martes, 27 de mayo de 2014

Candy von Bitter




LA MARCHA DE LA REINA NEGRA

Capítulo 9 

..Lullaby
Era un centro psiquiátrico, no un manicomio. La falta de evidencias concretas y el estado histérico en que la hallaron facilitó acusar una perturbación mental, alejando la condena por haber matado a un cuarto de la gente en el centro de la ciudad. Por ser el caso tan sonado se apresuraron en tenerlo completo y tras dos meses de exámenes psicológicos, finalmente se decidió que la persona llamada Valentina Garibaldi (según los documentos hallados en su último lugar de residencia) sería ingresada en un centro psiquiátrico (no manicomio).

Los papeles mencionaban retraso mental debido a un acusado comportamiento infantil. Disociación de personalidad que hacía creer al sujeto que era una niña de 6 años. Largos períodos donde parecía nerviosa e impaciente, diciendo que “esperaba a alguien.” Podía durar desde horas hasta días enteros. Tendencias violentas. Depresión. Era imposible arrancarle cualquier pedazo de información respecto a lo sucedido aquella noche, cuyos detalles también parecían haber sido borrados en gran parte en la mente de los presentes. No sólo era que no lo recodara, sino que su mera mención parecía activar alguna candena inconsciente de malas sensaciones que provocaba temblores e incapacidad. 

No lucía muy consciente de lo que sucedía, pero de lo poco que sí, habría resultado una niña atenta, amable y dispuesta a jugar inocentemente, de no ser su apariencia un claro indicador de que no era un comportamiento apropiado. Le dieron la ropa blanca que todos los residentes utilizaban, con su opcional bata verde y pantuflas viejas recogidas entre las donaciones de las cuales la iglesia no podía disponer. Preguntó si le podían dar unas negras y al serle respondido que no se puso a hacer un berrinche en la sala de recepción, sentándose en el suelo y gritando que sólo las quería en negro. Golpeaba a cuanta persona intentara levantarle o pedirle calma, causando no pocos moretones intensos que a más de uno dejaba estupefacto con la necesidad de revisar el resultado del impacto respecto a ese pálido y delgado cuerpo. Su primera noche tuvieron que sedarle para ayudarle a pasarla en la cama.
Recién al despertar descubrió que su cuarto era compartido con otro paciente, un joven un poco mayor de él con el cual compartía cierta obsesión con el travestismo aunque en muy diferentes niveles. Había ahorcado a la tía con la cual vivía para poder experimentar por un día lo que sería ser como ella. Se puso sus ropas, su maquillaje y fue a hacer las compras con su tarjeta de crédito. Al cadáver lo había dejado en un congelador del sotáno para no que anduviera apestado el lugar. Desde pequeño se  había escabullido de sus padres para usar las prendas de mamá y una vez que su tía le encuentra haciendo precisamente eso con las suyas, la mujer se dedica a gritarle que está enfermo, que lo quería fuera de su casa de inmediato y él no tuvo otra opción que callarla. La vieja estúpida no hacía caso de los pedidos de que cerrara la boca, así que él lo hizo. Se lo merecía por entrometida. Le iba a devolver todo tan limpio y ordenado como lo había encontrado, qué se creía.
En cuanto fue atrapado, no encontró ninguna razón para disimular más y salió campante del armario en el cual lo habían encerrado en el pasado a base de azotes, insultos e incluso unas cuantas quemaduras de cera, cuyas cicatrices relucían blancas en la piel del hombro moreno. Congeniaron de una manera tan rápida que los doctores no lo entendían al principio.
“No sé, Vale entiende” dijo una vez el joven sentado en el diván de la oficina, en su sesión de la semana. ¿Entender qué? Oh, cosas, cosas. Cosas de chicas, cosas de la vida, de la muerte… ¿Ese es una nueva colonia, doctor? Le queda muy bien a usted, en serio, le favorece. Cada vez que siento una así pienso en un hombre así, bien macho que se respeta. ¿Es usted uno de esos, doctor? Puede que así le empiece a contar más cosas en lugar de quedarme aquí imaginando cómo puedo romperle la cabeza con esa lámpara de diseño antiguo a su lado y luego arrojarme por una de las ventanas casualmente librada de las rejas usuales. Eso sería divertido.
