lunes, 2 de enero de 2017

Carlos Enrique Saldivar







LO oculto


Carlos Enrique Saldivar



«Soledades hirientes, presiones horripilantes, un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve cuajos de sangre podrida encima de insoportables mecanismos de relojería, y un poco de sed: aquella intranquilizadora y constante sed. La mente del hombre ha encontrado, durante su reclusión, lamentables visiones de cierto escepticismo ante el ente demoniaco que duerme en los rincones de aquel hogar ajeno. Una casa, una extraña morada nocturna».
Las elucubraciones se disparaban en su cabeza, como indoloras aunque explosivas balas.
«Noche, madrugada eterna, la hora invariable, una luz, una pequeña luz del celular, se ve la hora: 2 y 45 a.m., muy pronto será 3 a.m. Un poco de sed. Antes, quizá, haya de pasar al urinario; sí, en definitiva irá al baño, bajará al primer piso. Un domicilio muy grande, sólo para él, sabía que no era suyo, que la inmensidad del abismo no le pertenecía, que sólo cuidaba de la vivienda hasta que los dueños regresaran. De seguro volverían, le habían dejado aquel recinto con una maligna intención, habían decidido doblegarlo, enloquecerlo y eso él lo sabía muy bien, aunque no les daría el gusto.
¿Cómo vislumbrar que se equivocaba? ¿Cómo iluminar su mente y sentidos? La casa no contaba con luz eléctrica.
¿Pero qué significancia había en la luz artificial ante la radiación del sol si la primera era más débil, tímida y triste esclava de la segunda? La luz artificial, producto de la mano del hombre –quien a su vez existe gracias al astro rey–, no poseía suficiente fuerza. Ahora no veía nada y había de bajar las escaleras con la pequeña luz de su teléfono móvil, el cual no tenía saldo para realizar llamadas o enviar mensajes de texto; ni siquiera tenía internet. Cruzó el pasillo, medianamente oscurecido, escuchó la explosiva música a lo lejos: una fiesta. Miro por la ventana del segundo piso, no era un panorama horrendo pero se le acercaba: no se veía más que tinieblas, excepto una lucecilla lejana, una actividad, una tocada, una pollada, un cumpleaños, quizá un matrimonio, o a lo mejor (por qué no) un aquelarre. Dispuesto a todo, cruzó los pasillos de la residencia, la oscuridad lo atenazaba como si se hallara presionado por tijeras. Oyó los susurros de la noche, provenían de todas partes, el ruidillo de una gata techera, un suave miau en la noche, entre otras perversas entidades felinas, por ahí el ruido de algunos pájaros nocturnos, emisarios macabros. Pero todo ello, todo aquel barullo no significaba nada, no era tan inquietante como parecía. Lo que más le preocupaba era bajar las escaleras.
Tanto escalones, infinitos, parecían el borde de un abismo.
Bajó poco a poco usando la luz azulada de su aparato móvil, con cautela hasta llegar al primer piso. Entró al baño primero, orinó lentamente, luego se sacudió el miembro (no más de tres veces, porque si no, es paja), se rió y procedió a lavarse las manos. Dejó su artefacto apagado unos segundos, a continuación se secó con una camisa, ahora debía ir a la cocina por un vaso de agua, no se explicaba por qué su garganta estaba más seca que el desierto del sur que visitara meses atrás. Pensó que hubiera sido mejor estar allí, al sol, que atrapado en una vivienda cerrada con llave, en medio de un apagón. No obstante, sentía calor, sentía que se moría de a pocos, como ante un sol abrumador, estaba en el desierto de noche.
