegó allí, colgó la alforja en la cima de un álamo y
se volvió contento a su casa.
Desde entonces ya no se
moría la gente. Nacían y nacían, pero ninguno se moría. Así
transcurrieron muchos años, sin que el soldado descolgase la alforja
del álamo.
Una vez que paseaba por la
ciudad tropezó con una anciana tan vieja y decrépita, que se caía
al suelo a cada soplo del viento.
-¡Dios de mi alma, qué
vieja eres! -exclamó el soldado-. ¡Ya es tiempo de que te mueras!
-Sí, hijo mío -le contestó
la anciana-. Cuando hiciste prisionera a la Muerte sólo me quedaba
una hora de vida. Tengo gran deseo de descansar; pero ¿cómo he de
hacer? Sin la muerte la tierra no me admite para que descanse en sus
profundidades. Dios te castigará por ello, pues son muchos los seres
humanos que están sufriendo como yo en este mundo por tu causa.
El soldado se quedó
pensativo: «Se ve que es necesario libertar a la Muerte aunque me
mate a mí -pensó-. ¡Soy un gran pecador!»
Se despidió de los suyos y
se dirigió a los bosques de Briauskie. Llegó allí, se acercó al
álamo y vio la alforja colgada en lo alto del árbol, balanceada por
el viento.
-Oye, Muerte, ¿estás viva?
-preguntó el soldado.
La Muerte le contestó con
una voz apenas perceptible:
-Estoy viva, amigo.
El soldado descolgó la
alforja, la desató y la abrió, dejando libre a la Muerte, a la que
suplicó que lo matase lo más pronto posible para sufrir poco; pero
la Muerte, sin hacerle caso, echó a correr y en un instante
desapareció.
El soldado volvió a su casa
y siguió viviendo muchos años, gozando de la mayor felicidad.
Todos creían que ya no se
moriría nunca; pero, según dicen, se ha muerto hace poco.
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