Valentina decía que “ella” era muy buena. Le había enseñado a hacerse trenzas complicadas, a arreglarse las uñas e incluso a veces le prestaba de su maquillaje. También era muy bonita y le enseñaba a jugar las cartas para pasar las horas muertas entre las pastillas dadas durante el ayuno de la mañana y las pastillas del ayuno de la tarde, cuando todo lo que se ve en la televisión son las telenovelas que entretienen a algunos pero a ellas le disgustaba porque había demasiada gente desagradable en ellos; gritaban, chillaban, se tiraban de los pelos y los besos parecían intentos mutuos por lamerse la pared de los estómagos, muy asqueroso. En cierto momento Valentina miraba por la ventana, casi como si no se diera cuenta de que lo hacía, y se echaba a temblar. ¿Tienes miedo? Sí. ¿De que alguien malo venga y te haga daño? Nunca se podía descartar un abuso sexual. Nadie podía saber lo mucho que podía destruir una psique el impacto de algo así. No, decía ella. Tengo miedo de que no venga. ¿Quién? No sé.
Luego era tiempo de cambiar de tema.
Desde cierto punto de vista, eran como hermanas que, abandonadas en un circo extraño, se mantenieran a salvo aferrándose a la otra. Pero ni toda la hermandad que la más joven podría haber ofrecido evitó que encontraran a la mayor colgando de un árbol en el patio trasero, el cable del teléfono arrancado haciendo de eje al cuerpo agitado por el viento. La dosis de calmantes de Valentina, apenas relativa hasta el momento, tuvo que ser aumentada de golpe. De otra forma pasaba las noches emitiendo sonoros sollozos que pasaban por el pasillo como gigantes, arrancando a todo mundo de las camas y en más de un caso, activando una respuesta por parte de los pacientes que más tarde le costaba por lo menos una hora calmar.  Ella misma, la culpable, actuaba o de verdad no se enteraba de esas crisis nocturnas, pasando sus días sin otra pena que porque no le gustaban las medicinas y a veces le hacían doler la panza.
Eventualmente tuvieron que entregar la cama vacía a otra más. Una mujer de treinta años que casi había ahorcado al bebé de su hermana un tarde en que se lo habían dejado a su cuidado. Fue el padre quien logró descubrirla a nadie. Síndrome de Down, y sin embargo, todavía era un misterio su estado perpetuo de niñez mientras mesaba a una vieja bebé de plástico en sus brazos. La llevaba a todos lados, le hablaba, le daba de comer. Se llamaba Edgar, a saber por qué razón, y nadie podía tocarlo porque todo mundo tenía las manos demasiado sucias e iban a conseguir que se enfermara. Ella nunca se animó a moverse a la cama de Valentina durante la noche como hiciera su predecesora. Cuando caía la noche, y si Valentina había decidido no tomarse los calmantes, eran las dos quienes lloraban sus penas imaginarias sin otra esperanza que alguien viniera a suministrarles un sueño inducido.
A la mujer le gustaría dormir en paz pero no podía debido a su causa. Era igual que ese bebé malcriado, pero peor, porque encima él (no era estúpida para no verlo) ya era grandecito y debería aprender a cuidarse a sí mismo antes de venir a molestar a otras personas con sus problemas. Ni siquiera cuando papá quería acariciarla debajo de la mesa durante el almuerzo, y luego la llamaba en su estudio con las puertas de cristal cubiertas por sus cortinas, había sido tan quejumbrosa.
Por lo tanto, la convivencia resultó ser tirante y fría. Eran dos personas que compartían una misma obsesión por conservar la infancia hasta sus últimas consecuencias, con el agregado de que la infancia de una era robada o creada, pero nada más podía salir de ellas dos. 
