domingo, 26 de enero de 2014

Carlos Enrique Sadivar



                                          El castigo




Elisa había perdido toda esperanza, su situación era inaguantable. Había padecido vejámenes desde niña; primero mediante su padre, quien la violó desde que ella tuvo uso de razón. Cuando este terrible sujeto fue condenado a cadena perpetua por asesinar a dos chiquillas, su madre se convirtió en su peor enemiga. Elisa fue golpeada, humillada e insultada. Las peores escenas que recordaba de su infancia eran aquellas en las cuales su progenitora le daba de bofetadas por el simple hecho de mirarla a los ojos. Muchas veces su mamá la agredió en la calle, en frente de personas conocidas y extrañas. Por eso huyó de esa vida insufrible el día que cumplió quince años.
Sabía que tenía de alternativa la vía de la prostitución, sin embargo decidió ganarse el pan de un modo decente; no poseía belleza ni inteligencia, le restaba entonces trabajar lo más posible para poder ahorrar y forjarse un mejor futuro.

Al cumplir los dieciocho años, conoció a un muchacho. Al principio todo iba bien, pero cuando este comenzó a pedirle dinero, ella supo que ya todo había terminado. Luego llegó otro joven a su vida, violento e irascible, le recordaba a su papá. Se obsesionó con Elisa hasta el punto de darle una paliza que casi la mató. El agresor fue detenido y enviado a prisión. El tercer hombre con el cual tuvo una relación fue el peor de todos, ella contaba veintitrés años y se enamoró profundamente de él, quien le hizo creer que el sentimiento era mutuo, no obstante, la engañaba con otras mujeres. No hizo falta que Elisa le pidiera terminar la relación, el infeliz ya se había marchado lejos con el dinero que le había robado a ella de su cuenta bancaria, la chica nunca supo cómo le habían tendido esa trampa, quizá tuvo que ver el documento que había firmado aquella vez, aunque lo había leído. Qué estúpida fue. Un año de relación contigo, maldito, ¿y me hiciste eso? ¿Cómo fuiste capaz?

La profunda depresión le impidió trabajar y fue despedida. El poco dinero que le quedaba se iba agotando. Adoptó un cachorro de perro, lo llamó Iván, este le ayudaba a mitigar su pena. Empero, se dio cuenta de que estaba pasando el tiempo y su vida se convertía en una especie de cepo, donde ella permanecía enganchada desde las piernas. Se puso a pensar al respecto, quizá había seres humanos a los cuales no les sonreía la vida, a quienes la mala fortuna golpeaba una y otra vez. Elisa no tenía amigos, en toda su existencia había sido incapaz de forjar una amistad. Pasó el tiempo y no conseguía trabajo, se dedicó al reciclaje y eso le permitía, al menos, comer y tener un techo bajo el cual cobijarse.

Poco antes de cumplir los veinticinco años comenzaron los dolores en su espalda, se preocupó, no tenía seguro social. Usó parte de su escaso dinero para ver a un médico, el cual le dio la escabrosa noticia: tenía una enfermedad degenerativa, incurable, no era mortal, pero tendría que someterse a complicados tratamientos e ingerir todo tipo de medicinas. El dolor iría en aumento, aunque si se cuidaba podría tener una vida tolerable. Elisa casi enloqueció de la rabia, ¿cómo podría salir adelante así? No podía pagar nada más que unos simples calmantes cada día. Pasaron las semanas, meses, su espalda le dolía, no podía andar grandes distancias, ni siquiera conseguía dormir bien, se sentía apesadumbrada. No tenía a nadie a quien recurrir. Habría de seguir batallando hasta que no pudiese más, sin embargo ¿seguir para qué? No, debo desechar esos pensamientos destructivos, al menos tengo a Iván, es mi leal compañero. Ella continuó en esa batalla incesante, hasta que un día casi no pudo levantarse del camastro. Esa misma mañana su casera le tocó la puerta del cuartito donde vivía para decirle que se vendería la propiedad y los inquilinos tenían hasta fin de mes para marcharse. Elisa no pudo salir esa noche ni a la mañana siguiente; recién al atardecer comió un poco de arroz con huevo e intentó seguir con su rutina. Se dirigió al acostumbrado basurero y encontró a Iván muerto, lo habían golpeado hasta asesinarlo, sobre su cuerpo peludo había unas inscripciones con pintura roja, unos pandilleros, de seguro. Cargó el cadáver hasta su habitáculo, durante el trayecto tropezó varias veces, la gente que pasaba no se inmutaba ante su presencia, cada persona es un universo, y el mío es aberrante, escalofriante. Una vez en su recámara situó al fenecido can sobre su cama, y salió una vez más, haciendo un extraordinario esfuerzo, hacia la botica de la esquina. El poco dinero que tenía sería suficiente para comprar la solución a todos sus problemas. Por fin cesarán los dolores físico, mental y espiritual. Cayó sobre su lecho, se acomodó junto al inerte animal y se bebió el coctel de pastillas. Así debe ser, una muerte dulce, durante el sueño; basta ya de tanta amargura, ya he resistido demasiado, no existe ningún dios y, de haberlo, es un malvado, un monstruo que goza torturando lentamente a las víctimas que escoge al azar. Abundantes lágrimas recorrieron sus mejillas. Se sintió abobada, como en un suave carrusel, la fatalidad estaba haciendo efecto; poco a poco se durmió. Su último pensamiento fue: ya no sufriré más.

Despertó. Todo estaba negro. ¿Sera de noche? Se fastidió, no había funcionado, todavía seguía consciente, aún permanecía en ese infeliz mundo humano. Se puso de pie y caminó, ya no le dolía la espalda, qué extraño. Veía algunos destellos de luz delante de sí, el ambiente olía a excremento. Se dio cuenta de que estaba desnuda y pisaba un suelo frío y rocoso. ¿Dónde diablos estoy? Sintió que la abrazaban, se aterró, tentáculos surgieron debajo de ella, algo le mordió en el hombro. Una cosa viscosa se metió en sus genitales y comenzó a destrozarla por dentro. Dos garras se clavaron en sus senos y le provocaron el peor dolor que había percibido jamás. Otro algo le lamió la cara y se la quemó, parecía ácido. Elisa chilló y se debatió. Nunca descubriría dónde se hallaba ni que jamás podría escapar de ahí, permanecería en ese horripilante sitio para siempre, padeciendo execrables tormentos.

Porque se había suicidado. Y esto era el Infierno.



 Lima, marzo de 2009
Ilustración enviada por Hana Perntová

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