LO oculto
Carlos Enrique Saldivar
«Soledades hirientes,
presiones horripilantes, un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete,
ocho, nueve cuajos de sangre podrida encima de insoportables
mecanismos de relojería, y un poco de sed: aquella intranquilizadora
y constante sed. La mente del hombre ha encontrado, durante su
reclusión, lamentables visiones de cierto escepticismo ante el ente
demoniaco que duerme en los rincones de aquel hogar ajeno. Una casa,
una extraña morada nocturna».
Las elucubraciones se
disparaban en su cabeza, como indoloras aunque explosivas balas.
«Noche, madrugada eterna, la
hora invariable, una luz, una pequeña luz del celular, se ve la
hora: 2 y 45 a.m., muy pronto será 3 a.m. Un poco de sed. Antes,
quizá, haya de pasar al urinario; sí, en definitiva irá al baño,
bajará al primer piso. Un domicilio muy grande, sólo para él,
sabía que no era suyo, que la inmensidad del abismo no le
pertenecía, que sólo cuidaba de la vivienda hasta que los dueños
regresaran. De seguro volverían, le habían dejado aquel recinto con
una maligna intención, habían decidido doblegarlo, enloquecerlo y
eso él lo sabía muy bien, aunque no les daría el gusto.
¿Cómo vislumbrar que se
equivocaba? ¿Cómo iluminar su mente y sentidos? La casa no contaba
con luz eléctrica.
¿Pero qué significancia
había en la luz artificial ante la radiación del sol si la primera
era más débil, tímida y triste esclava de la segunda? La luz
artificial, producto de la mano del hombre –quien a su vez existe
gracias al astro rey–, no poseía suficiente fuerza. Ahora no veía
nada y había de bajar las escaleras con la pequeña luz de su
teléfono móvil, el cual no tenía saldo para realizar llamadas o
enviar mensajes de texto; ni siquiera tenía internet. Cruzó el
pasillo, medianamente oscurecido, escuchó la explosiva música a lo
lejos: una fiesta. Miro por la ventana del segundo piso, no era un
panorama horrendo pero se le acercaba: no se veía más que
tinieblas, excepto una lucecilla lejana, una actividad, una tocada,
una pollada, un cumpleaños, quizá un matrimonio, o a lo mejor (por
qué no) un aquelarre. Dispuesto a todo, cruzó los pasillos de la
residencia, la oscuridad lo atenazaba como si se hallara presionado
por tijeras. Oyó los susurros de la noche, provenían de todas
partes, el ruidillo de una gata techera, un suave miau en la noche,
entre otras perversas entidades felinas, por ahí el ruido de algunos
pájaros nocturnos, emisarios macabros. Pero todo ello, todo aquel
barullo no significaba nada, no era tan inquietante como parecía. Lo
que más le preocupaba era bajar las escaleras.
Tanto escalones, infinitos,
parecían el borde de un abismo.
Bajó poco a poco usando la
luz azulada de su aparato móvil, con cautela hasta llegar al primer
piso. Entró al baño primero, orinó lentamente, luego se sacudió
el miembro (no más de tres veces, porque si no, es paja), se rió y
procedió a lavarse las manos. Dejó su artefacto apagado unos
segundos, a continuación se secó con una camisa, ahora debía ir a
la cocina por un vaso de agua, no se explicaba por qué su garganta
estaba más seca que el desierto del sur que visitara meses atrás.
Pensó que hubiera sido mejor estar allí, al sol, que atrapado en
una vivienda cerrada con llave, en medio de un apagón. No obstante,
sentía calor, sentía que se moría de a pocos, como ante un sol
abrumador, estaba en el desierto de noche.