Lo que sí se percató el psicológo que trataba a Valentina era que a ella, en realidad, le gustaría poder cambiar la situación. Descubrió así que, de vez encuando, la joven intentaba obsequiarle un gesto amistoso para aligerar la situación que para empezar no sabía por qué estaba tan mal. Le daba dibujos de ella meciendo a un Edgar sonriente y alegre, le acomodaba la cama en cuanto podía porque la otra parecía incapaz de acordarse y le daba su postre durante la cena si no tenía mucha hambre. Pero sin importar lo que hiciera, o las veces que lo hiciera, la mujer jamás le dirigió una sonrisa, nunca pronunció un gracias. Volvía a decirle un montón de cosas que no entendía acerca de que no estaba engañando a nadie y la dejaba revolviendo en la maroma de su propia mente.
En verdad, no engañaba a nadie más que a sí misma. Luego de haber destrozado cuatro dientes a un paciente que insistió en que dejara de ser un maricón de mierda, Valentina tenía la cabeza nadando en nubes de algodón seco y apenas sentía alguna conexión entre ella y su cuerpo. Calmada al fin, la dejaron sentarse en un sofá de la sala de juegos con la promesa de que se comportaría. Ella dijo sí…sí… sí, cayéndose sobre el trasero. Un enfermero estaba cerca para cualquier eventualidad.
Su compañera de cuarto también estaba ahí, probándole nuevas ropas a Edgar, ropas enviadas por su anciano padre porque sabía que la alegraría, cosidas por la madre cuando era más pequeña. ¿Le hacía de marinerito o de trabajador de construcción? ¿Una bata de doctor quizá? Finalmente se decidió por su remera favorita roja y unos jeans ya algo descoloridos. ¡Estaba tan guapo,como siempre! El nenito de mamá estaba divino.
Valentina veía los ojos de su compañera chispear al emitir soniditos agudos e incomprensibles al muñeco, expresión de innegable cariño. Ella podía hacer algo al respecto y, después de que lo hiciera, a lo mejor la mujer estaría tan feliz que finalmente podrían empezar a ser amigas. Hacía tiempo lo había hecho, aunque no más tarde. Por consejo de su anterior amiga, no se lo había dicho a los psicológicos aunque ella estaba segura de recordar cómo hacerlo. También podría haberlo hecho en aquella mañana de mierda en que la encontraron, pero durante la noche, antes de acostarse a dormir las dos en sus camas unidas, ella le dijo que por favor, no lo intentara. Por favor, cuando por fin lo hiciera no intentara cambiarlo.
Una semana más tarde, aunque le picaba en el pecho, obedeció su pedido.
Pero ahora no tenía ningún compromiso con nadie. Sería una buena oferta de paz. No le importaría asistirla más tarde, estaría feliz de que se lo permitiera. Fue así que colocó los pies las plantas del pie paralelas en el suelo. Debería hacerlo de pie, pero sabía que ese era un detalle mínimo, y en su estado actual implicaría una caída segura al extender los brazos con las palmas abajo. El enfermero pensó que a lo mejor iba a pedirle un vaso de agua, pero jamás escuchó las palabras que lo avalaran. En cambio percibió un claro cambio en el aire que no supo a qué atribuirle.
Como si de pronto hubieran apagado todas las luces en la sala,  a pesar de que estas seguían tan brillantes como deberían. Cuando volvió a bajar la vista, desconcertado por su propio desconcierto, la mujer con los rasgos marcados desde su nacimiento emitió un chillido de espanto y dio un literal salto hacia atrás, lanzando en el aire a su muñeco.
Sólo que ya no era un muñeco y esto no pudo quedar más patente que cuando aterrizó contra el piso, convirtiéndose en la fuente de un círculo de sangre que crecía como si alguien hubiera dejado abierta una canilla. La criatura, que hasta entonces había permanecido en silencio, ya no pudo volver a hablar nunca. La mujer se puso a gritar y llorar, preguntando dónde estaba Edgar, con una mirada de impresionante furia en los ojos.
El enfermero no tuvo tiempo de pensar qué mierda había sido todo eso, porque pronto tuvo que salir al frente a evitar un nuevo desastre, dejando a Valentina desatendida. Ella no podía sino mirar a los despojos de su último intento bondadoso de ayudar a nadie. Buscó en su interior alguna lágrima sincera que derramar. No pudo encontrarla.
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-Así que… ¿cómo están los hijos?
-Bien, bien. Matilde ya cumplió la mayoría de edad e imagínate, lo primero que se le ocurre pedirme son lecciones de conducir y un auto para su cumpleaños.
