lunes, 1 de septiembre de 2014

Paulo Manterola



El viejo
por Paulo Manterola  

Estaba sentado en su escritorio de trabajo, al fondo del local, ocupado –como de costumbre– en algún pedazo de chatarra al que tal vez pudiera encontrarle algún uso o fin que solamente él sabría valorar. El lugar era grande, amplio; no tenía muchas divisiones. Frente a la puerta que daba a la calle, a unos metros, estaba el mostrador donde se atendía a la clientela. Detrás de este, había un cuarto pequeño que funcionaba como cocina y, al lado, el baño. A un costado, se extendía un largo y ancho pasillo que llevaba al escritorio, su mesa de trabajo, donde pasaba la mayor parte del tiempo. Ya era pasada la medianoche. Una pequeña, débil luz parpadeaba sobre sus manos; todo el resto del local estaba a oscuras.
Sería una noche inusual, de todas formas.
Al oír a alguien tocando la puerta del frente, el viejo levantó la vista sobresaltado; aunque no podía distinguirse una figura precisa entre tanta oscuridad, la silueta esfumada tras la puerta le era familiar. ¿Quién podría querer arreglar un reloj o una cocina eléctrica o una radio a estas horas de la noche?, pensó. Un despertador quizás, si acaso se tratara de una verdadera emergencia, algo impostergable. Pero él no creía ya en ese tipo de supersticiones. Tomó el bastón que tenía a un costado de su silla y, cojeando un poco, se acercó a la puerta con un júbilo algo bastante mesurado para recibir a aquella visita inesperada.
¡Buenas, mi amigo! ¿Cómo anda usted?
Al viejo se le encendieron los ojos y estrechó al hombre entre sus brazos. Aunque le sentaba bien pasar horas y horas en soledad, a media luz, trabajando en cosas inútiles, la visita de su amigo era más que bienvenida y oportuna:
  • No me quejo, no me quejo. Pero ¿qué te trae por acá a estas horas?
El otro se sonrió mientras le sostenía la mirada.
 No podía dormir, como de costumbre. Todavía no me enteré que estoy grande para trasnochar de esta forma. Pero vos no cambiás más, Diego, querido. Pasé por tu casa y me dijo Clara que todavía estabas acá en el taller.
 Sí, pobre Clara. Es una mujer tan buena y yo, cada vez que puedo, la dejo sola.
 Sí. Pobre Clara —replicó Ariadno.
El viejo no quería reflexionar más de lo necesario en eso, ya no. Y menos con él. De modo que le hizo a su amigo un ademán para que pase y cerró la puerta tras de sí.
 Tengo algo que contarte, ¿sabés? Es una de esas curiosidades de las que a vos te encanta hablar y debatir —dijo Diego con excitación, rompiendo con la melancolía que brotaba en el aire— ¿Querés algo para tomar mientras?
 Lo mismo de siempre, mi estimado.
 Muy bien. Sentate nomás. En un rato, estoy.
El viejo se alejó, aquejado un poco por el cojeo, encaminado hacia el pequeño cuarto del taller, que estaba detrás del mostrador. El cuarto constaba de una pileta, una pequeña cocina, una heladera portátil y una mesada improvisada. Ariadno se dirigió hacia el fondo del local, el único rincón donde había algo de luz, tomó asiento y se puso a examinar las cosas que había sobre el escritorio. Además del artefacto en el que minutos atrás había estado trabajando su amigo, había unos manuscritos que llamaron su atención. Los tomó y comenzó a hojearlos con detenimiento y curiosidad. Mientras tanto, Diego seguía en aquel cuartito destinado a los quehaceres cotidianos del taller, preparando las bebidas. Como todo lo que hacía, esto era algo científico, metódico para él. Las medidas precisas de cada elemento, en el orden en que debían ir, según sus parámetros. Lo disfrutaba mucho.
Luego de unos minutos, se reunió con su amigo en el escritorio.
 Listo. Acá lo tenés —dijo Diego presentándose con ambos vasos en una mano, ya que con la otra se apoyaba en su bastón. Ariadno tomó el suyo rápidamente, dándose cuenta de la dificultad de este. Luego le dijo:
 Esto es más que interesante, ¿sabés?