Prendió la
luz de su teléfono. Imaginó que casi se arrastraba hasta la cocina,
en la cual iluminó sus rincones, abrió el caño del lavadero, llenó
un vaso y bebió, lo hizo de nuevo, bebió, lo hizo de nuevo, bebió,
y se preguntó cuánto tiempo tardaría en volver a sentir ganas de
orinar, y ánimos para volver a deslizarse entre los recovecos de la
morada y repetir la operación. ¿Cómo era posible que lo hubiesen
dejado encerrado? Solo tienes que cuidar la vivienda esta noche, le
dijeron sus «amigos», ahora se preguntaba si de verdad eran sus
amistades, si la palabra «amistad» implicaba simpatía,
camaradería, porque, ahora se ponía a pensar, un sentimiento
fraterno no había. Muy tarde se dio cuenta de ello. Cien soles en
efectivo para pasar una noche en esa casa, le dejaron víveres en la
refrigeradora, una cama confortable, sólo tenía que ver televisión
unas horas y luego irse a dormir. Era muy fácil, casi se sintió mal
al momento de aceptar y recibir el dinero de él y de ella, de entrar
en la casa, de acomodarse en un sofá a leer un libro que se hallaba
en la mesa, el único texto en toda la residencia, era de cuentos,
«El país de octubre», de Ray Bradbury, una edición maltrecha, la
cogió, empezó a leer. La pareja, sus conocidos (no era sus amigos,
tarde se daría cuenta de ello) se despidió y cada uno salió por
una puerta distinta, por el frente y por detrás, y ambos cerraron
con llave. Qué tonto por concentrarse en la lectura y no percatarse
del sutil y malicioso aprisionamiento en aquel ambiente desconocido.
Qué estúpido. Luego se fue la luz.
Ahora se encontraba en medio
de las tinieblas dando vueltas, cuánto tiempo había pasado, una
hora, dos, tres, casi medianoche; se dio cuenta de que le tenía
miedo a la oscuridad. La solución era irse a dormir, subir otra vez
a la habitación designada, vencer el susto y reposar; sabía que no
tendría que levantarse hasta el amanecer, al menos hasta las nueve
de la mañana, sus conocidos le dijeron que llegarían a las once,
quizá fuese verdad, quizá sí vuelvan, quizá…
De pronto, un chirrido… en
el baño.
Tal vez
unos pasos fantasmales o la puerta del baño tronó tan solo por
acción del viento. Alguien
o algo,
no, seguro fue solo el viento. Verificó las ventanas, todas se
hallaban cerradas; de hecho, tenían barrotes, al diablo la idea de
salir por allí, aunque se ponía a pensar que, de salir, no tendría
a dónde dirigirse, el barrio era peligroso, le dijeron, roban mucho
por aquí, por eso queremos que cuides la casa, no tenemos alarma.
Oh, por cierto, tampoco tenemos teléfono. Las dos puertas con llave
eran macizas, no cabía pensar en tumbarlas, pensó en qué pasaría
si se colara un atacante, de esa forma podría escapar, se rió por
la tontería que se le acababa de ocurrir. ¿Por qué no les pidió
las llaves? Se asustó, se quedó paralizado, otra vez el ruido…
solo era un crujido, el vientecillo debía entrar de alguna manera a
la casa, luego se dijo cómo sobrevivía si no había nada de aire en
la estancia, volvió a reírse. Salir no era una opción, había
peligros terribles afuera, estaba resguardado adentro. Hubo ruido.
Escuchó pasos, más pasos junto a la ventana, gritaban un grupo de
borrachos, celebraban la juerga, se apoyaron en las paredes
exteriores y rompieron una botella. Lo asustaron aún más, la puerta
del baño crujió de nuevo y de repente esta se abrió, vio algo
similar a una silueta entrando ahí. No quiso mirar, quiso prender
las luces, pero no había luz eléctrica, se dijo por qué mierda
habían cortado la electricidad en toda la zona, se dijo que carajos
hacía ahí. Tantas sombras, no podía verse a sí mismo, pero había
estado ya horas en la vivienda. Se orientaba, y de súbito chocó con
una mesilla.
La luz del celular empezaba a
fallar, la batería estaba baja, se reprendió por no conectarla el
día anterior, pero se dijo que no tenía por qué atosigarse, le fue
imposible prever lo que pasaría. En ese instante a su costado se
abrió la puerta de un ropero: fue cuando recordó las historias que
le contaba su madre, de dolor, tragedia y espanto, historias del
infierno.
Relatos inconcebibles sobre
pequeñas criaturas que viven en los rincones oscuros de las casas, y
que a medida que se intensifica la oscuridad en estas, se hacen más
grandes, se acrecienta su fuerza y así forman torbellinos de maldad;
tales seres se alimentan de los malos sentimientos de los humanos con
quienes conviven y a quienes no hacen daño, luego llega un momento
en que desean tragarse el corazón de alguien más, de un visitante.
La puerta
del ropero se cerró con suavidad. El viento, pensó él.
Sí, la
puesta del sol es en oeste, y la luna sale siempre desde el sureste.