-¿Tan pronto? Todavía la recuerdo como una pequeñita.
-Yo vivo con ella y a mí también me sorprendió. Lo malo es que ya se está consiguiendo a mi mujer para que se ponga de su parte.
El abogado dio una rápida a su reloj. Los dos miraron la silla vacía en la oficina. No dijeron nada por unos momentos.
-¿Y el pequeño Harry? –preguntó Meriel-. Lo último que supe de él era que había nacido.
El abogado abrió la boca para ponerle al tanto de las andanzas de su hijo cuando la puerta fue violentamente abierta. Lo que no era poco considerando lo pesadas que eran. Una furiosa combinación de cuero blanco, cuello y mangas de piel negra real, penetró en la habitación pisando fuerte con la plataforma de sus botas. Sólo algunas modelos profesionales y él podrían haberse movido con semejante naturalidad encima de estas. En cuanto llegó al frente del escritorio, Kross dirigió una mirada de patente desden al abogado y una de frío odio contra el ángel vestido a la última contra moda. Con las largas uñas rojas actuando de garras, aferró los apoyabrazos del asiento ocupado y se inclinó al frente.
-¿Qué diablos, mierda y gonorrea de tu madre has hecho, servidor de Dios? –pronunció lentamente, dándole a cada palabra una expresión manifestando sus muchos y variados niveles de desprecio-. ¿Tanto tiempo tienes para perder que necesitas ir a llover sobre mi desfile?
El ángel sonrió.
-¿Fue justo en medio de ese asqueroso evento que querías inscribir al reto? Vaya –Se inclinó un poco al frente, como si fuera a besarlo-. No sabes cuánto me alegro.
-¡HIJO DE PUTA!
De pronto la mano de Kross convirtió su mano en la garra de un dragón negro a punto de estrellarse contra el rostro juvenil de Meriel. Este atrapó la descompunal mano dentro de la suya propia y levantó su mano dispuesto a hacer justicia por su cuenta. A sus espaldas las alas se abrían y sus puntas relucían como afiladas cuchillas. El abogado presionó un botón rojo debajo del apoyabrazos de su sillo. Hubo una explosión de luz blanca que él evadió con su antebrazo frente a los ojos.
Cuando volvió a recuperar la vista, tanto el demonio como el ángel estaban atrapados contra la pared contraria al otro, agitándo para liberarse de unas ataduras invisibles que les impedía moverse pero no hablar.
-¡A la mierda con la neutralidad! –vociferó Kross, mezclando cuatro voces enfurecidas de la historia-. ¡Te voy a matar, perro lameculos lleno de sífilis!
Los cabellos de Meriel se elevaban alrededor de la aureola en torno a su cabeza.
-¡No te tengo miedo, cabrón imbécil! ¡Maldito divo fracasado! ¿Quieres venir? ¡Aquí te espero!
-¡Pero por favor, caballeros! –dijo el abogado, poniéndose al frente de su oficina-. No vamos a resolver nada actuando así. Kross, tú fuiste el que nos llamó a los dos y, encima de llegar tarde, todavía no cuentas por qué.
-¿Y es que no es obvio, inútil? –gritó Kross, ahora con tres voces-. ¡Este tipo me lo jodió todo! ¡Estaba a unas horas de ganar el reto y de pronto vemos que tenemos el permiso expirado! ¡Y no te hagas, hipster hipócrita, tú lo hiciste! ¿Cuántas pollas te has tenido que chupar para conseguirlo, eh?
-Teníamos un trato, Kross –pronunció el ángel, todavía con el ceño fruncido aunque ya sin gritar-. Un trato que tú te comprometiste a cumplir y falló a mi favor.
-¿De qué coño estás hablando?
-¿De eso se trata? –dijo el abogado, sorprendido. Se volvió al demonio, que aún lucía amenazador con sus ojos negros sin dejar traslucir ningún color y la manga desgarrada alrededor de su miembro reptilesco. Le sostuvo la mirada de todos modos, porque así lo habían criado-. Creí que ya lo sabías. Kross, el permiso se anuló gracias a tu humano.
Kross elevó una ceja.
-¿Qué? 