Prendió la luz de su teléfono. Imaginó que casi se arrastraba hasta la cocina, en la cual iluminó sus rincones, abrió el caño del lavadero, llenó un vaso y bebió, lo hizo de nuevo, bebió, lo hizo de nuevo, bebió, y se preguntó cuánto tiempo tardaría en volver a sentir ganas de orinar, y ánimos para volver a deslizarse entre los recovecos de la morada y repetir la operación. ¿Cómo era posible que lo hubiesen dejado encerrado? Solo tienes que cuidar la vivienda esta noche, le dijeron sus «amigos», ahora se preguntaba si de verdad eran sus amistades, si la palabra «amistad» implicaba simpatía, camaradería, porque, ahora se ponía a pensar, un sentimiento fraterno no había. Muy tarde se dio cuenta de ello. Cien soles en efectivo para pasar una noche en esa casa, le dejaron víveres en la refrigeradora, una cama confortable, sólo tenía que ver televisión unas horas y luego irse a dormir. Era muy fácil, casi se sintió mal al momento de aceptar y recibir el dinero de él y de ella, de entrar en la casa, de acomodarse en un sofá a leer un libro que se hallaba en la mesa, el único texto en toda la residencia, era de cuentos, «El país de octubre», de Ray Bradbury, una edición maltrecha, la cogió, empezó a leer. La pareja, sus conocidos (no era sus amigos, tarde se daría cuenta de ello) se despidió y cada uno salió por una puerta distinta, por el frente y por detrás, y ambos cerraron con llave. Qué tonto por concentrarse en la lectura y no percatarse del sutil y malicioso aprisionamiento en aquel ambiente desconocido. Qué estúpido. Luego se fue la luz.
Ahora se encontraba en medio de las tinieblas dando vueltas, cuánto tiempo había pasado, una hora, dos, tres, casi medianoche; se dio cuenta de que le tenía miedo a la oscuridad. La solución era irse a dormir, subir otra vez a la habitación designada, vencer el susto y reposar; sabía que no tendría que levantarse hasta el amanecer, al menos hasta las nueve de la mañana, sus conocidos le dijeron que llegarían a las once, quizá fuese verdad, quizá sí vuelvan, quizá…
De pronto, un chirrido… en el baño.
Tal vez unos pasos fantasmales o la puerta del baño tronó tan solo por acción del viento. Alguien o algo, no, seguro fue solo el viento. Verificó las ventanas, todas se hallaban cerradas; de hecho, tenían barrotes, al diablo la idea de salir por allí, aunque se ponía a pensar que, de salir, no tendría a dónde dirigirse, el barrio era peligroso, le dijeron, roban mucho por aquí, por eso queremos que cuides la casa, no tenemos alarma. Oh, por cierto, tampoco tenemos teléfono. Las dos puertas con llave eran macizas, no cabía pensar en tumbarlas, pensó en qué pasaría si se colara un atacante, de esa forma podría escapar, se rió por la tontería que se le acababa de ocurrir. ¿Por qué no les pidió las llaves? Se asustó, se quedó paralizado, otra vez el ruido… solo era un crujido, el vientecillo debía entrar de alguna manera a la casa, luego se dijo cómo sobrevivía si no había nada de aire en la estancia, volvió a reírse. Salir no era una opción, había peligros terribles afuera, estaba resguardado adentro. Hubo ruido. Escuchó pasos, más pasos junto a la ventana, gritaban un grupo de borrachos, celebraban la juerga, se apoyaron en las paredes exteriores y rompieron una botella. Lo asustaron aún más, la puerta del baño crujió de nuevo y de repente esta se abrió, vio algo similar a una silueta entrando ahí. No quiso mirar, quiso prender las luces, pero no había luz eléctrica, se dijo por qué mierda habían cortado la electricidad en toda la zona, se dijo que carajos hacía ahí. Tantas sombras, no podía verse a sí mismo, pero había estado ya horas en la vivienda. Se orientaba, y de súbito chocó con una mesilla.
La luz del celular empezaba a fallar, la batería estaba baja, se reprendió por no conectarla el día anterior, pero se dijo que no tenía por qué atosigarse, le fue imposible prever lo que pasaría. En ese instante a su costado se abrió la puerta de un ropero: fue cuando recordó las historias que le contaba su madre, de dolor, tragedia y espanto, historias del infierno.
Relatos inconcebibles sobre pequeñas criaturas que viven en los rincones oscuros de las casas, y que a medida que se intensifica la oscuridad en estas, se hacen más grandes, se acrecienta su fuerza y así forman torbellinos de maldad; tales seres se alimentan de los malos sentimientos de los humanos con quienes conviven y a quienes no hacen daño, luego llega un momento en que desean tragarse el corazón de alguien más, de un visitante.