Solo hay vida en la Tierra, no existe en otros planetas, y nada más
la vida de los hombres importa, nadie quiere a la infinidad de
insectos que vemos a diario, a nadie le importan los ácaros que
duermen apachurrados a nuestros cuerpos turbando nuestro sueño.
Abrió la puerta del ropero y cayeron algunos objetos sin valor. La
ventana de la sala estaba abierta, usó la poca batería que le
quedaba al celular y se acercó al marco de madera, cerró la
ventana. Asunto arreglado, no más crujidos, no existen los monstruos
de la penumbra, no hay voces conversando tras de mí, pequeñas y
multitudinarias, esperando tragarse mi miedo para poder crecer y ser
poderosas, ¿qué es este ocultamiento que no podemos definir, el
cual fue creado en nuestra infancia cuasi olvidada e inaccesible y
que cobró fuerza en la vida, a medida que nuestro cuerpo y mente
adolecían creciendo, que repentinamente se impregnó en los cráteres
de nuestra memoria?
Como en la
luna, hay cráteres aquí, y también como la luna, esto tiene un
lado negro, y ¿acaso alguien conoce ese lado negro? Nadie conoce la
mitad de la luna, nadie conoce la mitad del universo, nadie conoció
la negrura, antes de que la luz matara de pronto a esas abominables
criaturas que reinaban sobre la faz de la Tierra, antes de que el
hombre surgiese. Todo eran tinieblas que se borraron, pero adivinen
qué, no fueron exterminadas del todo, hallaron la forma de
escabullirse, y sobrevivieron, pudieron llegar al centro de la
Tierra, recargarse y salir después, cuando las sombras nocturnas
eran propicias. Escaparon al centro de una selva, océano, montaña…
casa.
Eran maldad pura y estaban en libertad.
Solo importaba que estuvieran
libres, para alimentarse de los malos pensamientos que tenemos, de
los malos actos que cometemos, de las porquerías que sentimos.
También comen y beben de nuestros miedos y angustias, y literalmente
terminan devorando al infeliz que se aterra ante ellos. El temor más
grande es aquel que no se conoce. No los conozco, no sé con
exactitud lo que son, percibo que es un conjunto vicioso de diabólica
complejidad.
Se teme lo que no se
comprende, se odia lo que no se conoce. El hombre se hallaba
divagando en medio de la oscuridad total, en el primer piso de una
casa sin luz, en medio de sombras aglutinadas, en el pobre barrio
marginal de una ciudad atrapada en un punto espacial no exento de una
fiereza lacerante que alcanzaba un nivel universal.
Solo divagaba, porque sabía
que no había nada más allá de la realidad conocida, y pensó en la
luz, en el día, estudiar, trabajar, conocer gente buena, hacer el
amor, querer, amar de verdad, comprender a otros o entender cosas de
este planeta; odiar, golpear, hablar, pensar, la amistad real, el
dolor, el cansancio, la apatía, la rutina… Más allá de todo lo
conocido hay algo que no vemos, porque estamos demasiado ocupados
haciendo y viendo menesteres sin sentido que no sirven para nada, y
pensamos ciegamente qué puede ser lo único que nos mantiene con
vida. La triste verdad es que nada puede mantenernos vivos. Todos
morimos.
Excepto la ceguera, quizá nos
pueda conservar con vida, porque...
…mas allá está algo que no
podemos ver, que no podremos contemplar jamás, a menos que la
oscuridad sea total, si es total lo sentiremos y sufriremos un dolor
salvaje, mas no lo veremos, la oscuridad será una completa ausencia
de luz, nada de colores, nada de vida. Él sabía que no había nada
más allá, que no debía buscar, pues encontraría que la nada lo
cubría todo, un vacío ocupado de nimiedades; el apego a la razón
ya no servía, estaba solo, la soledad lo golpeaba, tan solo la
ceguera serviría, o mejor dicho: la locura. De repente se halló
solo junto a la escalera, observando con atención la puerta
entrecerrada del baño.
