miércoles, 5 de octubre de 2016

Cristian Javier Ambrosio






Anoche, en la hora de las sombras
cuando todo es quietud sepulcral,
cavilando en callados horrores,
doce campanadas sentí repicar.

En mi cama, en la casa, en el mundo,
parecía gran calma reinar.
Mas nunca me fié del silencio,
viejo preludio de toda tempestad.

Y una vaga impresión, súbitamente,
de antiguos tormentos los rescoldos avivó.
Poco a poco hizo carne en mi mente
un negro presentimiento que ya no me dejó.

Supe que aquel día era el fijado
por arcanos designios del mal,
que vendría, con su rostro más odiado,
los despojos de mi cuerpo a buscar.

De repente lo oí: imperceptible,
más no para el presagio que había en mí.
Sonidos reptantes, poco audibles,
viscosidad desplazándose, un gemir...

El miedo mordió mi carne trémula,
mientras el mal sin rostro oí avanzar,
lentamente, con vahos putrefactos;
lentamente, pero sin descansar.

Tornóse helado el aire circundante,
y en las tinieblas vagas formas percibí.
Junto a mi lecho, sapos, sierpes, expectantes,
oscuros heraldos del Maligno eran aquí.

Y como ocurre al náufrago que nada
del destino podría ya esperar,
así cobré valor en la hora aciaga
y me dispuse a los abismos enfrentar.

De un salto me adueñé del negro espacio,
cientos de insectos y reptiles aplasté,
y buscando hallé bajo la cama
antiguo cofre que olvidado un día dejé.

Allí, el puñal forjado por los Sabios,
pieza de un arte supraterrenal,
aguardaba desde antiguo ser llamado
a su poder terrible liberar.

Mi mano ya no volvió a ser mía,
en el instante en que instrumento me volví
de una ancestral y prehumana profecía,
que encontraba aquella noche su fin.

Y como se acometen las empresas más odiosas,
que prontamente se quieren terminar,
así me lancé hacia las sombras pavorosas,
presto a morir, mas nunca sin luchar.

Fuera de mi cuarto hallé silencio.
El universo parecía inalterado.
Y una duda asaltó mi pensamiento:
¿y si todo aquello había soñado?...

Pero el puñal en mi mano fue certidumbre
de una fuerza que, ajena a mi razón,
inminente, acechante, se cernía
como una sombra creciendo en derredor.

De pronto lo vi, al menos fugazmente:
indescriptible en su corporeidad,
repulsivo amasijo tremulante,
palpitantes fauces por millar.

Horror parido en el seno de la mugre,
cubierto de llagas que resuman fetidez,
allí lo vi un instante, y luego supe
que mi destino era enfrentarme a ese ser.

Amorfo era, mas no por ello lento.
En un segundo lo tuve sobre mí.
La eternidad cupo en un momento,
mi hora postrera allí mismo presentí.

El dolor lacerante de mi carne
macerada por ácida reacción,
me devolvió al presente un instante,
el suficiente para obrar sin dilación.

Sujeto firmemente en mi mano
el cuchillo ritual tenía aún.
Parecía tener conciencia propia,
mi brazo dirigió con prontitud.

Y dotado de extrañas nuevas fuerzas
asesté un violento embate que dejó
a la horrenda criatura tambaleante,
y de encima de mi cuerpo al fin salió.

Sin dudarlo, acometí de nuevo,
mi victoria inicial me dio el valor.
Y descubrí, horror de los horrores,
que de las sombras otro ser apareció.

Y luego otro, y más allá un tercero,
hasta que tan rodeado yo me vi
de funestos endriagos, que en mi fuero
interior, en el averno me creí.

Cuando se pierde la esperanza, el coraje
toma partido y arremete sin piedad.
Así ocurrió en mi hora más sombría,
que al abismo le gané con un puñal.

Luego de un rato (¿un siglo? ¿Unas horas?),
me hallé en medio de cruenta mortandad.
Masas que fueran demonios palpitantes,
yacían inertes como bultos al azar.

Más cuando ya creía haber vencido
a los crueles ejércitos del mal,
un horror supremo me aguardaba,
burla reservada para el final.

La aurora comenzaba tenuemente
a ganarle espacio a las tinieblas,
poco a poco, inundando el firmamento,
la luz borró de la noche la mueca.

Y allí, me cuesta aun escribirlo,
dispersos, en las poses del final,
no hallé a los seres que hace poco combatiera:
¡Mis familiares ocupaban su lugar!

Y comprendí el alcance del poder
que tiene el mal cuando arrasa sin piedad:
si cumplir su destino se le impide,
forma de vengarse encontrará.

Supe en aquel mismo momento
que la hora era llegada para mí.
Mejor ponerle fin a los tormentos
con el puñal, que una eternidad sufrir.

Esto dejo como todo testamento:
una historia de dolor y de maldad.
Caminante, no te enfrentes a lo eterno
que vive tras las sombras sin final.

El mal tomará el rostro de tu rostro,
la sangre ceniza se volverá.
Y tú estarás maldito para siempre
y ya nada el sortilegio romperá.

Anoche, en la hora de las sombras
cuando todo era quietud sepulcral,
cavilando en callados horrores,
doce campanadas sentí repicar...

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