martes, 25 de marzo de 2014

Carlos Enrrique Saldivar



Mi compañía fiel

                                  Carlos Enrique Saldivar

  Adoro a Oso, mi perro. Lo he tenido conmigo desde que era niño, mis mejores momentos los he pasado con él.
Salimos de la casa y cruzamos el bosque; practicamos mucho este juego: cojo una rama gruesa y se la aviento, él corre, muy animado, la atrapa con el hocico y regresa. Acto seguido se la vuelvo a tirar. Esta vez la he lanzado con demasiada fuerza, Oso ha corrido hasta perderse, más allá de los arbustos, de los árboles. Lo espero, al principio, con serenidad, empero, pasa mucho rato, una hora, no es posible, se hará de noche. Decido seguir la ruta de mi can y avanzo un largo trecho. El temor me invade. ¿Y si algo le ha sucedido? Espero que no. Camino más y llego al borde de un acantilado. Puedo ver abajo las olas del mar. Casi grito por el miedo. ¿Oso habrá caído?
No obstante, escucho ladridos cercanos.
El precipicio tiene una bajada peligrosa, me encamino por ella, son ocho metros, debo concentrarme, la caída podría ser mortífera. Descubro una cueva enorme, qué lugar extraño, no lo conocía, a pesar de que se encuentra cerca de mi propiedad. La oscuridad me aturde. Mi vista se resiente, como si una masa negra la envolviera y la aplastase. Enciendo la linterna de mi celular y alumbro el ruido delante de mí. Oso está allí, muy inquieto, oliendo algo en un extremo de los muros de tierra. Ilumino dicho espacio y me horrorizo: hay un esqueleto. Le digo a Oso que nos vayamos, que tenemos que avisar a alguien sobre aquel hallazgo, pero él no se mueve. Sigue junto a los restos, muy apenado. ¿Por qué, Osito? ¿Acaso sabes quién es esa persona? ¿Se tratará de algún familiar, algún conocido? Ven conmigo, tengo miedo, te necesito. Mi compañero me sigue.
Desandamos el recorrido y retornamos a nuestro hogar.
Toco la puerta, nadie me abre, qué raro, a esta hora mis padres y mis hermanos deberían estar cenando. No tengo llave. Toco por mucho, demasiado rato, entonces desisto. Presiento que algo anda mal. Oso comienza a ladrar con fuerza. ¿Habrá alguien en casa?
Mi madre abre la puerta de improviso, observa a nuestro perro, sus ojos se llenan de lágrimas, avanza unos pasos y dice:
—¿Dónde has estado, Osito? Ven, acércate, por favor.
El chucho voltea a observarme, emite algunos aullidos de dolor y corre a perderse en el interior del bosque. Mi mamá lo sigue varios metros, mas no logra alcanzarlo. Después se adentra en la vivienda, llorosa, ignorándome.
Lloro también.
Deambulo por el bosque durante varios minutos, horas, no sé; la temporalidad se ha deshecho para mí. Llamo a Oso. No viene. Mi memoria se reacomoda. Pienso mucho en las lágrimas de mi madre, en las de todos. Ella ha cambiado bastante.
¿Cuánto tiempo habrá transcurrido?
Recuerdo aquella tarde lejana, cuando mi curiosidad me condujo hasta el borde del abismo, cuando tropecé y caí en la entrada de la caverna, cuando me arrastré varios metros al fondo, con los ojos reventados, para morir en un rincón.
Oso se aproxima. Ya está muy viejo, no le queda mucho tiempo. Él es muy fuerte, ha sido mi amigo fiel durante estos años, y lo será hasta que su existencia física se acabe.
En ese momento, juntos, emprenderemos un viaje hacia rumbos desconocidos.
Siempre juntos.



Lima, julio de 2012


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