Alguien la había abierto, él
la dejó cerrada, estaba convencido, ¿o a lo mejor no la había
dejado así? La duda inundó su espíritu, volteó para subir la
escalera, la puerta del baño chirrió y se abrió más, como
invitándolo a entrar; en ese instante se halló con miedo (de
nuevo), era lo insondable, el refugio de lo oculto, lo no humano, lo
que descansaba bajo nuestros pies, y se rió de sí mismo, era una
broma de la atmósfera, la puerta se abría con el viento, el calor
se disipaba, la casa dejaba entrar el ventarrón, era un fenómeno
normal. Aunque la ventana y las puertas estuviesen cerradas, siempre
ingresaban corrientes de aire por las rendijas que nunca se hallaban
selladas totalmente. Él se apresuro a cerrar al baño entre las
sombras y enseguida vio con claridad la estancia, pues un pequeño
rayo de luz se encendió débil desde un poste lejano. La luz había
sido reconectada, mas no en la casa. Una línea luminosa en la puerta
del baño, podía ver, se acercó, caminó confiado, sujetó la
manija de la puerta, casi iba a cerrarla cuando su celular se quedó
muerto.
La luz del poste comenzó a
titilar, se prendió, se apagó. Las tinieblas volvieron. Eso le dio
una idea: ¿por qué no? ¿Por qué no entrar y cerrar la puerta del
baño en plena oscuridad y luego abrirla para ver qué había dentro,
solo así demostraría mi valentía, no me iría corriendo tras
cerrar aquella puerta, no sería correcto, ese tonto acto solamente
aumentaría mis temores, podría llegar arriba, mas no conseguiré
dormir. Es fácil: tan solo abro la puerta, me introduzco y la
cierro. Todo en la penumbra. Cogió la manija, la luz del poste
regresó, esperaría a que se apagase otra vez. No supo por qué,
pero pensó entonces que los dueños de la casa sí volverían en la
mañana.
¿Se puede
imaginar a aquel hombre en una casa ajena, preso de una gama de
simiescas pesadillas? La oscuridad totalizada en esa residencia lo
quebrantaba, lo cogía entre sus garras, lo aplastaba y lo exprimía;
al sujeto le era imposible vencer a las sombras, creía escuchar de
todo entre las tinieblas, hubo un leve: te
odio;
voces, murmullos, pasos, la carrera de pequeños pies; horrendos
aullidos de distantes lugares, los cuales, por tanto, eran casi
imperceptibles; el batir de unas alas, pisadas de animal, fieras que
se aproximaban con sigilo; risas, llantos, quejidos, sus oídos lo
percibían todo, pero él imaginó que se trataba de ruidos propios
de la noche, no podía ser que la tenue alharaca fuese real, era
imposible que aquello viniese de adentro de la residencia, pues el
hombre se encontraba solo en esta.
No estaba
dormido, se pellizcó varias veces hasta lastimarse el pellejo del
brazo izquierdo, los sueños son dulces a veces, como las pesadillas,
pueden mostrar ciertas dosis de acción, de dinamismo. Esto
no era así. Lo presente era diabólicamente lento, tan visible y
perceptible que cualquier espíritu humano cedería ante el miedo y
se derrumbaría. El hombre no lo hizo, borró de su mente cualquier
huella de situación preternatural, se dijo que no había voz alguna
que lo llamase, que lo maldijese, en la casa no había nada malo,
solo estaban él y los pequeños habitantes de siempre: insectos,
arácnidos, quizá algún ratón –estos solían hacer ruido–. No,
los sonidos no provenían del interior de la vivienda, se dijo, los
atribuyó a la fiesta lejana, que liberaba alguna risa y música
bailable e intrascendente, ritmos que no le gustaban tanto, pero que
estaban distantes de la peligrosidad del momento. Pensó en bailar,
quiso reírse y no pudo.
Abrió la puerta y vio el
negro de la habitación. La luz del poste que pasaba a través de una
cortina cerrada iluminó el espejo del baño y el titubeante sujeto,
animado por este haz luminoso, ingresó, observó el espejo, miró su
ojo izquierdo: marrón, redondo, ir hacia delante... con lentitud...
Sonrió, había vencido sus miedos, solo debía dar la media vuelta y
salir. La luz del poste falló y se apagó, el hombre se asustó
quedamente y, al surgir de nuevo la claridad, supo que era una falla
del servicio eléctrico. Un parpadeo. Pero antes de que la luz se
apagara, esta vez para siempre, el hombre volvió a notar la redondez
de su cristalino justo cuando iba a darse vuelta, y, al instante
mismo de gritar con pavor, sus ojos vieron en el espejo no solo dos
ojos aparte de los suyos, sino cuatro, seis, ocho, diez más;
infinidad de ojos, pequeños, brillantes, rojizos que lo miraban con
una furia implacable, con total aborrecimiento…
La
puerta del baño se cerró.
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