La puerta del ropero se cerró con suavidad. El viento, pensó él. Sí, la puesta del sol es en oeste, y la luna sale siempre desde el sureste. Solo hay vida en la Tierra, no existe en otros planetas, y nada más la vida de los hombres importa, nadie quiere a la infinidad de insectos que vemos a diario, a nadie le importan los ácaros que duermen apachurrados a nuestros cuerpos turbando nuestro sueño. Abrió la puerta del ropero y cayeron algunos objetos sin valor. La ventana de la sala estaba abierta, usó la poca batería que le quedaba al celular y se acercó al marco de madera, cerró la ventana. Asunto arreglado, no más crujidos, no existen los monstruos de la penumbra, no hay voces conversando tras de mí, pequeñas y multitudinarias, esperando tragarse mi miedo para poder crecer y ser poderosas, ¿qué es este ocultamiento que no podemos definir, el cual fue creado en nuestra infancia cuasi olvidada e inaccesible y que cobró fuerza en la vida, a medida que nuestro cuerpo y mente adolecían creciendo, que repentinamente se impregnó en los cráteres de nuestra memoria?
Como en la luna, hay cráteres aquí, y también como la luna, esto tiene un lado negro, y ¿acaso alguien conoce ese lado negro? Nadie conoce la mitad de la luna, nadie conoce la mitad del universo, nadie conoció la negrura, antes de que la luz matara de pronto a esas abominables criaturas que reinaban sobre la faz de la Tierra, antes de que el hombre surgiese. Todo eran tinieblas que se borraron, pero adivinen qué, no fueron exterminadas del todo, hallaron la forma de escabullirse, y sobrevivieron, pudieron llegar al centro de la Tierra, recargarse y salir después, cuando las sombras nocturnas eran propicias. Escaparon al centro de una selva, océano, montaña… casa. Eran maldad pura y estaban en libertad.
Solo importaba que estuvieran libres, para alimentarse de los malos pensamientos que tenemos, de los malos actos que cometemos, de las porquerías que sentimos. También comen y beben de nuestros miedos y angustias, y literalmente terminan devorando al infeliz que se aterra ante ellos. El temor más grande es aquel que no se conoce. No los conozco, no sé con exactitud lo que son, percibo que es un conjunto vicioso de diabólica complejidad.
Se teme lo que no se comprende, se odia lo que no se conoce. El hombre se hallaba divagando en medio de la oscuridad total, en el primer piso de una casa sin luz, en medio de sombras aglutinadas, en el pobre barrio marginal de una ciudad atrapada en un punto espacial no exento de una fiereza lacerante que alcanzaba un nivel universal.
Solo divagaba, porque sabía que no había nada más allá de la realidad conocida, y pensó en la luz, en el día, estudiar, trabajar, conocer gente buena, hacer el amor, querer, amar de verdad, comprender a otros o entender cosas de este planeta; odiar, golpear, hablar, pensar, la amistad real, el dolor, el cansancio, la apatía, la rutina… Más allá de todo lo conocido hay algo que no vemos, porque estamos demasiado ocupados haciendo y viendo menesteres sin sentido que no sirven para nada, y pensamos ciegamente qué puede ser lo único que nos mantiene con vida. La triste verdad es que nada puede mantenernos vivos. Todos morimos.
Excepto la ceguera, quizá nos pueda conservar con vida, porque...
…mas allá está algo que no podemos ver, que no podremos contemplar jamás, a menos que la oscuridad sea total, si es total lo sentiremos y sufriremos un dolor salvaje, mas no lo veremos, la oscuridad será una completa ausencia de luz, nada de colores, nada de vida. Él sabía que no había nada más allá, que no debía buscar, pues encontraría que la nada lo cubría todo, un vacío ocupado de nimiedades; el apego a la razón ya no servía, estaba solo, la soledad lo golpeaba, tan solo la ceguera serviría, o mejor dicho: la locura. De repente se halló solo junto a la escalera, observando con atención la puerta entrecerrada del baño.