-El contrato especificaba que sólo podrías  combinar el permiso de Job con el reto de Astarot si resultaba indudable que tu humano, Pedro Nicolás Beltrán, no tenía otra opción que la condena. De estar todas sus acciones dirigidas hacia un indefectible mal, y no haber salvación posible, sólo entonces serías capaz de dirigirlo como has hecho. Meriel trajo evidencia de que ha resultado ser el contrario.
Kross hizo un gesto lento de negación.
-¿Estás borracho? ¿Se han drogado con algo los últimos años los dos? Todo lo que hace ese chico se devuelve en contra de las personas. Él lo sabe, no le importa, sigue tratando. Es un festival sangriento ambulante. ¡Por eso era tan divertido de ver! ¡Por eso me molesté en protegerlo! ¿Cuándo se supone que hizo otra cosa?
-¿Sería posible que nos bajaras –dijo Meriel dirigiéndose al abogado-, Ed, para que se lo explique?
Ed le lanzó una mirada a Kross. Este giró los ojos y emitió un gruñido cavernario, como si saliera del hocico de un dragón. No obstante, su brazo entero recuperó su forma anterior y los pedazos de la manga rota volvieron a unirse mágicamente.
-Ya –pronunció.
Ed todavía esperó unos segundos para comprobarlo y luego volvió a su asiento, presionando un botón verde bajo el otro apoyabrazos. Meriel descendió delicadamente y sin problemas hasta el suelo. Kross, quien tenía pocas experiencias con esa clase de restrictiva, no supo reaccionar a tiempo y se dio contra el suelo con un sonido seco.
-A nadie –dijo, poniéndose de pie- se le ocurra preguntarme si estoy bien.
A nadie se le había ocurrido.
Los dos seres tomaron asiento, todavía atentos a cualquier intento de pelea.
-Hace un tiempo –empezó Meriel-, tu humano conoció a una mujer embarazada. Estaba llorando por un aborto que no pudo concluir y él prometió que le ayudaría con sus problemas económicos.
-Ella –dijo Kross, siseando-. Entonces era ella. Y no sé a qué viene el tema. Todo eso acabó con Valentina quemando la clínica con la desprevenida doctora adentro. Creí que ese era un punto a mi favor.
-Lo era –admitió el ángel-. Pero después de los eventos, un tiempo más tarde, Valento (quien creo que ya era Pedro para ese momento) recordó sus palabras y le envió a la mujer los últimos ahorros que tenía en forma de cheque. El día anterior al reto el cheque llegó, salvándola de una hipoteca que no podía pagar. Sin pedirle nada a cambio, sin querer inmiscuirse más en su vida. Un acto de pura generosidad. Como tú bien dices, ese fue un punto a mi favor. Tú no aceptaste la idea de que fuera posible que los hubiera, de modo que sólo quedaba la anulación de todas las condiciones. Todas.
De pronto el rostro de Kross perdió vivacidad, congelado en una expresión de desprecio general mientras mirada la madera. Había entendido perfectamente qué implicaba esa eliminación de las condiciones. De haber sido un humano con un sistema de corriente sanguíneo normal, habría palidecido en ese mismo momento.
-Ed, ¿podrías mostrarle la fotocopia? –continuó diciendo el ángel, sin regocijo ni satisfacción evidentes en su voz.
El abogado asintió y buscó en unas carpetas en el interior de sus cajones. Sacó una verde y luego separó una hoja que puso frente al demonio. Este la miró, la miró intensamente por lo que parecieron tres minutos enteros y de pronto, inexplicablemente, se echó a reír.
-¡Serán un par de hijos de puta estúpidos! –dijo, tomando la hoja y poniéndosela en las narices al hombre-. Oh, Eddy, Eddy, Eddy, por favor, dime que tú no lo controlaste antes de archivarlo. Dímelo, mi buen hombre.
El abogado se echó atrás. En boca de Kross incluso un “buen hombre” sonaba a insulto obsceno.
-Meriel lo dejó con mi asistente y de ahí procedió el contrato por su cuenta.
-Y tú tampoco te molestaste en comprobar nada, ¿cierto? –dijo el demonio dirigiéndose al pelirrojo-. Tú estuviste tan contento con poder salvar al pequeño humano que no le viste necesidad, ¿no es así?
