DE
CUERPO Y ALMA
Detrás
de las cortinas de la habitación, la noche de noviembre aparecía
lívida. Sin tocar a Vampirella, Henry simuló por encima del cuerpo
oculto por las mantas una larga caricia que iba desde los hombros de
la durmiente hasta la punta de los dedos de los pies. La joven
despertó con un estremecimiento, como una médium que sale del
trance, apartó las sábanas y apareció desnuda entre su larga
cabellera negra, se desperezó y acarició maquinalmente sus senos.
Después, sus manos descendieron hasta su vello púbico, en gesto de
aparente pudor. Dándole la espalda, Henry se acercó al espejo que
reflejaba la imagen femenina, y sus manos como las de un ciego, que
quieren identificar un objeto, comenzaron a deslizarse con lentitud
por la superficie transparente.
La figura de
Vampirella se reflejaba a intervalos regulares, como un televisor mal
sintonizado en el cual se ven dos imágenes fuera de registro.
Asustado, volvió a levantar la vista para mirarla a los ojos,
temiendo que hubiera desaparecido. Pero ella seguía tumbada en el
mismo lugar y asintió con la cabeza.
De repente,
Henry soltó una carcajada y volvió rápidamente al lado de la
joven.
Antes de que
Vampirella tuviera tiempo de preguntarle nada, de protestar o incluso
de asentir, se colocó sobre ella. Sin una sola acaricia, dirigió su
pene, que inmediatamente había reaccionado a su deseo, y entró en
un cuerpo que sabía que, a partir de ese momento, se doblegaría a
todas sus órdenes. Una bocanada de orgullo dilató su pecho. Era
embriagador haber deshonrado a esta hematófaga que, en el fondo de
su corazón, debía de creer que pertenecía a una raza superior. ¡Y
su esclavitud solo había empezado!
Hoy se había
entregado y seguramente estaba en plena ensoñación de amor y
requeriría la sumisión de Henry. Por lo contrario, iba a ser él
quien se la exigiría a Vampirella. Ignoraba que cada uno de sus
gestos, que todas las posturas de su cuerpo, su impudor
extraordinario habían constituido un espectáculo pornográfico para
él.
¡Vlad
Drăculea no debió de sentir mayor placer cuando, en cada ciudad
conquistada, violaba, ante los ojos de su padre y de su prometido, a
la hija del príncipe vencido!
Los
ojos verdes de Vampirella se aclararon y guiada por un instinto
rápido y decidido, casi repentino, hundió los colmillos en el
cuello de su amante.
―¡Arg!
―gritó Henry removiéndose, desconcertado. Le ardía la garganta
de la frustración que no podía liberar, le dolía el vientre y le
escocía el sexo.
Vampirella
hundió los colmillos cada vez más profundamente hasta notar que
rozaba los huesos de la tráquea marfileña. Él chillaba de dolor.
«No
puedo superarte ―pensó ella, enloquecida―, pero tú tampoco
puedes superarme a mí.
»Para
que la voluptuosidad sea pura y esté libre de sus escorias, es
decir, los pensamientos y la evocación de otros objetos de placer,
hay que poder dirigirla con mano firme como la de una experta jinete.
Esta es una ley que observan pocos humanos. Su insatisfacción
congénita, nacida de la absurda creencia en el pecado de la carne,
les sume, casi a su pesar, en extrañas confusiones. Por lo
contrario, afirman que ir contra la voluntad de Dios procura unos
éxtasis desgarradores, y parecen excesivamente aficionados a sus
infiernos».
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