domingo, 10 de diciembre de 2017

Carlos E.Saldivar

 
                                                 DONANTE IMPREVISTO
He pensado infinidad de veces en aquella persona, en el maravilloso semejante, mujer u hombre, que me brindó una parte corporal suya, a sabiendas de que esta llegaría al interior de otro ser humano, aunque desconociendo que aquel individuo sería yo.
Nunca tuve familia, decidí servir en el ejército, pero había cometido un error, no poseía un historial clínico de problemas cardíacos, estos se manifestaron después de la primera y única misión a la cual me enviaron, una incursión en el centro mismo de la intrincada selva peruana. Tenía un seguro médico, el Estado me lo proveyó, pero los fondos se agotaron en poco tiempo, entonces hice uso de mis ahorros. Eran demasiadas medicinas para comprar y consumir, los tratamientos eran costosos, y los dolores, intolerables. Tuve que vender lo poco que poseía, quedé en la miseria, me convertí en una de esas personas que suben a los transportes públicos para vender golosinas y rogarles a los pasajeros que les den un poco de ayuda. Al principio, recibí rechazos, empero, el trabajo duro y diario me permitió conseguir lo necesario para sobrellevar mi enfermedad. Así transcurrieron cinco años.
La posterior noticia que recibí acabó por derrumbarme: debía hacerme un trasplante de corazón. ¿Cómo lo solventaría? Decidí pedir ayuda a un canal de televisión, yo había sido soldado y tenía una medalla al valor, en consecuencia mi problema podía ser de interés. Por fortuna, un programa televisivo muy visto me apoyó, mi caso fue apreciado por millones de compatriotas y recibí importantes donaciones de empresas y de ciudadanos comunes. Logré inscribirme en un novedoso proyecto clínico que ofrecía esperanzas a pacientes graves con padecimiento cardiaco. En un mes me colocaron en la lista de espera para un nuevo órgano.
La operación fue un éxito, lo que me faltó para cubrirla lo pedí prestado, me endeudé mucho, pero han pasado otros cinco años y casi he devuelto todo el empréstito. He salido adelante con la ayuda de nuevos amigos y de mi novia, una muchacha fabulosa que trabaja como enfermera. Desde que salí vivo de la sala de operaciones me planteé una importante meta: encontrar a la persona que me cedió su corazón, que me lo donó sin saber de mí.
Este órgano es muy fuerte, me siento con gran energía, con la capacidad de lograrlo todo. En unos meses me casaré, en unos años, de seguro, tendré hijos. Mi vida ha dado un completo giro, todo gracias a aquel personaje con el que he soñado muchas veces. No podré saludarlo a viva voz, pues ha muerto, pero quisiera saber su nombre, cómo es su rostro, a qué se dedicaba; me encantaría conocer a sus familiares, expresarles a ellos mi gratitud. Visitar al donante en su tumba, llevarle flores, rezar por él, agradecerle desde mi interior. Quiero saber quién es, deseo enterarme ya. Mario, mi mejor amigo, quien es detective, me ha ayudado con la búsqueda. Hoy me traerá el resultado de sus indagaciones.
El timbre suena, es él. Lo hago pasar, me cuenta que tiene buenas noticias.
—¡Lo encontré! —dice.
Al fin sabré quien me donó su corazón.
—¿Quién es? —pregunto con suma alegría.
Mario menciona el nombre.
Titubeo unos instantes y sólo atino a decir:
—Repítelo, por favor.
Mario repite el nombre. Quedo paralizado, me es imposible creerlo. ¿Él? ¿Por qué él? ¿Por qué tiene que ser su corazón? Le doy las gracias a mi amigo y le pido que por favor se vaya, que me deje solo.
—¿Lo conoces? —me pregunta antes de marcharse.
—No —miento.
