miércoles, 11 de julio de 2018

Cristian Javier Ambrosio

AQUEL LUGAR DONDE TODO ACECHA.






El miedo pone en alerta ocultos mecanismos de mi mente. 


La habitación me es desconocida y no sé cómo llegué aquí ni en qué momento.  En un acto reflejo hago un reconocimiento rápido del lugar. El abandono data de mucho tiempo, y es algo que se puede saber nada más dar un ligero vistazo. Aunque estoy solo, temo por la seguridad de los míos. Al enfrentar un miedo, uno siempre sabe que no quiere eso para sus personas queridas. 


La penumbra es una entidad que reina sobre todo. Una tenue luz amarillenta proviene de alguna fuente que no me molesto en ubicar, aunque pareciera filtrarse por alguna grieta que está por encima de mí. La reverberación trae hasta mis oídos un goteo, lento pero persistente. A mis espaldas, aunque extrañamente aún no he mirado hacia allí, sé que existe una salida, o al menos un pasaje a otro ambiente. Una gran cama domina la pequeña estancia en que estoy, y hay un estrecho espacio para moverse entre este mueble y la pared, a ambos lados y a los pies, pero no detrás de la cabecera, que está apoyada. 



Todo es húmedo y pegajoso, hay un vaho nauseabundo en el que se advierte un fuerte predominio de corrupción, probablemente de cadáveres de pequeños animales, quizás ratas, no muy lejos de donde estoy. 


De repente, un movimiento en la cama rompe la gélida quietud. En el revoltijo de mantas carcomidas, mis ojos buscan nerviosos el lugar del que provino la agitación, y nuevamente se produce. Advierto que lo que se mueve es lo que tomé por una almohada... ¿Acaso es otra cosa? 


A mi alcance tengo un trozo de madera roída y ablandada, cerca de mis pies. Lo levanto con repugnancia, sin apartar la vista de la cabecera de la cama, y lo uso para tocar lo que todavía creo que es una almohada, punzando breve pero firmemente. 


Y contemplo, horror de los horrores, que a medida que toco, los movimientos que observé se multiplican convulsivamente y lo que parecía una almohada comienza a perder su forma. De un extremo abierto de la tela, que sólo era una funda, sale en profuso tropel una confusa masa de ciempiés, arácnidos de todo tipo, roedores y vagas formas animadas que no reconozco. No tardo en advertir que precipitadamente esta odiosa ola viviente se derrama, sumergiéndose en la oscuridad que hay debajo de la cama; me toma poco tiempo reparar en que, debido a la estrechez del cuarto, parte de mis pies está debajo de ese mismo lecho maldito. 

Corro desesperadamente a la puerta que está detrás de mí, sin volverme a mirar y sin otro propósito que alejarme de ese nido de alimañas. 


(Este es un sueño que tuve hace un tiempo. Desperté con una sensación de desagrado, que duró poco.)



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