martes, 10 de diciembre de 2013

Jorge Rueda



                                                 EL YATE
Agosto, verano, la brisa que venía con el mar refrescaba las noches; de día, las playas de arena blanca casi transparente estaban atiborradas de bañistas que hasta caminar no había por dónde. El azul del mar se veía matizado con tonos diferentes de colores verdes; calmado oleaje, apenas se percibía cuando se estrellaba contra los muros que las retenían de las paredes principales de detrás de salida de los hoteles. Cordones rojos, anaranjados, azules, amarillos intensos, separaban lo que les correspondía como playa privada entre hotel y hotel; ya en la orilla, el mar era de todos: Mujeres jóvenes, bellas, con cuerpos para bikinis, otras en bikini, pero su flácida piel los ocultaban. Hombres con atléticos cuerpos, ya los de cincuenta, sosteniendo respiración para ocultar sus abultados abdómenes, niños de todas las edades, hasta de escasos meses se veían en los brazos de sus jóvenes madres y los abuelos de ambos sexos que a las sombras de los paraguas multicolores permanecían contando sus historias largas a los bañistas que entraban o salían para sus habitaciones.
Una noche cualquiera...a lo lejos lo divisaron, el agua brillaba por el destello de las luces, y a medida que se acercaba, parecía que el mar venia cansado de transportarlo. Causo algarabía, nunca se había visto un yate que por sus luces interiores prendidas dejaba ver su tamaño....Los curiosos se acercaron, lo rodearon; el exterior era de un blanco inmaculado. Lo extraño es que ningún marinero bajo al muelle, solo el capitán que con una sonrisa, y llevando la palma de su mano a la frente, saludo a los curiosas al estilo militar, reviso las orillas y amarro el yate. Sus acharolados zapatos nuevamente subieron las escaleras y se perdió de la vista, lo mismo la escalera que fue subida electrónicamente hasta que se perdió en una de las paredes del mismo yate, el cual quedo cubierto, cobijado con el resplandor de la luna. Todas las luces desaparecieron, excepto una, la que parecía ser la cabina de mando.
Fue acontecimiento, ya muy temprano en la mañana había gente del pueblo contemplando la blanca nave, lo caminaban con ojos curiosos por todos los lados, señoras, hombres mayores y jóvenes, niñas y sus mamas que las tomaban de la mano; los más ancianos cuchicheaban, solo rumor se escuchaba de sus voces. De pronto, la gente al escuchar un ruido como de robot, se quedaron parados y mirando como por esa boca que se abre ante sus ojos aparece vomitando los escalones que el capitán uno a uno estaría bajando, con el control en la mano, lo dirige a la boca abierta del barco y la escalera nuevamente se encoge ante la vista de los sorprendidos lugareños y algunos turistas que ya empiezan a abordar botes mucho más pequeños que los llevaran a sus correspondientes destinos ya programados por la única compañía que presta ese servicio de turismo en el pueblo. El hombre que bajo del barco impecablemente vestido de blanco de pies a cabeza, sigue de largo y se pierde dentro de un taxi que lo esperaba en la pavimentada doble vía llamada avenida del muelle.

                                  





El comentario de las mujeres sobre el dueño del lujoso Yate que atracó en puerto, fueron excitantes, es BELLÍSIMO, decían todas, el sueño de algunas, el hombre ideal, rico y con Yate; le calculaban una edad de unos 55 años y muy bien puestos, musculoso, de cuerpo atlético, cabello rubio, ojos del color del mar y el bronceado que tenía lo hacía lucir un hombre dorado, como una barra de oro.
A su partida, todo el pueblo quedó perplejo, lo que parecía una relación de amor de entrada por salida en esos 15 días de estadía del YATE, se solidificó; Carlos Andrés, su nombre de pila, la subió a su destino en su partida, a un país europeo. Ella, exuberante, bien dotada, había ganado el corazón de aquel rico forastero; madre soltera, su esposo le había abandonado a su propia suerte con tres hijos pequeños, una niña y dos varones.
El menor apenas la tenía en su mente, en su subconsciente, la recordaba vagamente, hoy con sus 25 años cumplidos quería saber de su muerte; la cual ocurrió el mismo día que abordó el Yate, 22 años antes. Nunca una respuesta satisfactoria por la desaparición de ella, la única información que tenía de boca del BELLÍSIMO, fue que su madre, se dejó caer en estado de embriaguez a las aguas del océano infestadas de tiburones, los cuales no dejaron rastro de su cuerpo.
Los años subsiguientes a su desaparición, los niños quedaron bajo la protección de Carlos Andrés, quien los adoptó y educó en su país natal. No todo fue color de rosas para ellos; a medida que fueron creciendo, mentalmente fueron abusados y esclavizados, esto, creó en ellos odio e incertidumbre, desde ese mismo día en que subieron con su madre al Yate, estaban en las garras de aquel señor, marcando así el resto de sus vidas, de sus destinos.
Los fines de semana, como era costumbre, se reunían los cuatro y se embarcaban a los adentros del mar, el deporte de la pesca era del gusto de todos, así los enseñó, así los educó y así, 22 años después, se encontraban a la deriva, como aquel fatídico día. No alcohol, no cigarrillos, los hombres y hasta la mujer, su hermana, exhibían cuerpos atléticos; el deporte era el hobby de todos, él con aproximadamente 75 años de edad, parecía aún de 55, exitoso con su negocio de siempre, una agencia de adopciones para niños, con clientes muy importantes del Jet Set de muchos países del mundo.
Entrada la noche, Carlos Andrés y el menor de los hijos de aquella deslumbrante, bella y desafortunada señora, se encontraban alistando todos los tejemanejes para lo que sería el próximo día de pesca; solos, rodeados por la inmensidad del océano, acompañados por la oscuridad, la brisa, y el olor a mar…Cuando el BELLÍSIMO se ubicó en la popa, el joven pescador al observarlo recibió un flash, su memoria le indujo a presenciar una película; regresó a su infancia, recordando aquella fatídica noche en que perdió a su madre; se vio detrás de ella, pequeño, llorando, llamándola, recordando cómo se aferraba a la bota del pantalón del verdugo de su madre, la llevaba a rastras, aún recuerda los gritos ahogados de ella, como quejidos, como lamentos, pues él le cubría la boca con sus fuertes manos, las lágrimas no se hicieron esperar, ahogaron sus pupilas y sus recuerdos, y vio, recordó, como aquel hombre al que llamaba papá, empujaba a su madre al océano; su cuerpo transpiraba, su camisa se empapaba, dio pasos al frente, calmo, en silenciosos sollozos, caminó y observo el asesino de su madre, estaba parado, absorto, como en éxtasis, prestando atención a el regalo de la naturaleza, el encuentro y el beso que el infinito del mar daba a la luna. El joven miró al oscuro tapete del firmamento, y observó como las estrellas al unísono resplandecieron destellantes, como nunca vistas, celebrando el momento en que el BELLÍSIMO es empujado al océano, siendo únicas testigos, como lo fueron, aquella noche fatídica.

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