No puedo confesarle que yo, apenas a los veinte años, dejé malherido a ese hombre en un conflicto armado en el interior del país. No puedo contárselo a ninguno de mis amigos. ¿Se lo podré decir a Claudia, la mujer que amo? No. ¿Se lo podré decir algún día a mis hijos? ¿Qué pensarán de mí? ¿Qué opino yo de mí en este momento? Lo dejé para que muriera, intenté enviarlo yo mismo al otro mundo de un balazo, sin embargo, no me atreví a hacerlo, no de inmediato. Él era un soldado renegado, un mercenario, había recibido dinero para proteger a los terroristas que atacaban la zona, que sometían a los campesinos residentes. Según su historial, había matado a una mujer, su esposa, un año antes, aunque se presumía que el crimen fue accidental, había escapado de Lima y se había refugiado en aquella región inhóspita, dispuesto a seguir actuando con saña, con maldad. Recuerdo que le dispararon a mi grupo, que corrí y me perdí entre la maleza, recuerdo que escuché sus pasos atrás de mí, el sonido del gatillo de su arma al ser presionado. Me apuntaba directo a la cabeza, la metralleta se había trabado para suerte mía y aproveché la oportunidad, le di un tiro en el cuello. Un disparo preciso que me salvó. Su salud por mi vida. Él tenía mi edad por aquel entonces. Eligió un camino erróneo y yo lo castigué en el campo de batalla; incluso me burlé en su rostro, le dije que se lo tenía merecido y que ahí se lo comerían los insectos. Él me suplicó por ayuda, me dijo que ya había perdido, que al menos lo llevara prisionero; no obstante, me reí en su cara de su actual estado y le disparé en la panza. En sus ojos logré visualizar un terrible odio que me hizo escapar de ahí a toda prisa. Luego me enteré de que el sujeto no había muerto con los balazos, de algún modo resistió las heridas, fue llevado a un hospital donde acabó en un coma profundo. Tengo entendido que uno, o quizá dos familiares, no sé, pagaron para que lo mantuviesen con vida. Es solo cuestión de atar cabos. Sobrevivió y en sus datos accedía a donar órganos, su pariente o parientes de seguro estuvieron de acuerdo con ello. Nunca me acusó, no le hubiera convenido hacerlo, de seguro huyó y se escondió en cuanto pudo ponerse de pie. Había orden de captura por sus crímenes. Ahora, al fin ha muerto, ¿o acaso…? ¿Por qué el destino me ha tendido esta trampa? ¿Por qué tuve que buscar con desesperación a aquel que me donó su corazón? ¿Por qué tengo que llevar dentro de mí una parte vital de quien pudo ser mi verdugo, del que fue mi víctima? El único ser humano que he lastimado con rudeza en mi vida. Una existencia que he arruinado. ¿Qué he de hacer ahora? ¿Olvidarlo? No podré. ¿Ignorarlo? Lo intentaré.
Esta súbita mezcla de emociones no me permite darme cuenta de que mi pecho se abre, algo intenta salir, una cosa húmeda que provoca un dolor horrible, me muerdo la lengua, grito, caigo de costado, mis huesos se rompen, mi carne se abre y oigo sus carcajadas, es rojizo, circular, se sostiene en cuatro patas, veo su rostro satisfecho, aún ávido de sembrar el caos y el dolor. Intento decir su nombre, mas no lo consigo. Estoy aún con vida, ha de ser porque sus venas se hallan todavía conectadas con las mías. Voy a cerrar mis ojos, el engendro se prende de mi rostro y susurra, no lo oigo, todo es rojo, la sangre, me muerde…



Tras acabar con su víctima se va, corre por el pasillo, salta por una ventana rompiéndola.
Mientras avanza, piensa que ha sido una preciosa casualidad terminar justo en ese pecho, en el hombre del cual quería, con delirio, vengarse en vida, y no pudo, porque la muerte lo atrapó de pronto, producto del gran daño que le produjo ese infeliz durante una refriega. No obstante, despertó, y su deseo se hizo realidad, de la forma más inesperada y gozosa. Ahora su limitada consciencia lo conmina hacia una ruta inevitable: el cementerio. No tiene otro sitio a dónde ir. Además siempre se ha sentido cómodo en sus entrañas. No importa que se estén pudriendo; se reunirá con sus restos, y descansará. Al menos durante un tiempo breve.





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