martes, 10 de diciembre de 2013

Eva Marabotto





Temporada de lluvias 

Entonces llegó la lluvia y con ella los hombres desempolvaron sus odios y exhibieron sus peores mezquindades. No sucedió el primer día, ni el segundo, ni siquiera el decimoctavo. Pero ocurrió en algún punto indefinido de aquel tiempo de niebla y llovizna pertinaz que había sumido a la ciudad en una continuidad de relámpagos y agua que anegaba las calles, se adueñaba de los sótanos y pugnaba por meterse en casas y comercios.



            Así fue como afloró la maldad. Al principio sutilmente, apenas una zancadilla a otro pasajero para lograr el único taxi desocupado de la parada. Luego, de modo desembozado, en una marea humana pugnando por subir al colectivo a los codazos o una violenta esgrima de paraguas en las veredas más angostas. El caso es que la lluvia constante exacerbó el malhumor colectivo y las pasiones no tuvieron freno.



            Cierto que en cada barrio y cada café algún entusiasta del mal tiempo aseguraba que se sentía a las mil maravillas porque adoraba la melancolía del tiempo gris y las vidrieras cuajadas de gotas. Pero los émulos de Gene Kelly dispuestos a cantar bajo la lluvia fueron los menos y más de uno recibió un golpe o unos paraguazos por ofender a los demás con su optimismo exagerado.

            Alguien recordó una época semejante en algún pueblo lejano en la que las lluvias duraron cuatro años, once meses y dos días y cuando terminaron los niños nacieron con cola de cerdo. Pero la mayoría desdeñó esas fantasías producto del ensueño de un colombiano y prefirió confiar en los hombres de ciencia dedicados al tema.

            Los meteorólogos sumidos en el malhumor generalizado rivalizaron entre sí por ver quién tenía el pronóstico más pesimista. Que la Corriente de la Niña y la influencia de la tala de los bosques, generaron una masa de agua interminable, profetizó uno. Otro alegó algo sobre el calentamiento global y auguró una lluvia eterna hasta el fin de los tiempos. El más místico argumentó un castigo de Dios y anunció que aquel aguacero terminaría con la ciudad que quedaría sumida en un océano de barro y desperdicios.

            A ninguno le creyó la ciudadanía, convencida cada atardecer de que sería el último de llovizna y nubes grises. Resignada cada mañana al ver el cielo encapotado y los chaparrones constantes. Después de escuchar el boletín meteorológico o atisbar el otro lado de la ventana, llegaban las discusiones, los gritos y el malhumor.

            Hasta que sucedió lo de aquella muchacha. Vivía en el lado este y había llegado al centro para trabajar. Su paraguas se había roto y por más que buscó en las tiendas no logró ningún elemento para reemplazarlo. Un vendedor misericordioso le contó que paraguas y sombrillas habían desaparecido con las primeras lluvias, y les siguieron los pilotos, las botas y los impermeables, aún lo que ya habían pasado de moda.

            La muchacha se contentó con una bolsa de residuos colocada malamente sobre su cabello negro y lacio. Y así anduvo todo el día, mientras hacía trámites para su jefe, recorría los bancos en los que la gente esperaba en la vereda, bajo el chaparrón, y mordisqueaba su almuerzo mientras recorría los pasillos de un Shopping ya que no podía permitirse sentarse en una de las mesas de los coquetos restaurantes del paseo.

            Al atardecer corrió con la multitud hacia la estación de trenes, entre codazos, pisotones y gritos. Nadie quería ceder el mínimo espacio en la porción de vereda protegida por los toldos de los negocios y los aleros de los edificios. Pero aquella muchacha necesitaba volver a su casa. Estaba cansada y mojada. Había sido un mal día y necesitaba el abrazo de su novio.

            Decidió cruzar por la mitad de cuadra para acortar distancias y llegar antes a la estación de trenes. El pavimento estaba resbaladizo y la lluvia empapaba su ropa y su pelo, aún debajo de la bolsa que llevaba por todo abrigo. No le importó ver que en la esquina el semáforo peatonal titilaba. Se lanzó a la carrera envuelta en la llovizna y la bruma de una tarde gris.

            El chofer del auto último modelo que llegaba por Caseros miró con cuidado en la esquina atestada de gente que esperaba el cruce. Estaba volviendo a su casa y no quería tener un disgusto. Con la luz a su favor avanzó y no llegó a ver a la muchacha que cruzaba en la mitad de la calle. Sintió un golpe y un mar de gente que se le venía encima desde la esquina.

            Se bajó aturdido por los gritos y los insultos. Mientras esquivaba algunas piedras y golpes sin entender demasiado vio a una muchacha, cubierta malamente con una bolsa negra, sobre el pavimento mojado. No se movía. Lo sorprendió percibir que ya no llovía. Alguien, a su lado, habló de una víctima propiciatoria. Entonces recordó los augurios de uno de los meteorólogos.


                                     


 

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