Diego vio los manuscritos en su mano y se rió entre dientes.
 No, no. No era esto de lo que quería hablarte.
 ¿Y de qué se trata esto? —replicó Ariadno, divertido, agitando los papeles.
 Esos escritos no me pertenecen.
 ¿A quién entonces? —preguntó.
 A una chica que conocí hace mucho tiempo. Los dejó en mi casa el último día que la vi, hace mucho mucho tiempo. Estaba pensando en reenviárselos, corregidos. La verdad es que ni siquiera sé si todavía vive: imaginate el tiempo que pasó. Pero, bueno, me dedico a eso, ¿no? Tal vez, después de tanto tiempo, sepa apreciar el detalle —dijo el viejo, sonriéndose, mientras se acomodaba en la silla con esfuerzo y un leve lamento.
 ¿Hace cuánto tiempo fue esto?
 Cuando éramos jóvenes —se rió—. Más jóvenes que ahora, sin dudas.
 ¿Te acordás su nombre?
 Si mal no recuerdo, era Victoria.
 Sí. Victoria. —Ariadno se llevó una mano a la cabeza y comenzó a rascarla, jugando. Se quedó en silencio por unos instantes. Diego lo miraba expectante— ¿Sabés? Yo recuerdo estos escritos. De hecho, también estoy comenzando a recordarla a ella también.
 ¿La conociste? —preguntó el viejo, sorprendido.
 Sí, sí. Antes que vos tengo que suponer.
 ¿Por qué? —inquirió este, algo molesto e incómodo con el giro que había tomado la conversación, aunque incapaz de disimular la curiosidad, los celos— De todas formas, no era de esto de lo que te quería hablar, sinceramente. Pero, decime: ¿cómo la conociste entonces?
 Fue hace mucho tiempo, la verdad. Vos sabés…
 Sí, sí, lo sé. Quizás tampoco quieras hablar de esto: era una chica complicada. —Ambos se sonrieron. ¿Y quién no lo es?, pensaron— Pero ahora que veo esto, creo que la protagonista de uno de los escritos se parece mucho a cómo era ella: el de los sueños progresivos. La chiquita con el cuaderno de notas. ¿No te parece? Es decir, llegué a la conclusión de que, en ese cuaderno, la chiquita iba anotando los momentos en que los grandes sucesos de su vida deberían ir aconteciendo, como una agenda. El problema es que la vida es algo impredecible y las cosas que nos pasan no dependen solamente de nosotros. Digo, en gran parte sí lo hacen, pero hay una gran cantidad de otros factores que apenas si podemos contemplar. Por eso la chiquita lo miraba tan desconcertada, aquel cuaderno: porque se borraba y se escribía solo a cada momento. Ella siempre estaba tratando de esquematizar todo, su vida, sus proyectos, poniendo plazos y fechas. Y ahora me pregunto cuándo fue que se le habrá hecho pedazos ese cuaderno, a Victoria me refiero, claro. Habrá sido un momento horrible y glorioso al mismo tiempo para ella.
Ariadno sonreía mientras recordaba. Diego no decía nada. Algunas emociones y viejos recuerdos se revolvieron en su pecho y lo acongojaron, pero logró controlarlas.
 Tal vez la conociste mejor que yo —dijo este, dándole el primer sorbo a su bebida— No entiendo cómo pudiste sacar esa conclusión en tan poco tiempo.
Ariadno lo imitó, dando un trago largo.
Entre la oscuridad que llenaba los espacios, el aire se había entrecortado. Al viejo le costaba disimular su desconcierto y su amigo se daba cuenta de todo esto:
 Esta pieza en la que estás trabajando parece el corazón de un autómata.
 No lo es, ciertamente —dijo el viejo, esbozando una sonrisa fingida, tímida, tratando de salir de la melancolía una vez más.
 Hace poco escuché una historia de lo más curiosa relacionada a esto que te menciono.
