EL YATE
Agosto, verano, la brisa que venía con el mar refrescaba las noches; de día,
las playas de arena blanca casi transparente estaban atiborradas de bañistas
que hasta caminar no había por dónde. El azul del mar se veía matizado con
tonos diferentes de colores verdes; calmado oleaje, apenas se percibía cuando
se estrellaba contra los muros que las retenían de las paredes principales de
detrás de salida de los hoteles. Cordones rojos, anaranjados, azules, amarillos
intensos, separaban lo que les correspondía como playa privada entre hotel y
hotel; ya en la orilla, el mar era de todos: Mujeres jóvenes, bellas, con
cuerpos para bikinis, otras en bikini, pero su flácida piel los ocultaban.
Hombres con atléticos cuerpos, ya los de cincuenta, sosteniendo respiración
para ocultar sus abultados abdómenes, niños de todas las edades, hasta de
escasos meses se veían en los brazos de sus jóvenes madres y los abuelos de
ambos sexos que a las sombras de los paraguas multicolores permanecían contando
sus historias largas a los bañistas que entraban o salían para sus
habitaciones.
Una noche cualquiera...a lo lejos lo divisaron, el agua brillaba por el
destello de las luces, y a medida que se acercaba, parecía que el mar venia
cansado de transportarlo. Causo algarabía, nunca se había visto un yate que por
sus luces interiores prendidas dejaba ver su tamaño....Los curiosos se
acercaron, lo rodearon; el exterior era de un blanco inmaculado. Lo extraño es
que ningún marinero bajo al muelle, solo el capitán que con una sonrisa, y
llevando la palma de su mano a la frente, saludo a los curiosas al estilo
militar, reviso las orillas y amarro el yate. Sus acharolados zapatos
nuevamente subieron las escaleras y se perdió de la vista, lo mismo la escalera
que fue subida electrónicamente hasta que se perdió en una de las paredes del
mismo yate, el cual quedo cubierto, cobijado con el resplandor de la luna.
Todas las luces desaparecieron, excepto una, la que parecía ser la cabina de
mando.
Fue acontecimiento, ya muy temprano en la mañana había gente del pueblo
contemplando la blanca nave, lo caminaban con ojos curiosos por todos los
lados, señoras, hombres mayores y jóvenes, niñas y sus mamas que las tomaban de
la mano; los más ancianos cuchicheaban, solo rumor se escuchaba de sus voces.
De pronto, la gente al escuchar un ruido como de robot, se quedaron parados y
mirando como por esa boca que se abre ante sus ojos aparece vomitando los
escalones que el capitán uno a uno estaría bajando, con el control en la mano,
lo dirige a la boca abierta del barco y la escalera nuevamente se encoge ante
la vista de los sorprendidos lugareños y algunos turistas que ya empiezan a
abordar botes mucho más pequeños que los llevaran a sus correspondientes
destinos ya programados por la única compañía que presta ese servicio de
turismo en el pueblo. El hombre que bajo del barco impecablemente vestido de
blanco de pies a cabeza, sigue de largo y se pierde dentro de un taxi que lo
esperaba en la pavimentada doble vía llamada avenida del muelle.
El comentario de las mujeres sobre el dueño del lujoso Yate que atracó en
puerto, fueron excitantes, es BELLÍSIMO, decían todas, el sueño de algunas, el
hombre ideal, rico y con Yate; le calculaban una edad de unos 55 años y muy bien
puestos, musculoso, de cuerpo atlético, cabello rubio, ojos del color del mar y
el bronceado que tenía lo hacía lucir un hombre dorado, como una barra de oro.
A su partida, todo el pueblo quedó perplejo, lo que parecía una relación de
amor de entrada por salida en esos 15 días de estadía del YATE, se solidificó;
Carlos Andrés, su nombre de pila, la subió a su destino en su partida, a un
país europeo. Ella, exuberante, bien dotada, había ganado el corazón de aquel
rico forastero; madre soltera, su esposo le había abandonado a su propia suerte
con tres hijos pequeños, una niña y dos varones.
El menor apenas la tenía en su mente, en su subconsciente, la recordaba
vagamente, hoy con sus 25 años cumplidos quería saber de su muerte; la cual
ocurrió el mismo día que abordó el Yate, 22 años antes. Nunca una respuesta
satisfactoria por la desaparición de ella, la única información que tenía de
boca del BELLÍSIMO, fue que su madre, se dejó caer en estado de embriaguez a
las aguas del océano infestadas de tiburones, los cuales no dejaron rastro de
su cuerpo.
Los años subsiguientes a su desaparición, los niños quedaron bajo la
protección de Carlos Andrés, quien los adoptó y educó en su país natal. No todo
fue color de rosas para ellos; a medida que fueron creciendo, mentalmente
fueron abusados y esclavizados, esto, creó en ellos odio e incertidumbre, desde
ese mismo día en que subieron con su madre al Yate, estaban en las garras de
aquel señor, marcando así el resto de sus vidas, de sus destinos.
Los fines de semana, como era costumbre, se reunían los cuatro y se
embarcaban a los adentros del mar, el deporte de la pesca era del gusto de
todos, así los enseñó, así los educó y así, 22 años después, se encontraban a
la deriva, como aquel fatídico día. No alcohol, no cigarrillos, los hombres y
hasta la mujer, su hermana, exhibían cuerpos atléticos; el deporte era el hobby
de todos, él con aproximadamente 75 años de edad, parecía aún de 55, exitoso
con su negocio de siempre, una agencia de adopciones para niños, con clientes muy
importantes del Jet Set de muchos países del mundo.
Entrada la noche, Carlos Andrés y el menor de los hijos de aquella
deslumbrante, bella y desafortunada señora, se encontraban alistando todos los
tejemanejes para lo que sería el próximo día de pesca; solos, rodeados por la
inmensidad del océano, acompañados por la oscuridad, la brisa, y el olor a
mar…Cuando el BELLÍSIMO se ubicó en la popa, el joven pescador al observarlo
recibió un flash, su memoria le indujo a presenciar una película; regresó a su
infancia, recordando aquella fatídica noche en que perdió a su madre; se vio
detrás de ella, pequeño, llorando, llamándola, recordando cómo se aferraba a la
bota del pantalón del verdugo de su madre, la llevaba a rastras, aún recuerda
los gritos ahogados de ella, como quejidos, como lamentos, pues él le cubría la
boca con sus fuertes manos, las lágrimas no se hicieron esperar, ahogaron sus
pupilas y sus recuerdos, y vio, recordó, como aquel hombre al que llamaba papá,
empujaba a su madre al océano; su cuerpo transpiraba, su camisa se empapaba,
dio pasos al frente, calmo, en silenciosos sollozos, caminó y observo el
asesino de su madre, estaba parado, absorto, como en éxtasis, prestando
atención a el regalo de la naturaleza, el encuentro y el beso que el infinito
del mar daba a la luna. El joven miró al oscuro tapete del firmamento, y
observó como las estrellas al unísono resplandecieron destellantes, como nunca
vistas, celebrando el momento en que el BELLÍSIMO es empujado al océano, siendo
únicas testigos, como lo fueron, aquella noche fatídica.
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