-¿Adónde quieres llegar? –dijo el ángel, como si no fuera ya obvio.
Kross repitió la acción de literalmente restregárselo por la cara.
-Mira la firma, sagrado idiota.
El ángel la leyó de nuevo.
-¿Qué tiene?
Kross dejó caer la hoja en su regazo.
-No existe ninguna Valentena Garebalde cuya cuenta concuerde con estos números. Ese papelucho tiene el mismo valor que un pedazo de papel higiénico usado.
Meriel volvió a agarrar la fotocopia y entonces lo vio. Ninguna i estaba bien escrita y parecían unas e demasiado redondeadas.
-Si hubieras seguido a mi reina tanto como yo lo hice estos años ya sabrías que ella nunca puntea sus letras. Es un olvido suyo que el viejo que le enseñaba nunca se molestó demasiado en corregirle porque ya se sentía demasiado mal follándosela.  Mi contrato continúa vigente. Caballeros –Kross dio una pomposa reverencia antes de volverse hacia a la puerta-, pueden ir a cogerse a sus madres.
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El paciente había dejado de responder a sus medicamentos. Los intentos de ataques graves parecían haberse agravado desde la misma tarde en que tuvieron que encerrar a su compañera, bajo la sospecha de que de alguna forma se había escapado para robar a un bebé del exterior y matarlo. El tratamiento sólo había modificado un aspecyo de su comportamiento; ya casi nunca miraba por la ventana ni se ponía triste sin una razón discernible y comprensible. Gracias a ello, se lo consideraba un éxito rotundo pero decidieron continuarlo con la esperanza de poder eliminar de una vez los terrores nocturnos. Aún no lo habían conseguido.
En el centro psiquiátrico que no era manicomio todavía creían en la efectividad de la Terapia Electroconvulsiva, que no era electroshock.
Lo hacían entrar a un quirófano especial cuyos colores sugerían calma y resignación. Acostado en la camilla empezaban a aplicarle las restricciones correspondiente para evitar inconveniente. Una enfermera maternal le acaricia la mano, aunque más por costumbre que por necesidad porque ni siquiera la primera el paciente mostró síntomas de miedo. Sabía lo que iban a hacerle, se lo habían explicado cuando preguntó, y este hecho le pareció tan inocuo como si le informaran que iban a limpiar los pisos de la segunda planta. El anestesia general corre rápida y efectivamente por sus venas hasta cerrarle los ojos. Los relajantes musculares distienden el cuerpo como si ya estuviera dormido. El tubo de boca que conduce el oxígeno a sus pulmones servirá para sostenerle la lengua.
Sólo cuando están seguros de que todo está en orden aplican los electrodos entre el cuero cabelludo. En menos de cuatro minutos ya han terminado. Le dan todo el tiempo que al paciente le haga falta para poder mantenerse en pie con confianza. Luego se retira sintiéndose ligeramente mareado, pero sin idea de lo que le han hecho. A su terapeuta le confesó que desde que empezaron se sentía un poco mejor. Aunque seguía teniendo la impresión de que se estaba olvidando de algo importante.
“Es un efecto secundario normal”, le tranquiliza el hombre. No debía darle importancia. Así que el paciente se lo fue restando.
Una noche el paciente (quien ahora dormía en una habitación sin más compañeros), que se llamaba Pedro pero no era Pedro, se despertó de pronto. Alguien había entrado a su habitación y le movía el hombro suavemente. Pudo distinguir incluso en la penumbra la silueta de un montón de rizos cayendo por unas hombreras tan duras y agudas que parecían parte de una armadura. Le tomó un par de segundos discernir el rostro moreno y los ojos negros que lo miraban. Qué bonitos ojos, pensó.
-¿Quién coño ha sido? –dijo la presencia apenas tuvo su atención.
-¿Qué cosa?
-¡El hijo de puta que dijo que sería una buena idea dejarte casi calvo!