 Ah, ¿sí? —comentó Diego con poco interés. Pero antes de que tuviera posibilidad de cambiar de tema, el otro ya había comenzado su relato:
 En el siglo XVIII, un ingeniero, un genio científico, fanático de la electricidad –un artista en realidad, para hacerle justicia–, cuyo nombre no viene a colación, algo loco, oscuro, construyó un autómata. Esta máquina, que no era más que pedazos de metal soldados y cables, imitaba a la perfección la figura, los movimientos y los gestos de un ser humano. Por supuesto que no tenía voluntad, alma si querés. Seguía siendo un pedazo de metal, técnicamente. Carecía de la facultad de sentir, emocionarse, aun contando con un corazón fuerte y saludable, como es esta pieza que está entre nosotros.
 Un corazón en sentido figurado, claro —agregó Diego, un poco más relajado, dejándose llevar por el efecto de su bebida y por la historia que su amigo estaba desarrollando de a poco, con un talento que siempre envidió.
 Seguro, no hace falta aclarar —contestó Ariadno, con una sonrisa entre los labios, y prosiguió—. Las emociones, los sentimientos, no tienen nada que ver con el corazón, el músculo en sí mismo: están relacionados a la psiquis. Por más inteligente que sea un mecanismo artificial, no podría acercarse siquiera a la complejidad que representa nuestro cerebro. De todas formas, no se trata simplemente de eso. Este autómata tenía una facultad extraordinaria que nadie nunca quiso o pudo explicarse: hablaba. Y no solamente eso: sus palabras eran sabias, acertadas. La gente que sabía de su existencia, pagaba a su dueño para ir y hablar con nuestro amigo de lata, le pedía consejos, le hacía preguntas sobre lo que le deparaba la vida, el destino, como quieras llamarle. Y ¿sabés qué es lo realmente curioso de todo esto?
 ¿Qué es? —preguntó Diego divertido, algo intrigado.
 Siempre daba la respuesta correcta. No se equivocaba. Nunca.
Ariadno hizo una pausa antes de volver a hablar. Diego aguardó sin decir nada, expectante. Sabía cómo era su amigo: todavía faltaba más.
 ¡Daba consejos! Sabios, buenos consejos. ¡Imaginate! ¡Una máquina, unos pedazos de metal unidos por cables, un ser sin alma ni capacidad emocional, intelectual o intuitiva, aconsejando a unos pobres seres humanos desesperados!
 Me cuesta un poco creer todo eso. ¿De qué libro lo sacaste? —dijo el viejo, dándole un trago largo a su bebida e inclinándose hacia adelante sobre el escritorio.
 Sí, es extraño. Pero es verdad. Sin embargo —retomó Ariadno, haciendo otra pausa—, supongamos que hubiera algún truco.
 Eso sería un poco más lógico quizás.
 Pero no lo es —replicó Ariadno sonriente—. De todas formas, supongámoslo. Quisiera saber qué dice tu razonamiento lógico a todo esto, ¿te parece?
Diego asintió y se reclinó sobre su asiento nuevamente:
 Probame.
Ariadno se rió y le dijo:
 ¿Tenés idea de por qué las personas iban a verlo y a hablar con este autómata?
 ¿Por qué? —increpó el viejo, sin intención de hacerle notar que ya lo había mencionado hacía unos minutos, dándole el gusto a su amigo para que se explayara sobre este tipo de curiosidades asombrosas e inevitables de la vida que a él le fascinaban.
 ¡Porque siempre daba la respuesta correcta! —gritó Ariadno con un suspiro triunfal mientras se echaba hacia atrás en su asiento con las manos en alto, como si estuviera sosteniendo a una criatura, con una enorme sonrisa en la cara.
Diego se quedó mirándolo, esperando. Luego, Ariadno retomó:
 Suponiendo que hubiera algún truco, ¿cierto? ¿Cómo es posible que siempre tuviera la respuesta correcta? Siempre. Para cada persona. ¿Cómo puede predecirse eso? ¿Cómo puede ser que no haya fallado aunque sea una sola vez?
 Realmente no sabría decirte —dijo el viejo con menos interés en descubrir la respuesta que en escuchar de la boca de su amigo algún discurso encantador, mágico.
