Mi compañía fiel
Carlos Enrique Saldivar
Adoro a Oso, mi perro. Lo he tenido
conmigo desde que era niño, mis mejores momentos los he pasado con él.
Salimos de la casa y cruzamos el
bosque; practicamos mucho este juego: cojo una rama gruesa y se la aviento, él
corre, muy animado, la atrapa con el hocico y regresa. Acto seguido se la
vuelvo a tirar. Esta vez la he lanzado con demasiada fuerza, Oso ha corrido
hasta perderse, más allá de los arbustos, de los árboles. Lo espero, al
principio, con serenidad, empero, pasa mucho rato, una hora, no es posible, se
hará de noche. Decido seguir la ruta de mi can y avanzo un largo trecho. El
temor me invade. ¿Y si algo le ha sucedido? Espero que no. Camino más y llego
al borde de un acantilado. Puedo ver abajo las olas del mar. Casi grito por el
miedo. ¿Oso habrá caído?
No obstante, escucho ladridos
cercanos.
El precipicio tiene una bajada
peligrosa, me encamino por ella, son ocho metros, debo concentrarme, la caída
podría ser mortífera. Descubro una cueva enorme, qué lugar extraño, no lo
conocía, a pesar de que se encuentra cerca de mi propiedad. La oscuridad me
aturde. Mi vista se resiente, como si una masa negra la envolviera y la
aplastase. Enciendo la linterna de mi celular y alumbro el ruido delante de mí.
Oso está allí, muy inquieto, oliendo algo en un extremo de los muros de tierra.
Ilumino dicho espacio y me horrorizo: hay un esqueleto. Le digo a Oso que nos
vayamos, que tenemos que avisar a alguien sobre aquel hallazgo, pero él no se
mueve. Sigue junto a los restos, muy apenado. ¿Por qué, Osito? ¿Acaso sabes
quién es esa persona? ¿Se tratará de algún familiar, algún conocido? Ven
conmigo, tengo miedo, te necesito. Mi compañero me sigue.
Desandamos el recorrido y retornamos
a nuestro hogar.
Toco la puerta, nadie me abre, qué
raro, a esta hora mis padres y mis hermanos deberían estar cenando. No tengo
llave. Toco por mucho, demasiado rato, entonces desisto. Presiento que algo
anda mal. Oso comienza a ladrar con fuerza. ¿Habrá alguien en casa?
Mi madre abre la puerta de
improviso, observa a nuestro perro, sus ojos se llenan de lágrimas, avanza unos
pasos y dice:
—¿Dónde has estado, Osito? Ven,
acércate, por favor.
El chucho voltea a observarme, emite
algunos aullidos de dolor y corre a perderse en el interior del bosque. Mi mamá
lo sigue varios metros, mas no logra alcanzarlo. Después se adentra en la
vivienda, llorosa, ignorándome.
Lloro también.
Deambulo por el bosque durante
varios minutos, horas, no sé; la temporalidad se ha deshecho para mí. Llamo a
Oso. No viene. Mi memoria se reacomoda. Pienso mucho en las lágrimas de mi
madre, en las de todos. Ella ha cambiado bastante.
¿Cuánto tiempo habrá transcurrido?
Recuerdo aquella tarde lejana,
cuando mi curiosidad me condujo hasta el borde del abismo, cuando tropecé y caí
en la entrada de la caverna, cuando me arrastré varios metros al fondo, con los
ojos reventados, para morir en un rincón.
Oso se aproxima. Ya está muy viejo,
no le queda mucho tiempo. Él es muy fuerte, ha sido mi amigo fiel durante estos
años, y lo será hasta que su existencia física se acabe.
En ese momento, juntos,
emprenderemos un viaje hacia rumbos desconocidos.
Siempre juntos.
Lima, julio de 2012
¡Excelente cuento!
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