martes, 27 de mayo de 2014

Javier Haro Herraiz

                                                                          

                                                                     MIRADAS

 

    
     Mr. Jefferson se levantó del sillón de la sala de espera y, tras despedirse con un cortés cabeceo de la mujer que acababa de salir por la puerta acristalada, entró en la misma.

         ―Buenos días. Mr. Jefferson –el Doctor Sinclair, se incorporó sólo lo suficiente para que el hombrecillo pudiese estrechar su mano.

         ―B―buenos días, Doctor –saludó William Jefferson tomando asiento en la incómoda silla de metal.

         Sinclair rebuscó en los cajones de su escritorio, hasta dar con una carpeta de cartulina blanca, donde había escrito con grandes letras negras: “HISTORIAL PSIQUIÁTRICO DE WILLIAM JEFFERSON (12―3―48).

         ―¿Todo bien, Mr. Jefferson?

         ―¿Eh? –Jefferson, que había estado mirando a su alrededor con aire asustadizo, saltó en la silla.

         ―¿Qué si va todo bien? –Repitió el médico con voz serena.

         ―Oh, s―sí… ―con gesto nervioso, el hombrecillo intentó fijar la mirada en el rostro del psicoanalista―, todo va…, bastante b―bien.

         ―De acuerdo –David Sinclair sacó una cajetilla de “Marlboro”, y ofreció un cigarro a su paciente, quien, con mano temblorosa, tomó un cigarrillo, y se lo llevó a los labios―. ¿Desea hablar, Mr. Jefferson?

         ―¡N―necesito hablar! –Balbuceó el hombre―; necesito contárselo a alguien…

         El Doctor Sinclair se limitó a asentir con la cabeza, al tiempo que ponía en marcha la pequeña grabadora de bolsillo, que descansaba sobre un montón de carpetas de cartulina.

         ―¿Es n―necesario grabar l―lo que v―voy a d―decir?

         ―Tranquilo, esta grabación no saldrá de aquí.

         No muy convencido, William Jefferson comenzó a hablar. Para su propio asombro, no tartamudeó ni una sola vez.

         ―Todo empezó siendo yo un niño… A mi madre le encantaban los cuadros, sobre todo retratos. ¡Dios! Las paredes de nuestra casa estaban cubiertas de retratos…, de caras…, rostros sin nombre, que me miraban, me seguían y me espiaban… Hasta ese día, el día de mi decimotercero cumpleaños. Mi madre, ¡a mis espaldas! Había mandado hacerme un retrato. ¡Cómo la odié por ello! Pero yo lo solucioné…, aquella misma tarde, cogí un cuchillo de la cocina y, uno a uno, desgarré los más de veinte retratos que mi madre, incluido el mío, había ido coleccionando a lo largo de los años. Les destrocé los ojos.

         ―¿Cómo se sintió después de aquello?

         ―De maravilla… ―Un brillo de intenso placer cruzó la mirada de Jefferson.

         ―Continúe, por favor.

         ―Mi madre, pobrecilla, casi sufre un ataque al corazón cuando descubrió mi hazaña. No hace falta que le diga que mi castigo fue ejemplar…, y doloroso, tanto que, durante tres días no pude sentarme. Pero, al menos, le quité a mamá su manía de coleccionar retratos. Después de eso, a mi madre le dio por comprar pájaros. Pequeños animalitos emplumados, que llenaban la casa con sus trinos. ¡Yo los odiaba con todas mis fuerzas! Pero lograba, a duras penas, controlarme. Mas entonces, todo volvió a empeorar. Mi madre se empeñó en dejar sueltos a los pájaros (canarios, periquitos), para que revoloteasen libres por la casa… Tenía yo diecisiete años.

         ―¿Qué pasó con los pájaros de su madre?

         ―Una noche, mientras dormían mis padres, los cogí a todos y, uno a uno, con una aguja, les saqué los ojos.

         ―¿Por qué lo hizo, Mr. Jefferson?

         ―¡Los pájaros me espiaban, y luego le contaban cosas a mi madre!

         ―¿Qué pasó entonces?

         ―Mis padres comenzaron a llevarme de un psiquiatra a otro; de una terapia a otra, y durante un tiempo, aquello funcionó. Incluso pude llevar una vida más o menos normal. Conocí a una chica maravillosa. Nos comprometimos y, tras tres años de noviazgo, nos casamos. Yo tenía treinta años. Me sentía el hombre más afortunado de la Tierra.

         ―¿Treinta años? –Sinclair se pasó una mano por el canoso cabello―. Eso hace trece años sin sufrir una crisis. No está mal.

         ―Sí, todo fue maravilloso, hasta que a Marion, mi esposa, le dio la fantástica idea de comprar un perrito… Decía que era para no sentirse sola en casa mientras yo estaba trabajando… ¡Pero era una sucia mentira! –Jefferson apretó los puños con tanta fuerza, que se clavó las uñas en las palmas de las manos―. El perro me espiaba. ¡El maldito perro me vigilaba! Cada vez que llegaba de trabajar, allí estaba él, mirándome acusador. “¿Seguro que vienes de trabajar?” Me preguntaba con sus oscuros y vivarachos ojillos. “¿O vienes de retozar con tu secretaria? ¡El muy cabrón lo sabía! No podía dejar que se lo contase a Marion. Así que, aquella misma tarde, aprovechando que mi esposa no estaba en casa, le saqué los ojos al chucho, y lo enterré en el jardín. Por desgracia logró salir de debajo de la tierra… ―El hombre lanza un profundo suspiro―. Supongo que hubiera sido mejor matar al perro.

         El Doctor Sinclair volvió a tender a Jefferson la cajetilla de tabaco.

         ―Gracias –el hombre tomó otro cigarrillo, lo encendió, y aspiró su suave aroma.

         ―Continúe, por favor.

         ―Cuando Marion llegó a casa y descubrió lo que había hecho con  su mascota, me denunció  a la Policía, y se marchó a casa de sus padres. Me sentí tan solo…

         ―¿Qué hizo usted después?

         ―Nada. Fui juzgado y condenado a ser internado en un sanatorio mental durante veinte años. Acababa de cumplir los treinta y cuatro.

         ―¿Y ahora qué, Mr. Jefferson? –Sinclair apagó la grabadora―. ¿Cree usted que está totalmente recuperado?

         ―Sí, sinceramente –William Jefferson mostró al Psiquiatra una de sus mejores sonrisas―. Aunque no rechazaré ninguna ayuda, por supuesto.

         ―De acuerdo –Sinclair tomó algunas notas en el historial del hombrecillo―; hasta dentro de un mes.

         ―Hasta dentro de un mes, Doctor Sinclair.

         William Jefferson salió de la consulta de David Sinclair, y se dirigió a su casa.

         Caminaba con paso firme, con decisión.

         “Sí, todo está mejor ahora, mucho mejor “―una sonrisa iluminaba su rostro―. “Tan sólo queda solucionar una cosa”.

         Y, llegó a su casa…

         Y, tarareando una canción, entró en el cuarto de baño. Llevaba dos afilados lapiceros, uno en cada mano.

         Y, sonriendo, se colocó ante el espejo del lavabo.

         ―Tan sólo queda solucionar una cosa.

FIN

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 Foto extraida de Goggle





                                      

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