 Sin embargo, hay una respuesta lógica atrás de todo esto. Después de mucho tiempo, llegué a verla. Es tan simple, Diego, tan hermoso todo esto.
 Decime entonces.
El viejo tomó otro trago largo, tratando de seguir fingiendo que lo divertía.
 En cada pregunta que hacemos, todos, cualquiera de nosotros, ya tenemos el noventa por ciento de la respuesta ahí mismo, en la misma pregunta. Fijate en esto. No es lo mismo preguntar: ¿Dios existe?, que preguntar: ¿Dios no existe? No es lo mismo preguntarnos: ¿Será verdad tal cosa?, que preguntarnos: ¿Será mentira tal cosa? ¿Te das cuenta? Uno no busca la verdad en las preguntas que se hace, sino que busca un convencimiento, una confirmación de algo que ya intuye o ya da por verdadero, pero no tiene el valor de aceptarlo. Uno siempre va a creer lo que esté preparado a aceptar en el momento en el que deba hacerlo, no más. Todas las cosas que sabemos, ya sean muchas, ya sean pocas, sobre el mundo, sobre nosotros mismos, sobre los demás, a lo largo de nuestras vidas, a todas podemos intuirlas, nuestro conocimiento de estas es anterior a nuestra percepción, a nuestra propia aceptación de las mismas; solamente en el momento en que estamos preparados para aceptar esas verdades –entre comillas–, podemos decir que las sabemos, en ese momento en el que podemos aceptarlas como tales y nunca en otro, jamás.
Diego se rascó la cabeza. Ya no lo miraba a Ariadno. Tenía la mirada fija en el escritorio, en los papeles. Pensaba, meditaba, buscaba recuerdos, trataba de iluminarlos con estas palabras reveladoras. Todas las preguntas que quedaron sin responder sobre Victoria. Todas las preguntas que nunca se animaría a hacerle a su esposa. Todas las noches en que la dejaba sola. Las mujeres nunca están solas, alguna vez se dijo. La soledad de Ariadno. Una soledad serena, plácida. La soledad de quien sabe que ya nada hay que otro tenga para ofrecerle. Bah, mentiras. Un sociópata, eso es lo que era tal vez. Se sentía desolado ahora:
 De todas formas, sería lindo creer que hay algo de magia en todo eso, en algún lugar de este mundo, en algún momento de nuestra vida —dijo Diego, de repente, para tratar de salir de esa introspección en la que se había hundido.
 ¡Y así es, Diego! —gritó entusiasmado Ariadno— La magia está en el propio engaño al que nos sometemos y no otra cosa. Fuera la respuesta que fuese, la respuesta siempre sería la correcta, porque las personas escuchan lo que quieren que les digan, solamente eso, y lo interpretan como quieren. La respuesta no importa en realidad.
Ariadno hizo una pausa. El viejo no dijo nada, estaba aplastado en su silla, reflexionando.
 ¿Querés saber cómo lo hacía? —preguntó Ariadno divertido.
 ¿Qué cosa? —repuso el viejo, distraído.
 ¿Cómo logró este ingeniero llegar a esto que te digo?
 ¿Cómo fue? Decime.
 Basándose en el lenguaje, en la combinación de las palabras, como sistema de símbolos, asociándolos en contenidos sensoriales. El lenguaje no es más que un fenómeno de encadenamiento de símbolos, que depende de los propios símbolos y de la actividad humana simbólica. Este ingeniero (ahora ves por qué digo que era un artista) elaboró un mecanismo que pudiera identificar y diferenciar ciertos símbolos de otros, una descomunal cantidad de símbolos, imitando la capacidad humana para utilizarlos, generando diferentes cadenas isotópicas, desde miles de grupos hasta llegar a un mínimo de dos: un grupo positivo y otro negativo. Sobre la base de esto, el autómata elaboraba la respuesta que le resultara satisfactoria a quien fuera que le hablara.
Ariadno estaba a punto de explotar de la excitación que le generaba simplemente explicar todo aquello. Lo maravillaba realmente.
