invitado
Carlos Enrique Saldivar
Ella había sufrido mucho en su vida. De hecho, había padecido
diversos horrores, pero aquel último episodio había sido la gota
que derramó el vaso de su resistencia mental; nunca supo cómo lo
había logrado, mas pudo escapar con Carlitos, quien solo tenía dos
años en aquel entonces. El trauma era inevitable, las pesadillas y
las alucinaciones duraron un lustro; no obstante, logró recuperarse
y salir adelante junto a su hijo. Dejaron atrás Italia, la tierra
que los vio nacer y que, al mismo tiempo, les había causado tantos
pesares.
Huyeron de un mundo abominable, cubierto de violencia, de dolor.
Intentó siempre ser una buena madre, crió sola durante seis años a
su hijo. Lograron establecerse en Lima, en una zona agradable. En un
distrito llamado San Juan de Miraflores, conocido antaño por sus
abundantes y bonitos parques, los cuales hoy lucían marchitos.
Consiguió empleo de secretaria en una empresa y obtuvo un buen nivel
de vida para su vástago, quien iba creciendo a paso acelerado. Lo
dejaba al cuidado de una señora de buen carácter hasta las seis de
la tarde, hora en que ella llegaba del trabajo. En ese lapso, que
parecía muy corto, lo ayudaba con sus tareas y disfrutaba la dicha
de tener un niño tan hermoso e inteligente a su lado. Sin embargo,
la armonía no era completa. Ella no permitía que Carlitos saliera a
la calle. La vida del niño transcurría del colegio a la casa y de
la casa al colegio, no iba a las reuniones que organizaban sus
compañeros, no iba a jugar a la calle, aunque fuese afuera, en la
cuadra, a unos metros de su morada; tampoco iba a la casa de alguna
amistad. No era una vida soñada, pero al menos ambos podían
mantenerse a salvo.
El infante preguntaba a menudo:
—Mamá, ¿por qué no puedo salir a jugar con
mis amigos?
—Porque es peligroso, hijo, aún estamos bajo
amenaza.
—¿Qué amenaza?
Ella no le explicaba las verdades razones. A pesar de ello, lograba
imponer su autoridad:
—Una amenaza de la cual nunca podrás entender nada, corazón.
Escúchame, si algún día una persona toca a la puerta y te pide que
la invites a pasar a tu casa, ¿qué debes decir?
—Que no.
—Muy bien, cariño, esa es la respuesta. No
puedo dejarte salir aún. Cuando seas más grande tal vez. Pero
puedes invitar a venir a tus amigos, Dorotea se encargará de
atenderlos.
Sus conversaciones siempre terminaban así.
Carlitos entendía, en cierta forma, el sufrimiento de su madre y la
obedecía en todo. Le hacía caso, no sin rechistar. Ella pensó
muchas veces en contarle la historia completa, pero desistía
siempre. Esperaré a que crezcas un poco
más, entonces voy narrarte lo sucedido y tendrás que creerme,
hijito. Confiaba en que la suerte
estaría del lado de ambos. A pesar de todo, era una optimista.
Transcurrieron un par de años. Ella logró una mesurada estabilidad,
para su persona y para su hijo. Se sentía contenta. Presentía que
ya estaban a salvo, que el dolor nunca los alcanzaría. Carlitos
cumplió diez años, era un niño bastante maduro. No esperaría a
que él cumpliera doce, en un año le diría la verdad. Confiaba a
plenitud en Dorotea ya que realizaba una excelente labor de niñera,
además nunca hacía preguntas inoportunas. Con el tiempo, el ama de
llaves se instaló en la casa. Cuidaba del pequeño las veinticuatro
horas. Aceptó con naturalidad y cariño el extraño modo de vida de
aquel chiquillo y su madre.
Poco a poco ella fue olvidando sus tribulaciones, mantenía una
cierta esperanza de salvación, por primera vez pensaba en el futuro.
Sin embargo, el color rojo y aquella forma líquida aún la seguían
intimidando. No solo eso, cuando a veces salía a algún sitio de
noche, miraba hacia atrás, temía que alguien la siguiera. En esos
momentos sentía que las lágrimas que escapaban a través de sus
cristalinos eran de remordimiento, no de miedo. Los recuerdos surgían
otra vez, dispuestos a morderla, a devorarla. La oscuridad la
estremecía, la mareaba, la hacía rogar que el amanecer surgiese
pronto para cubrirlo todo de nuevo.
El día de su cumpleaños cayó martes. Ella se sintió inusualmente
animada y se fue a celebrarlo con un par de amigas, las únicas que
había hecho en su nuevo trabajo. Llegó a su residencia eso de las 9
p.m., llamó a Dorotea, pero no obtuvo respuesta. Aún era temprano,
había tenido que huir de la compañía de sus allegadas para
encontrar despierto a su vástago. Había comprado una pequeña torta
y quería soplarla junto a su pequeño. Imaginó que él estaba
dormido. Es una lástima, ya será mañana. Prendió las luces
de la sala y lo vio, sentado en el sofá. Pálido y sonriente,
sentado junto a Carlitos. De inmediato, el intruso se puso de pie. El
pequeño lo tenía cogido de la mano. No. El adulto tenía cogido al
infante.
—Hola, Cordelia —dijo el invitado.
Al principio ella no pudo hablar, ni siquiera moverse. Tras unos
minutos, pudo hacerlo:
—¿Quién te dejó entrar?
—Fui yo, mami —interrumpió su hijo—. Dijiste que mi papá
había muerto, pero no fue así, se salvó, ahora está aquí,
conmigo, con nosotros, mami…
—¡Te dije que no le abrieras la puerta a nadie, Carlos! ¿Por qué
lo hiciste?
—¡Porque él es mi papá, lo he extrañado mucho! Mami, no te
enojes, míralo, está con nosotros de nuevo, ahora sí seremos una
familia de verdad. Él me ha dicho que…
—¿Y Dorotea? ¡Dorotea!
El hombre soltó unas breves carcajadas y dijo:
—Está en el baño. Comenzó a gritar como una loca y... te
imaginarás lo que tuve que hacerle. No te preocupes, Carlitos no me
vio, estuvo sentado todo el rato en el sofá como un niño bueno. Le
dije que se tapara los oídos.
Los labios del sujeto estaban cubiertos de sangre, acto seguido se
los limpió con la lengua, haciendo una mueca de placer.
—¡No! ¡No! ¡NO! ¡Suelta a mi Carlitos! ¡Hijo, aléjate de ese
monstruo y ven conmigo!
—No, mamá.
—¡Él no es tu padre! ¡Ya no lo es!
—Sí lo es, él...
De súbito, el que fue una vez su esposo levantó al pequeño de las
axilas con fuerza y lo mordió en el cuello. La sangre borboteó como
de un caño abierto. El niño no pudo ni gritar, sólo emitió una
última palabra: Mamiii. Ella no pensó en nada en ese
instante, lo intentó, mas no pudo. El engendro absorbía la sangre
infantil. La mujer esperó su turno de rodillas.
NononoNoNoNoNONONONONONO.
Él se le acercó riéndose. Cordelia lo maldijo en voz alta, pero no
se resistió, algo en ella había muerto cuando lo vio otra vez. Éste
la cogió de los brazos y la levantó, la mujer no hizo el más
mínimo gesto, solo pidió perdón, arrepentida de haber ocultado la
tétrica verdad tanto tiempo. Arrepentida de su torpeza: había
comprado aquella casa a nombre de su hijo.
Solo el propietario de una vivienda puede invitar a un vampiro a
traspasar ese umbral.
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