Inconscientemente, el paciente levantó la mano para sentir la falta de su cabello acariciando su cuello. Los doctores se lo habían sugerido como una manera de facilitar su nuevo tratamiento. No le había gustado, pero como no tenía clase de qué iba a tratarse el mismo, consideró que todas las precauciones eran pocas. De todos modos, era cabello, y como todo mundo sabía, volvería a crecer.
-El doctor Fontanarrosa –dijo.
-Está muerto –declaró la aparición-. Puto viejo inútil. Y seguro que apenas tiene tres pelos blancos, por eso no le importa. Muerto, jodido y enterrado.
El paciente se encogió de hombros. Ya le habían cambiado de doctor antes. El muchacho le pasó la mano por su nuca revelada.
-Y tú que lo tenías tan… Argh, no hay derecho. Vámonos -dijo el muchacho, quitándole las sábanas de encima. Era una noche calurosa. Extrañamente calurosa. De pronto el paciente percibió el aroma de algo quemándose en el aire.
-¿Qué pasa?
-Nos vamos a casa.  ¿Puedes correr?
El paciente se colocó las pantuflas, aunque sus manos en realidad le temblaban. Esas palabras habían hecho algo en su interior. Sonaba a una magnética melodía que volvía a descubrir. Tampoco sentía ningún miedo respecto al joven. Era como si ya lo conociera de antes, de algún sueño que no podía ubicar. El muchacho se movió hacia la puerta y se la mantuvo abierta. Vestía un estrafalario traje en blanco y negro que a un conocedor de cultura general o de rock podría asociar con los miembros de Kiss. El muchacho lo miró de arriba abajo con algo que identificó como pena.
Le dolió verla.
-¿Qué mierda han hecho contigo?
-¿Vamos ahora a quedarnos en casa? –preguntó el paciente con su voz más minúscula, la más parecida a la de una niña sola y asustada que podía hacer dadas sus circunstancias físicas-. ¿Y tú te vas a quedar conmigo?
El otro suspiró.
-Mente frágiles sin alma –murmuró para sí y asintió-. Sí. Yo y otros nos quedaremos contigo.
-¿Para siempre? –preguntó el paciente, comenzando a llorar-. No quiero estar sola aquí ni en otra parte.
-Ya lo sé –dijo el otro y se acercó para extenderle la mano, como un adulto responsable frente a una criatura a la que tenía que guiar al otro lado de la calle. Una corriente de humo negro estaba empezando a deslizarse por las paredes. El calor aumentaba. Era agradable variar de entre las noches de frío sin calefacción-. Nos iremos a casa y estarás bien. Vas a volver a como estabas antes. Este es sólo un mal período pero lo arreglaré. No te dejaremos sola. Vas a estar conmigo para siempre. ¿De acuerdo?
El paciente sonrió entre lágrimas aceptando el gesto.
-De acuerdo.
La zona este de la planta baja estaba consumida entre llamas. En su descenso por las escaleras el muchacho se cruzó con un hombre que el paciente nunca había visto. Cargaba dos tanques de gasolina en cada brazo.
-¿Qué le pasó? –preguntó el hombre, mirando al paciente.
-Hazme un favor y busca a un tal doctor Fontanarrosa que trabaja aquí –dijo el muchacho-. Dile a los chicos que se diviertan con él pero me dejen algo para el final. Esto es culpa suya.
-Dalo por hecho –acordó el hombre, subiendo por las escaleras.
Ellos dos continuaron caminando hasta el exterior. Curiosamente, a pesar de ser noche, nadie estaba en la sala viendo televisión, merodeando o buscando a un compañero enfermero para conversar. El lugar parecía completamente desierto. Atravesaron las puertas ya abiertas. Al mirar atrás el paciente vio el rojo enviándole saludos desde las ventanas reventadas y un violento estremecimiento lo recorrió. Por unos segundos le faltó la respiración.
-¿Kross? –dijo como si de pronto se le ocurriera la palabra.
Todavía era una voz de niña saliendo de una cara de nena. El susodicho sonrió.
-No se preocupe, Su Majestad, sigo aquí. Y no pienso irme a ningún lado.

Fin

 “Forget your singalongs and your lullabies
Surrender to the city of the fireflies
Dance with the devil in beat with the band
To hell with all you hand-in-hand
But now it's time to be gone  forever
Forever”
-Queen


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