Alguien la había abierto, él la dejó cerrada, estaba convencido, ¿o a lo mejor no la había dejado así? La duda inundó su espíritu, volteó para subir la escalera, la puerta del baño chirrió y se abrió más, como invitándolo a entrar; en ese instante se halló con miedo (de nuevo), era lo insondable, el refugio de lo oculto, lo no humano, lo que descansaba bajo nuestros pies, y se rió de sí mismo, era una broma de la atmósfera, la puerta se abría con el viento, el calor se disipaba, la casa dejaba entrar el ventarrón, era un fenómeno normal. Aunque la ventana y las puertas estuviesen cerradas, siempre ingresaban corrientes de aire por las rendijas que nunca se hallaban selladas totalmente. Él se apresuro a cerrar al baño entre las sombras y enseguida vio con claridad la estancia, pues un pequeño rayo de luz se encendió débil desde un poste lejano. La luz había sido reconectada, mas no en la casa. Una línea luminosa en la puerta del baño, podía ver, se acercó, caminó confiado, sujetó la manija de la puerta, casi iba a cerrarla cuando su celular se quedó muerto.
La luz del poste comenzó a titilar, se prendió, se apagó. Las tinieblas volvieron. Eso le dio una idea: ¿por qué no? ¿Por qué no entrar y cerrar la puerta del baño en plena oscuridad y luego abrirla para ver qué había dentro, solo así demostraría mi valentía, no me iría corriendo tras cerrar aquella puerta, no sería correcto, ese tonto acto solamente aumentaría mis temores, podría llegar arriba, mas no conseguiré dormir. Es fácil: tan solo abro la puerta, me introduzco y la cierro. Todo en la penumbra. Cogió la manija, la luz del poste regresó, esperaría a que se apagase otra vez. No supo por qué, pero pensó entonces que los dueños de la casa sí volverían en la mañana.
¿Se puede imaginar a aquel hombre en una casa ajena, preso de una gama de simiescas pesadillas? La oscuridad totalizada en esa residencia lo quebrantaba, lo cogía entre sus garras, lo aplastaba y lo exprimía; al sujeto le era imposible vencer a las sombras, creía escuchar de todo entre las tinieblas, hubo un leve: te odio; voces, murmullos, pasos, la carrera de pequeños pies; horrendos aullidos de distantes lugares, los cuales, por tanto, eran casi imperceptibles; el batir de unas alas, pisadas de animal, fieras que se aproximaban con sigilo; risas, llantos, quejidos, sus oídos lo percibían todo, pero él imaginó que se trataba de ruidos propios de la noche, no podía ser que la tenue alharaca fuese real, era imposible que aquello viniese de adentro de la residencia, pues el hombre se encontraba solo en esta.
No estaba dormido, se pellizcó varias veces hasta lastimarse el pellejo del brazo izquierdo, los sueños son dulces a veces, como las pesadillas, pueden mostrar ciertas dosis de acción, de dinamismo. Esto no era así. Lo presente era diabólicamente lento, tan visible y perceptible que cualquier espíritu humano cedería ante el miedo y se derrumbaría. El hombre no lo hizo, borró de su mente cualquier huella de situación preternatural, se dijo que no había voz alguna que lo llamase, que lo maldijese, en la casa no había nada malo, solo estaban él y los pequeños habitantes de siempre: insectos, arácnidos, quizá algún ratón –estos solían hacer ruido–. No, los sonidos no provenían del interior de la vivienda, se dijo, los atribuyó a la fiesta lejana, que liberaba alguna risa y música bailable e intrascendente, ritmos que no le gustaban tanto, pero que estaban distantes de la peligrosidad del momento. Pensó en bailar, quiso reírse y no pudo.
Abrió la puerta y vio el negro de la habitación. La luz del poste que pasaba a través de una cortina cerrada iluminó el espejo del baño y el titubeante sujeto, animado por este haz luminoso, ingresó, observó el espejo, miró su ojo izquierdo: marrón, redondo, ir hacia delante... con lentitud... Sonrió, había vencido sus miedos, solo debía dar la media vuelta y salir. La luz del poste falló y se apagó, el hombre se asustó quedamente y, al surgir de nuevo la claridad, supo que era una falla del servicio eléctrico. Un parpadeo. Pero antes de que la luz se apagara, esta vez para siempre, el hombre volvió a notar la redondez de su cristalino justo cuando iba a darse vuelta, y, al instante mismo de gritar con pavor, sus ojos vieron en el espejo no solo dos ojos aparte de los suyos, sino cuatro, seis, ocho, diez más; infinidad de ojos, pequeños, brillantes, rojizos que lo miraban con una furia implacable, con total aborrecimiento…
La puerta del baño se cerró.

No hay comentarios:

Publicar un comentario