Diego no sabía bien qué decir. No tenía muchas ganas de decir nada.
 La verdad, es asombroso —dijo, de todas formas, mientras jugaba con unas hojas.
 Ciertamente lo es —dijo Ariadno, notando la falta de interés del viejo.
A Diego se le encendió la mirada. Se le ocurrió algo que le daría un giro a esta conversación que ya no le resultaba seductora ni graciosa:
 ¿Y vos tenés alguna pregunta? ¿Alguna pregunta a la que no puedas encontrarle la respuesta, que no puedas ni siquiera intuirla?
 Sé que hay una respuesta —dijo Ariadno, ingenioso, con calma y levedad —, pero todavía no sé cuál es la pregunta.
 Ah, una buena declaración, debería escribirla, ¿no? —replicó Diego, sonriendo.
Ambos se quedaron unos minutos en silencio, vaciando los vasos.
Cada uno estaba reflexionando, meditando algo que el otro tal vez no podría ni siquiera imaginarse. Sin embargo, los dos estaban pensando en Victoria.
Diego se levantó, saliendo de aquel letargo, y apretó con fuerza su vaso, como cerrando el puño, al sentir el dolor que le subía por la pierna hasta su cerebro; tomó el vaso de la mano de Ariadno con algo de brusquedad, le hizo un ademán en señal de que iba a recargar las bebidas y se fue cojeando, olvidándose el bastón.
Un nuevo trago, un poco más cargado, le ayudaría a olvidar el dolor que sentía en la pierna cada vez que apoyaba su pie izquierdo en el piso. Pero, a su vez, otra tristeza que ya no podía ocultar, comenzaba a erizarle la piel. Un dolor mucho más hondo, irreparable.
Mientras tanto, Ariadno se inclinó sobre el escritorio y comenzó a revolver los papeles:
 ¿Te molesta si le pego una hojeada a esto? —le gritó a Diego.
 No, no, para nada —respondió este con amargura.
Luego de un rato, Diego volvió con los vasos cargados y se arrojó sobre su silla, no sin antes exhalar un leve lamento. Una vez sentado, Ariadno le entregó unos papeles:
 Creo que este debería ser el orden de los capítulos.
El viejo lo miró, extrañado, sin comprender en un primer momento, miró los papeles. Luego los tomó y comenzó a pasar las hojas. Era perfecto. Casi como si no hubiera habido nunca otro orden posible, como si él lo supiera.
Simplemente perfecto.
 ¿Te parece? —preguntó Diego, falaz.
 Creo que le da más sentido al relato. Ese orden. Pero es una opinión nomás. El escritor sos vos. Vos deberías saberlo.
 No lo escribí yo esto. Ya te lo había dicho.
 Ah, sí. Victoria.
 Está muy bien, sin embargo. La verdad es que nunca se me hubiera ocurrido ponerlos de este modo —dijo Diego, ya perplejo, rendido ante el genio de su amigo.
Tiró los papeles sobre el escritorio, algo molesto, en un gesto de desprecio y desinterés, y estiró la mano hacia su vaso. Lo vació de un sorbo.
Ariadno lo miraba, divertido, contento. No advertía lo que le sucedía a su viejo amigo.
Después de un largo silencio, el viejo finalmente escupió las palabras:
 Ahora, sabiendo esto que me contaste, tengo una pregunta para hacerte. ¿Me podrás dar vos la respuesta correcta? —dijo, no sin angustia y aturdimiento.
 Sí, seguro. Puedo intentarlo. Nos conocemos hace mucho, Diego. Decime.
 Está bien.
El viejo abrió uno de los cajones y sacó un arma, un arma corta. La dejó sobre el escritorio, algo nervioso, aunque con calma, lentamente, sin apartar demasiado la mano de esta:
Ariadno se asustó, lo miraba confundido, sin retirar los ojos de los suyos, interrogándolo con la mirada. No sabía bien a qué venía todo eso.
 ¿Y eso? ¿Qué es? —preguntó.
Nos conocemos hace mucho, sí —hizo una pausa—. Te pregunto, entonces: ¿Desde hace cuánto que te estás acostando con Clara?

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